EN LA CONMEMORACIÓN DEL 120 ANIVERSARIO DEL 24 DE FEBRERO DE 1895

Ibrahim Hidalgo

Conmemoramos hoy, jubilosamente, el centésimo vigésimo aniversario del momento en que, tras preparación meticulosa, plena de heroísmo cotidiano, de sacrificios, de esfuerzos constantes, de incansable labor organizativa por parte de los conspiradores de dentro y fuera de la Isla, comenzó la Guerra de Independencia, el 24 de Febrero de 1895.

Una tendencia apegada más a la tradición que al análisis científico, ha denominado el acontecimiento como “Grito de Baire”, a pesar de las precisiones hechas por muchos historiadores y divulgadores, quienes aspiramos a rectificar el error, no por afán reduccionista, no por restar mérito a quienes llamaron al empeño libertador desde dicho poblado, sino porque en el intento de hacer prevalecer esta idea, quizás inconscientemente, se niega la magnitud de lo ocurrido aquel día, no focalizado en un centro aislado o principal, sino extendido por diversos puntos de la Isla, principalmente en el oriente cubano.
  
   Constituye un esfuerzo intrascendente determinar primacía temporal, cronómetro histórico en mano, de un grupo u otro, pues lo que nos conmueve y llama al homenaje es la disposición de aquellos hombres, apenas armados, a enfrentar las poderosas fuerzas del colonialismo, en respuesta al llamado de quienes, unidas palabras y acción, ocuparon sus lugares al frente de veteranos y bisoños, o se aprestaron a acudir desde el exterior, dispuestos por igual a combatir por la vida plena y feliz, en una república independiente, democrática y justa, en un país libre de la opresión foránea, donde se garantizaran los derechos iguales para todos, ideal concebido por José Martí,  y compartido por la generalidad de los patriotas de las emigraciones y de la Isla.

   La ausencia de jefes experimentados en algunas regiones no amilanó a los complotados del occidente cubano, quienes marcharon a los puntos de concentración en el momento convenido. Juan Gualberto Gómez, Antonio López Coloma y un pequeño grupo tomaron las armas en la finca La Ignacia, de Ibarra, Matanzas, y se aprestaron a luchar, a movilizar con el ejemplo a sus compatriotas. Otros fueron seducidos por llamados menos dignos, y se dejaron prender en sus casas. Entre los aguerridos estuvo el médico Martín Marrero, alzado en la finca La Sirena, en Jagüey Grande, hecho coincidente con el asesinato de Manuel García, conocido como El Rey de los Campos de Cuba, quien intentó borrar sus manchas bandidescas con la incorporación al contingente encabezado por Gómez y López Coloma. Mejor suerte cupo a José Álvarez Ortega, Matagás, pues unió los hombres de su banda a Joaquín Pedroso, quien con sólo diez compatriotas se pronunció en Sabana de los Charcones, Las Villas.

   En el amplio territorio de lo que era entonces la provincia de Oriente, veteranos experimentados compartieron honores con los nuevos combatientes, e hicieron posible la consolidación del inicio de la guerra inevitable. Jefes de alto rango, los mayores generales Bartolomé Masó y Guillermo Moncada, encabezaron los alzamientos en las regiones noroeste y sudeste del territorio, respectivamente. El 24 de febrero amanecieron sobre las armas las regiones de Santiago de Cuba, Guantánamo, Manzanillo, Bayamo, Tunas y Holguín, con alzamientos en diversos poblados, fincas y puntos de reunión: El Cobre, Alto Songo, El Caney, San Luis, Loma del Gato, Palma Soriano, Baire, Jiguaní, Matabajo, La Confianza, Colmenar de Bayate, Cayo Espino, Yara... 

   Cierto que los grupos del occidente de la isla fueron dispersados, y presa la mayor parte de sus integrantes; cierto que en Oriente faltaba cohesión entre los mandos y eran aun poco numerosos y mal armados los combatientes. Pero lo que tres años antes parecía imposible se había hecho realidad: la guerra había comenzado.

