Nuevo Académico de la Historia

En la tarde del martes 14 de abril se efectuaba el acto de recepción del Dr. Edelberto Leiva Lajara como académico de número de la Academia de la Historia de Cuba con la letra X. Autor de varios estudios sobre las órdenes religiosas en la Cuba colonial, el Dr. Leiva Lajara es jefe del Departamento de Historia de Cuba de la Facultad de Filosofía e Historia de la Universidad de La Habana. El discurso de recepción estuvo a cargo del académico de número Dr. Arturo Sorhegui D’Mares.

A continuación, el discurso de recepción y el de ingreso del nuevo académico

Discurso de recepción de Edelberto Leiva Lajara como académico de número de la Academia de la Historia de Cuba, por el académico de número de esa Institución, Dr. Arturo Sorhegui D’Mares.

Abril 14 del año 2015.

Sr. Presidente, Dr. Eduardo Torres Cuevas.

Dr. Edelberto Leiva Lajara

Académicos de Número,

Invitados.

Resulta de alto valor para la Academia de la Historia de Cuba el que tres de los  profesionales que han alcanzado en sus últimas convocatorias la condición de académicos de número sean historiadores de menos de cincuenta y cinco años, con una obra que, tanto por su número como por su calidad, amerita el que hayan alcanzado este importante reconocimiento. No puede menos que ser encomiable y signo de buena salud el que dispongamos, con la entrada de Edelberto Leiva Lajara, de cultivadores del género histórico que den mayor vitalidad a una institución que puede preciarse por tener entre sus filas a representantes de varias generaciones de historiadores.

Al hacérseme el honor de elaborar este discurso de recibimiento, no puedo dejar de referirme a un hecho inusual que ocurre en la realización de este ejercicio. El de que corresponda esta función al que siendo a la vez subordinado suyo en el Departamento de Historia de Cuba, fuera quien lo propusiera hace ocho años para su relevo en la jefatura de esa instancia académica.

La formación de Leiva Lajara como historiador tiene ciertas diferencias a lo que es común a otros que han alcanzado igual resultado. Su preparación se llevó a efecto en la Universidad Estatal de Odessa, considerada, en la etapa de sus estudios, después de la de Kiev, una de las más importantes y de más alto nivel en territorio ucraniano dentro del campo de las Ciencias Sociales. Algo que, en la formación de nuestro agasajado, tuvo no poca importancia.

El tema de su diploma de graduación en esa Universidad ya apuntó hacia la temática que va a ser una de las constantes de su trabajo futuro: la de la iglesia; pero en este caso referida a la época medieval y para el territorio francés. Objeto que lo llevó a consultar documentos originales en francés, y le obligó a dominar esta lengua, para cumplir su ejercicio de grado. Acometió, asimismo, otra investigación sobre el papel de las masas populares en el período inicial de las guerras de los hugonotes en Francia, con un resultado conjunto refrendado en 1988 cuando, por iniciativa de la Comisión Estatal designada al efecto, obtuvo el título de historiador, además de concedérsele, por decisión especial, el de Máster of Arts.

De regreso a Cuba amplió su espectro de especialización al ejercer durante un año como profesor de Economía Política en el Instituto de formación aduanera de La Habana, y desempeñarse, durante otros cinco, como especialista en museología en el Parque Morro-Cabaña. Labor en la que fue ascendido a Jefe del Departamento encargado de brindar ese servicio en la referida Institución.

Ya en esta época comenzó un trabajo conjunto, que aún continúa con el Dr. Torres Cuevas, sobre la Historia de la Iglesia Católica en Cuba, labor en la que paulatinamente se orientó hacia lo pertinente a las órdenes monásticas y a los jesuitas. El aborde temático fue antecedido por un consecuente trabajo metodológico, del que tenemos un botón de muestra en su artículo Mentalidades colectivas: reflexiones sobre una propuesta, publicado en 1996, en el libro: La Historia y el Oficio del historiador.

Ya en esta reflexión considera que no existe una historia de las llamadas mentalidades que pueda aislarse de sus interconexiones con las diferentes manifestaciones de la sociedad, en sus variantes económicas y sociales. En un área que –en su criterio- debe incluir las representaciones no conscientes de los hombres, campo en que irrumpen los sentimientos, las relaciones familiares, las actitudes ante las situaciones de la cotidianidad, las formas religiosas y otras expresiones del imaginario colectivo, en las que deben incluirse, asimismo, –en este afán totalizador- lo propio de la historia del pensamiento y de las instituciones. Aspectos definitorios para rastrear la forma particular en que nuestro académico irá orientando sus estudios.  

En 1998 gana por oposición la plaza de profesor en el Departamento de Historia de Cuba, de la Universidad de La Habana. Entre sus primeras ocupaciones, además de las propias de su plaza, estuvo la atención del Archivo histórico de la Universidad de La Habana. Diversidad de tareas que no fueron óbice para que un año después publicara una de sus principales obras historiográficas. Su libro José Agustín y Caballero. Obras; en el que tuvo a su cargo además de un enjundioso estudio introductorio, la selección y notas de los textos incluidos en la selección.

Con respecto al valioso libro de Roberto Agramonte: José Agustín y Caballero y los orígenes de la conciencia cubana (de 1953), el estudio introductorio de Leiva Lajara lo supera en la consideración de los vínculos con la evolución anterior de esa sociedad criolla y lo propio que surge con el desarrollo de la plantación hacia fines del siglo XVIII y principios del XIX. La matización de nuestro académico parte por considerar que la irrupción o implantación del nuevo proceso, fue resultado, también, de una dinámica que venía produciéndose desde mucho antes, lo que  apunta a valorar más acertadamente los efectos reales de la anterior evolución en las estructuras sobre las que se impone la nueva modalidad productiva.

Por esta vía llama a superar la tendencia de que las nuevas metas, impelidas por la urgencia de una ruptura –capaz de convertir al occidente cubano en el  primera productor mundial de azúcar- fuera propiciatoria para que esa generación subrayara la relativa insignificancia de lo logrado en el terreno de las ideas y la formación de la conciencia en la etapa anterior.

En apoyo de esas circunstancias, resalta la imprecisión que aún subsiste acerca del carácter y el alcance real de la enseñanza jesuita en Cuba, entre 1720 y 1767. Y el hecho de que la biblioteca del Colegio San José  contenía muchos libros interesantes, y posiblemente otros que no aparecieron en la relación que se hizo después de su expulsión en 1767, y pasaran a formar parte de las bibliotecas privadas de quienes, por cierto, habían dado preferencia a sus enseñanzas.  

Otro elemento que fortalece lo señalado por Leiva Lajara, fue la relevancia de la figura del obispo de Santiago de Cuba, José de Hechavarría Elguézua, santiaguero de nacimiento y primer natural de la Isla que obtuvo en propiedad la mitra de la Isla. Hechavarría fue el autor de unos reveladores Estatutos del Seminario de San Carlos; ese mismo que años después tanto mérito alcanzara en la formación de la generación que brillaría hacia finales del XVIII y principios del XIX.

Todo ello permite a nuestro académico, de consuno, afirmar que existe un pensamiento de transición, deudor de ritmos menos forzados de evolución y característico del criollismo dieciochesco, que se cuestiona tímidamente las principales limitaciones de la escolástica y accede, por vías aún no muy claras, a algunas manifestaciones de la renovación de las ideas que están teniendo cabida en Europa desde el siglo anterior.

Línea de argumentación que le permite caracterizar a José Agustín como la resultante de un pensamiento de transición, cualitativamente distinto a los tímidos esbozos de las etapas anteriores, pero atrapado aún entre los valores del criollismo y el empuje de la sociedad esclavista que va definiendo sus perfiles. Para considerarlo, en resumen, el más notable de los pensadores de este último tipo, y a quien puede además considerársele el último de los pensadores criollos de la transición.

En el camino emprendido por Leiva Lajara intuyo la tendencia a tratar de englobar las muy diferentes formas de la producción cultural, dentro de lo que ha dado por llamarse historia intelectual. En este campo, se esfuerza por incorporar el más amplio espectro de este tipo de producción, en lo referente a lo propio de la Edad Moderna (early modern). Sin desconocer, dentro de esta aproximación, las manifestaciones ideológicas y las propias de la estratificación de las clases sociales a que se corresponden.

En el 2006, apenas ocho años después de haber entrado en el departamento de Historia de Cuba, Leiva Lajara defendió exitosamente su doctorado, con una tesis sobre la orden de los Dominicos, devenida libro en el 2007, bajo el título Los dominicos en La Habana. Convento y Sociedad. Publicación cuya calidad fue reconocida al concedérsele el premio de la crítica científico técnica.