   El inicio de la contienda no correspondió a una localidad principal. Tampoco el proceso que culminó el 24 de febrero de 1895 fue el resultado del pensar y el hacer de un solo hombre, de una personalidad aislada. José Martí fue el guía, el conductor, el unificador de voluntades y de acciones, pero en este proceso, como en cualquier otro de orden social, ningún individuo logra lo que la mayoría rechaza, ni puede hacer caso omiso de las circunstancias históricas. Aquel hecho fue el resultado de un conjunto de voluntades unidas tras propósitos definidos, conocidos y compartidos, los cuales respondían a los deseos y las aspiraciones populares. El voluntarismo lleva al fracaso, a corto o a largo plazo. Si quienes intentan dirigir un pueblo se apartan del sentir de las mayorías, estas les niegan su apoyo, de modo explícito o sumiéndose en las incontrolables corrientes del escepticismo y el retraimiento; o toman sus propias vías, muchas veces alejadas de las pretensiones de quienes aspiran a conducirlas.

   Martí nunca pretendió encumbrarse sobre la voluntad de su pueblo, sino servirlo. Hizo posible la unidad de las fuerzas revolucionarias, lo que no pudieron lograr antes que él hombres de coraje y talento indiscutibles, con méritos y prestigio suficientes para llevar tras de sí al patriotismo consecuente, pero cuyos métodos de conducción política fueron desacertados, como ocurrió a los más grandes generales de la década gloriosa, Máximo Gómez y Antonio Maceo, quienes de 1884 a 1886 bregaron en condiciones adversas, sin resultados tangibles. Las condiciones materiales y políticas no eran propicias, y pesaba sobre las mentes la herencia terrible de los fracasos.

   Tres años habían transcurrido desde su separación de los trabajos conspirativos del Plan de San Pedro Sula, cuando el Maestro, incansable en sus propósitos, reinició sus apariciones públicas, en 1887, con un esclarecedor discurso pronunciado en el acto conmemorativo del 10 de Octubre, ocasión propicia para llamar a la unidad: “Lo que se ha de preguntar no es si piensan como nosotros”, dijo, pues la confluencia debía encontrarse en los propósitos esenciales, y en la negativa a “llevar a nuestra tierra invasiones ciegas, ni capitanías militares, ni arrogancias de partido vencedor, sino en amasar la levadura de república que hará falta mañana”. España aspiraba a provocar una guerra prematura, para esgrimir, luego de su derrota, el argumento de la inutilidad de enfrentar el poderío establecido. No debían los cubanos ofrendar sus vidas a los planes enemigos, sino dedicar sus esfuerzos “a la preparación de la guerra posible.”  Aquel fue sólo un momento inicial. Aunque momento fundador.
  
   Transcurrirían otros cinco años antes de que fuese reconocida la certeza del proyecto martiano, cuyo fundamento anclaba en lñas experiencias y paradigmas del pasado reciente. Allí estaban, en el rescoldo dejado por los combates victoriosos, y por las derrotas, las tradiciones de lucha de un pueblo que no claudicó ante las adversidades; la demostración palpable de la capacidad de luchar de miles de  hombres que trocaron sus herramientas y útiles de trabajo en armas de pelea; la dignidad de quienes dejaron atrás su condición de esclavos, y conquistaron su lugar en la historia de la patria, de su patria cubana. Allí estaban combatientes de países cercanos y lejanos, representados por el mayor general Máximo Gómez. Allí estaba el símbolo surgido en Majaguabo, la familia Maceo, formada en el seno de Mariana; allí, la intransigencia revolucionaria demostrada en la Protesta de Baraguá, y quien la hizo posible, el general Antonio.
  