Nuevamente la delimitación de la investigación en objetivos bien precisos es lo que permite a Leiva Lajara salir airoso de un trabajo que por su extensión cronológica (1578-1842) y lo totalizador del tema resulta un verdadero desafío. Ese fin lo relaciona nuestro autor con las relaciones iglesia-sociedad en lo pertinente a perfilarse en su seno los procesos que desde muy temprano dieron como resultado el surgimiento de una iglesia criolla, entendiendo por tal nexo orgánico lo social, la familia, la cultura y lo económico que identificará el modo de existencia de los dominicos como parte consustancial de los intereses del conjunto social criollo.

La congregación, concluye Leiva Lajara, fue la orden criolla por excelencia. Para argumentarlo prioriza, en sentido inclusivo: la cuantía del patrimonio de los dominicos; la singularidad de la cronología específica que para el objeto de estudio pretende aplicar - que difiere a la propuesta con anterioridad por Rigoberto Segreo -; y los elementos apropiados para definir los vínculos de la orden con la Sociedad Colonial. Para ello hace énfasis en las funciones que para la orden tuvo: la fundación de la Universidad San Gerónimo de La Habana, la que considera, en la esfera de la educación, como uno de los resortes más importantes en sus relaciones con las elites coloniales; la cuantía de sus posesiones en haciendas ganaderas, incluida las familias hateras interrelacionadas con estos intereses y los propios al ejercicio del gobierno local; y los beneficios devengados por intermedio de los capitales a rédito, que se elevan a un valor de sus bienes del orden del 44,9%.

La columna vertebral en que sustenta el resultado investigativo es el concepto de sistema de relaciones, que le permite alcanzar, mediante su aplicación, la multiplicidad de nexos de que se vale la orden. Los que abarcan desde el parentesco de los miembros de la comunidad con las elites coloniales, hasta la relaciones económicas con diversos sectores, pasando por el ascendente que proporcionaba la labor educativa y la actividad pastoral.

Aplicación metodológica que considera nuestro autor lo ha llevado a ampliar el concepto de campo religioso, tal y como lo empleara el sociólogo francés Pierre Bourdieu, en función de una historia de la fe. Leiva Lajara, por su parte, lo define como un sistema de relaciones objetivas entre diferentes instancias, caracterizadas por la función que realizan en el trabajo de producción, reproducción y difusión de bienes simbólicos.

La consecuencia del proceso de intervención posterior de los bienes de la orden por parte de la burguesía española en el poder, resulta la problemática priorizada por nuestro autor entre 1802 - 1842, año este último que coincide con el cierre del marco cronológico del trabajo. El desmontaje provocado por la ofensiva del liberalismo español, en su intento de eliminar las bases de sustento del sector dominante criollo, comprometió –en opinión de nuestro especialista- la participación del clero católico en la subsecuente formación de nuestra nacionalidad. Al punto de que el clero insular sería suplantado por un clero peninsular que afectó la base popular de que había gozado hasta ese momento la Iglesia en Cuba. En una tradición que diferencia la evolución propia de Cuba, con respecto a otros territorios hispanoamericanos.

De la mano de sus trabajos sobre las órdenes religiosas, y en particular sobre los dominicos, Leiva Lajara ha realizado contribuciones de interés a los estudios sobre la Universidad de La Habana, en particular en su etapa Real y Pontificia. En esta dirección, tal vez su aporte más significativo se refiera a la importancia que le concede a los modos de articulación de la relación entre la universidad y la sociedad y a su enfoque del alto centro de estudios desde una perspectiva que prioriza su estatus corporativo y el papel del fuero universitario. Este aspecto, que tradicionalmente ha escapado a la atención de los investigadores de nuestra historia universitaria, fue abordado en su libro como elemento esencial del sistema de relaciones de los dominicos y luego precisado en un artículo que publicó la revista brasileña Veredas do Direito                   

La coherencia y continuidad de Leiva Lajara dentro del campo del estudio de las órdenes religiosas se ha extendido a una prolífica labor de tutorías enmarcadas entre los años 2000 y 2014 Entre ellas se destaca la tesis de doctorado Entre enfermos, azúcar y esclavos: un estudio de los padres betlemitas en Cuba (1704-1842), defendida en el 2013 por Adriam Camacho Domínguez; así como los diplomas: las Relaciones entre la orden de San Francisco y la sociedad colonial cubana; Santa Clara de Asís: un convento de elites habaneras 1644-1840; Las órdenes femeninas en Cuba: un estudio de sus relaciones con la sociedad colonial; Iglesia y esclavitud en Cuba en los siglos XVIII y XIX. Problemas fundamentales; e Iglesia y familia en Cuba en la primera mitad del siglo XIX. Todo lo cual, nos da pruebas de que estamos ante un especialista que ha delineado su propio campo de estudio, dentro de un amplio espectro y con una metodología propia. Lo que lo ubica en una escala privilegiada dentro los trabajadores de la historia.