   Pero se hallaba ausente la cohesión de todos los elementos que harían posible la guerra y la revolución. Sería suicida obviar la astucia y las fuerzas del contrario, a las que sólo vencerían la unidad del patriotismo, la previsión y el análisis de las condiciones propicias: “prever es el deber de los verdaderos estadistas”,  dijo Martí, quien consideraba los riesgos que significaban para Cuba las pugnas, internas y externas. Con plena confianza en sí mismo, logró que sus ideas unitarias fueran acatadas por la mayoría de los dirigentes de prestigio radicados en las emigraciones, y se comenzaron las labores para materializar una organización que sería la encargada de trazar los rumbos del nuevo movimiento, guiado por principios y fines discutidos y acatados por quienes decidieran incorporarse al mismo. Nació así, del fervor patriótico y de la reflexión, el Partido Revolucionario Cubano. 

   Pero es una falacia presentar a Martí como un líder acatado por todos, sin oposición alguna; como también lo es ocultar las traiciones, el espionaje, así como el contubernio de los que él denominó “revolucionarios cansados”  con los que llamó “falsos revolucionarios”,  coaligados para, mediante argumentos de variado calibre, dilatar los preparativos, demorar el inicio de la guerra, prolongar la espera hasta hacerla imposible.
Por ello era necesaria la unidad de militares y civiles, de veteranos y bisoños en un solo haz, en una organización político-militar, cuyo objetivo esencial era organizar la nueva contienda bélica contra el régimen opresor hispano, y a la vez, desde la etapa de gestación, crear las condiciones político-ideológicas que garantizaran la permanencia del espíritu y la práctica republicanos, democráticos y populares. El Partido se fundó “para poner la república sincera en la guerra, de modo que ya en la guerra vaya, e impere naturalmente, por poder incontrastable, después de la guerra”. Martí la llamó “guerra republicana”.  Este doble sentido determinó que se llevaran a cabo, paralelamente, las labores públicas y las conspirativas.  
  
   La organización político-militar se alzaba frente a los partidos cuya misión era mantener el dominio de España sobre su colonia antillana, los cuales participaban en el rejuego para elegir diputados a Cortes, donde supuestamente se discutirían las reformas convenientes a la “provincia” situada en el trópico. Los políticos ibéricos y sus adláteres cubanos sólo velaban por a sus intereses y no concedieron las mejoras que hubieran atenuado las pésimas condiciones en que se debatían las masas populares, así como muchos propietarios, negociantes e industriales, para quienes año tras año se anulaban las expectativas.
  
   Urgía la preparación meticulosa del enfrentamiento bélico contra el colonialismo español, no sólo porque debía sopesarse con tacto el descontento generalizado en los estratos bajos y medios del país, sino porque desde tiempo atrás los más preclaros conocedores del ámbito de la política internacional se percataban de las tendencias al enfrentamiento de las naciones más poderosas del mundo por el dominio de territorios destinados al saqueo “civilizador”.
  
   Para Martí, la independencia de su patria era una obra de previsión continental y universal. La vigilancia sobre las sesiones de la Conferencia Internacional Americana, y su participación en la Comisión Monetaria Internacional Americana, realizadas en Washington en 1889-1890 y 1891, le evidenciaron que Estados Unidos había comenzado una nueva etapa de su política expansionista, y como parte de esta se aprestaba a comprar o anexarse a Cuba. Urgía, por tanto, organizar el movimiento revolucionario, sobre todo tras el fracaso del intento conspirativo del general Antonio Maceo en la Isla, de la que fuera expulsado en septiembre de 1890.  La independencia de la mayor de las Antillas se inscribía en un proyecto mayor, que incluía la liberación de Puerto Rico, la unión de los patriotas del Caribe y de la América toda, para “impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América”,  como expresara el Apóstol en su carta inconclusa a Manuel Mercado. Lo que ocurriera en Cuba sería un suceso de alcance universal, para cuyo logro no podían darse respuestas ya sabidas, pues ningún pueblo se había enfrentado con anterioridad a tal reto.
  
   El vecino poderoso había generado una astuta política de acercamientos interesados, de tratados comerciales, de amenazas y presiones a lo largo del siglo XIX, para avanzar sobre la región y que se mantuviera el dominio colonial de España, ante la imposibilidad de un enfrentamiento directo con su más fuerte opositor en el área geográfica continental, Gran Bretaña, imponente por su economía industrial y su no menos convincente poderío naval.
  
   Tales propósitos condujeron a Washington a firmar con Madrid el Tratado Foster-Cánova, en 1891, con lo cual la monarquía ibérica se desentendía de las opiniones y acciones del Comité Central de Propaganda Económica, último estertor en que devino el Movimiento Económico. Una vez más se ponía en evidencia la verdadera filiación de la alta burguesía hispano-cubana, cuya estabilidad o desequilibrio dependían de las decisiones del gobierno estadounidense, de los altibajos del mercado del país vecino. Para este sector de la Isla sólo cabía la solución antinacional, el anexionismo.
  
   Este se fortalecía en el territorio insular,  y en el país norteño ganaba terreno la idea de posesionarse de la isla vecina. Se divulgaban las ideas de Alfred T. Mahan, sobre todo después de la publicación de su libro La influencia de la potencia marítima sobre la Historia, en favor de la creación de una marina capaz de apoyar una vigorosa política exterior. Para este autor, como para muchos sostenedores del expansionismo, el área del Caribe tenía una importancia decisiva, tanto en lo geoestratégico como en lo comercial, para lo cual el dominio de Cuba era fundamental, pues daría al Norte sitios donde establecer bases navales, a la vez que ampliaría su mercado y las inversiones de capitales,  así como  el dominio del futuro canal interoceánico por Panamá.
  
   Estas complejas circunstancias históricas determinaron que el Partido Revolucionario Cubano,  a la vez que  preparaba la guerra anticolonialista, librara una lucha ideológica contra toda solución ajena a la independencia absoluta. El enfrentamiento contra el expansionismo imperial era previsible e inevitable; pero debía aplazarse hasta lograr la consolidación de la futura república cubana. El Delegado había aquilatado que la nueva guerra no contaría con el apoyo de la mayor parte de los países al sur del río Bravo, como había ocurrido durante la Guerra de los Diez Años. La dirección revolucionaria debía desenvolverse en un complejo entramado que determinó la búsqueda del apoyo de los pueblos, no de los gobiernos, tanto de Europa como de América, incluido el estadounidense.
  
   Las gestiones de José Martí al frente del Partido Revolucionario Cubano no eran indiferentes para las esferas oficiales de Estados Unidos, donde era conocido por algunos altos funcionarios, para quienes no se trataba de un simple agitador demagógico, aunque en los primeros partes de los espías españoles que vigilaban al patriota lo calificaran de “poeta andrajoso”, sino un político capaz, que había dado muestras suficientes, en la prensa,  desde el consulado uruguayo, al frente de la Sociedad Hispano-Americana de Nueva York, en sus vínculos con el Club Crepúsculo, de conocer las entrañas de la politiquería y de quienes la ejercían como un negocio particular, a la vez que había establecido relaciones con la intelectualidad estadounidense y con los más diversos estratos de los latinoamericanos radicados en el país norteño.
  
   Los “politicianos” —como los denominó el ilustre periodista en determinado momento— se valdrían de cualquier pretexto para favorecer a la nación amiga de Washington, en contra de quienes pretendían fundar una república independiente en el territorio que ellos aspiraban absorber. No hubo ocasión en que las autoridades norteñas dejaran de colaborar con la Corona Ibérica.
  