Pero sería erróneo limitar exclusivamente a las órdenes mendicantes el desempeño historiográfico de nuestro autor. El campo lo amplía a la labor que desde hace más de veinte años realiza con el Dr. Eduardo Torres Cuevas en la realización de una historia moderna de la iglesia católica en Cuba. Prueba de ello es su condición de coautor en el libro Historia de la Iglesia católica en Cuba. La iglesia en las patrias de los criollos. Y los nuevos que ya preparan.

De no menor importancia, pero quizás dentro de un campo de menor brillo reconocido, está la labor que como dirigente científico metodológico desempeña Leiva Lajara en su condición de jefe del Departamento de Historia de Cuba. Empeño que ha tenido reconocimientos por parte de la Alta Casa de Estudios a su colectivo de trabajo, por la condición de departamento más destacado en diferentes rubros a nivel de Universidad. Actividad que ha simultaneado, por algunos años, como jefe de la Comisión de Carrera de Historia. Experiencia de la que se ha valido la comisión para la revisión de los textos y programas de la Enseñanza Media y universitarias que preside la Dra. Áurea Matilde Fernández, como parte de labor que lleva a cabo la Academia de la Historia. Desde hace unos años es también miembro del Tribunal Nacional de Grados Científicos, del cual es en la actualidad uno de sus vicepresidentes.  

Realizamos con entera satisfacción el cometido de darle la Bienvenida entre los miembros de número de la Academia de la Historia de Cuba.

A continuación, el discurso de recepción y el de ingreso del nuevo académico

La orden dominica, la corporación universitaria y la sociedad colonial habanera en el siglo XVIII 
(Conferencia de ingreso a la Academia de la Historia de Cuba)
Dr. Edelberto Leiva Lajara
Dr. Eduardo Torres Cuevas
Presidente de la Academia de la Historia
Miembros de la Junta Directiva
Académicos de número
Público presente
Considero insoslayable comenzar mi intervención dejando constancia del honor que representa para mí haber sido electo miembro numerario de la Academia de la Historia de Cuba, reconocimiento que, al no hallar méritos extraordinarios de los que sea portador, asumo en primer término como compromiso y responsabilidad de seguir trabajando por el conocimiento, la difusión y la enseñanza de la historia de nuestro país.
La idea de pronunciar una conferencia ante ustedes ocupó – y preocupó- buena parte de estos últimos días con la definición del tema a abordar. Durante años he dedicado parte de mi labor al estudio de la historia de la Iglesia Católica en Cuba, en particular a ese componente importantísimo de la institucionalidad eclesiástica que son las órdenes religiosas, durante la época colonial. Me ha interesado sobre todo esclarecer la compleja madeja de interacciones que se tejió en torno a los conventos habaneros, y que tomando como punto de partida las propias comunidades de religiosos –y religiosas- y los muros conventuales, generó sistemas de relaciones que, como concepto, tienden a englobar nexos familiares, de amistad, clientelismo y dependencia con expresiones económicas, educacionales, hospitalarias, benéficas y pastorales sobre las que se asentó el influjo social e ideológico de las órdenes religiosas. Órdenes que fueron, por razones que ya han sido expuestas por varios autores, uno de los sostenes fundamentales de lo que, en un término de uso ya asentado en la historiografía sobre el tema, denominamos Iglesia criolla.
No obstante, y aunque aún queda mucho camino por recorrer, ya hoy están disponibles resultados de investigación que analizan el modo en que se estructuran estos sistemas y el funcionamiento de sus diversos componentes, tanto en general como en los casos particulares de órdenes como la de Santo Domingo , la Compañía de Jesús  y Nuestra Señora de Belén , entre otras. Por esa razón consideré factible dedicar esta conferencia a una entidad particular, que es parte importantísima del sistema de relaciones de una de estas órdenes, la de los dominicos, pero cuya existencia no es reductible a ese estatus singular. Me refiero a la Real y Pontificia Universidad de San Gerónimo de La Habana.    
A mediados del siglo XVIII, la Universidad de San Gerónimo constituía motivo de orgullo para las elites habaneras, al menos como parte de un discurso de autolegitimación dirigido a consolidar una hegemonía cultural, paralela al crecimiento económico y el predominio social que ostentaba. José Martín Félix de Arrate -en su Llave del Nuevo Mundo- la presenta como prueba irrefutable de los méritos de los criollos –de las elites criollas-, que, a pesar “de hallarse en las primeras fajas o arrullos de su reciente cuna, se ve condecorada con la gloria y honor que le han merecido los dignos ascensos de algunos de sus alumnos”.  La menciona elogiosamente el obispo Morell -que recibió en ella su borla de Doctor en Derecho Canónico-, afirmando que “en el corto tiempo de su erección ha dado (…) gran numero de aventajadissimos sugetos que sirven de ornato al Clero y Religiones, quatro Togas, dos canongias y una Mitra”.