   A pocos meses de proclamarse la fundación del Partido, ante una queja del Encargado de Negocios de la Legación de España en Washington sobre  supuestos preparativos de una expedición armada contra Cuba, y aunque esta amenaza no fue valorada como inminente por la parte estadounidense, el Secretario de Estado yanqui se comprometió a impedir por todos los medios cualquier maniobra en tal sentido, lo que posibilitaba a la representación española acudir al gobierno federal para solicitar la represión contra los revolucionarios si fuera necesario.  De inmediato, Martí pidió a los miembros de la organización revolucionaria el más absoluto sigilo sobre ejercicios bélicos y adquisición de armas, así como impedir el envío de escritos comprometedores que pudiera caer en manos de las autoridades en los correos, ya sometidos al espionaje.  El golpe demoledor que el gobierno colonial pretendió asestar en aquel momento fue esquivado. El Maestro viajó a Washington y presentó una protesta privada ante las que llamó “gente de peso” y “buena gente” —pues en todas las épocas y países existen tendencias diversas en las interioridades de los gobiernos. 
  
   Una nueva acción mancomunada de los colonialistas ibéricos y de los falaces “defensores de la libertad” estalló a inicios de 1894. Desde fines del año anterior, los obreros de los talleres de la fábrica La Rosa Española, de la firma Seidenberg y Compañía, de Cayo Hueso, habían iniciado una huelga contra el intento de la patronal de reducir los salarios, aprovechando la depresión económica. El incidente sirvió de pretexto a las autoridades españolas y estadounidenses, unidas por intereses e intenciones complementarios: abatir aquella base de insurrectos a pocas millas de la Isla, y favorecer a los propietarios de la fábrica en su enfrentamiento contra los trabajadores, en su gran mayoría cubanos.
  
   Seidenberg decidió emplear obreros españoles contratados en Cuba para llevar a cabo sus planes, y recibió el apoyo de la generalidad de las autoridades del Cayo. Una comisión viajó a La Habana y se entrevistó con el Capitán General. El 2 de enero desembarcaron en aquel punto del territorio estadounidense más de cien peninsulares rompehuelgas. El conflicto crecía, con el apoyo de las autoridades locales al propietario. Ante el incremento de las violaciones de todos los derechos laborales y ciudadanos, la Delegación contrató al abogado estadounidense Horatio Rubens para que asumiera la defensa de los detenidos en el Cayo y enfrentara aquel atentado contra las leyes federales, opuestas a toda forma de contratación de fuerza laboral en el extranjero. Las pugnas ante los tribunales no encontraban solución, a pesar de la eficiente labor llevada a cabo por Rubens.  Cuando fue lograda la deportación de los “contratados”, los efectos sobre Cayo Hueso eran notablemente perjudiciales, pues un 60 % de los talleres se había retirado a otras localidades.  No obstante, las labores revolucionarias continuaron.
  
   Tampoco alcanzaron sus propósitos los empeños por enturbiar la buena marcha de la conspiración. Una parte de la prensa de aquel país y la de La Habana al servicio de España, a mediados de 1894, iniciaron una campaña de descrédito contra la Delegación, al poner en duda el destino de los fondos recaudados. La respuesta fue contundente,  como lo habían sido las rendiciones de cuenta a los miembros del Partido, firmadas por el Delegado y el Tesorero, Benjamín Guerra, acreedor de reiterados votos de confianza de las emigraciones.
  
   Entre otros artículos y cartas de lectores, Patria publicó un texto esclarecedor del Maestro, quien expuso un principio cenital que guiaba a la Revolución: “estamos fundando una república honrada, y podemos y debemos dar el ejemplo de la más rigurosa transparencia y economía.”  Con anterioridad había dicho, en una misiva dirigida a Cayo Hueso, que vivía y procedía “con la transparencia y la humildad de los apóstoles.”  Un político verdaderamente consagrado a su pueblo, convencido de su misión de servir a este, sin aspiraciones de poder absoluto u obediencia irracional, ni de enriquecimiento personal, entendía que “la base de la república de mañana […] está en la responsabilidad y publicidad de los actos de los Delegados del pueblo.”  Así procedía quien no medraba a costa de la patria, sino se empeñaba en el engrandecimiento de esta, sólo posible mediante la emancipación humana, gestada en medio del respeto a los derechos de cada ciudadano. Otros podrían temer y alarmase ante el juicio de sus compatriotas, pero no quien levantaba día a día cada elemento que posibilitaba la formación y las prácticas democráticas, para el presente y el futuro de la nación.
  
   Otro eficiente servicio prestó el gobierno de Washington al de Madrid en los primeros días de 1895, cuando ya habían comenzado los movimientos coordinados entre las emigraciones y la Isla para dar inicio a la guerra. El 10 de enero, tras recibir una delación, las autoridades yanquis se dispusieron a desarticularon todas las combinaciones.  El día 12, el Departamento de Hacienda ordenó el registro y detención del vapor atracado en el puerto de Fernandina, y fueron embargadas las cajas de armas y pertrechos depositados en su interior, así como las existentes en el almacén del propietario del muelle. El 14, la Aduana incautó cientos de fusiles, machetes, mochilas, arreos de campaña…
  
   El efecto de la noticia resultó diametralmente opuesto al esperado por el enemigo. El estupor inicial fue seguido por manifestaciones de asombro y entusiasmo ante la capacidad organizativa y el potencial en barcos y equipamiento bélico reportado por la prensa de la época. En la generalidad de los patriotas creció la convicción de las posibilidades de llevar a cabo el levantamiento insurreccional. Al abatimiento causado por la enorme pérdida material siguió un nuevo período de actuación del Delegado y sus más cercanos colaboradores. Juan Gualberto Gómez, el eficiente conspirador radicado en La Habana, donde representaba al Delegado, comunicó la disposición favorable de la Isla. El Maestro elaboró de inmediato nuevos planes. Nunca como entonces la personalidad histórica de José Martí creció sobre sí misma, superando sus enormes contribuciones al movimiento revolucionario realizadas hasta entonces.
  
   Trazó con mano de estratega político-militar los nuevos pasos a emprender, y agilizó las comunicaciones con Cuba. No obstante, el plan concebido por el General y el Delegado ?apoyar el alzamiento con el arribo simultáneo de las expediciones? resultaba imposible, pues carecían de lo indispensable. De los más de 63 000 dólares  recaudados hasta principios de enero de 1895, sólo quedaban en Tesorería unos 2 300. No obstante, el apoyo material de las emigraciones y la respuesta favorable de los conspiradores de la Isla hizo posible el reinicio de los planes, sobre bases diferentes. La rapidez de las acciones fue la tónica de aquellos momentos críticos. “Andaremos como la luz”, dijo Martí.  [OC, 4, 18-21.]
  
   Ni la traición ni el contubernio hispano-yanqui frenaron la voluntad revolucionaria. El 24 de febrero de 1895 comenzó la Guerra de Independencia. Había triunfado la unidad.

En el tercer lustro del siglo XXI, no sólo debemos ofrecer nuestro homenaje a quienes fueron capaces de sacrificarse en aras de la patria, sino, con disposición similar a la del elogio, tenemos el compromiso de seguir el ejemplo y rechazar los intentos de dentro y de fuera para aplacar nuestra combatividad y anular el pensamiento crítico —única forma en que este puede existir—, con el endeble criterio de potenciar una supuesta unidad basada en el acatamiento incondicional a lo establecido. Para propiciar un pueblo pensante debe dársele curso a la razón, que junto al sentimiento forman adecuadamente los ciudadanos conscientes, verdaderos patriotas, dispuestos a fundar y defender la república independiente, soberana, democrática y justa. Seamos hoy seguidores del ejemplo de quienes, ante todas las adversidades, no vacilaron en proclamar, como lo hacemos hoy todos nosotros, ¡Viva Cuba Libre!