A finales del siglo XVIII, sin embargo, las críticas a San Gerónimo se tornan lugar común entre los ilustrados criollos. José Agustín Caballero arremetía contra la institución, cuyas cátedras, decía, “se mantienen tributarias escrupulosas de Peripato y no enseñan ni un solo conocimiento matemático, ni una lección de Química, ni un ensayo de Anatomía Práctica; que la ilustre Universidad, al cabo de 57 años, no ha querido reconocer la necesaria vicisitud de los establecimientos humanos, y ha carecido de energía para desembarazarse de antiguas preocupaciones desterradas mucho tiempo ha de las academias más respetables de Europa”.  Y años después, en 1842, cuando avanzaba en Cuba el proceso de secularización promovido por el liberalismo metropolitano y el cierre masivo de conventos, se llegó a afirmar que 
...si algún convento debió cerrarse es Santo Domingo, y precisamente porque tiene dentro la Universidad que explotan los frailes a su placer, y en la cual no sólo es preciso ser fraile para obtener los empleos de rector, vice-rector, secretario y vice-secretario, sino que se estudia la filosofía aristotélica y las leyes por los peores textos, lo cual no podrá remediarse, mientras lo gobiernen los frailes.
 
La constatación de las diferencias valorativas que implican las opiniones que a modo de ejemplo he presentado, pero que pudieran multiplicarse, plantea la necesidad de comprender el lugar que ocupó la Universidad de San Gerónimo en el entramado de instituciones que desarrollaron su actividad en Cuba en el siglo XVIII y la primera mitad del XIX. No me refiero a la secuencia de acontecimientos relacionada con su historia, cuyo esquema básico se ha centrado en la fundación, sistema de estudios, conflictos de los primeros años, dificultades e intentos de reforma y secularización, que puede hallarse en general en los textos que abordan esta cuestión -la Historia de la Universidad de La Habana, por ejemplo, de Ramón de Armas, Ana Cairo y Eduardo Torres-Cuevas, o la Historia de la Educación en Cuba, de Enrique Sosa y Alejandrina Penabad. 
Básicamente pienso en la necesidad de actualización de estos estudios, que requiere ya hoy desplazar el  centro de atención hacia desde una perspectiva diferente, que devele las modalidades de inserción e interacción de la universidad con la sociedad colonial, como parte –y esto no es poco importante- del sistema de relaciones de la orden de Santo Domingo. Esto desborda el problema del atraso de los planes de estudio por el predominio de la escolástica y los intentos de reforma -aunque estos también forman parte, por supuesto, del vínculo universidad-sociedad-, acercándonos a una comprensión de la universidad como corporación en cuyo seno se producen y reproducen valores simbólicos y prácticas que chocan algunas décadas después de su fundación, ciertamente, con la dinámica de la evolución socioeconómica del occidente de la Isla, pero que también explican la vitalidad de que gozó y que demuestran, por cierto, las disputas en que se dirimía, ya en las primeras décadas de su existencia, el control del plantel.
En esta dirección, la pregunta más importante pudiera formularse, de modo general, en los términos siguientes: ¿Qué era la Universidad de San Gerónimo y cómo se estructuraron sus relaciones con la comunidad dominica y la sociedad colonial habaneras? 
Desde este ángulo, la primera cuestión de interés es la del tipo de relación existente entre el convento y la universidad. La de San Gerónimo de La Habana, tipológicamente, pertenece a la categoría de convento-universidad, ampliamente difundida en la América española. Este tipo de plantel se caracterizaba, en el caso de los dominicos, por la iniciativa de los frailes en la fundación, el control del gobierno universitario por la comunidad y el monopolio de la misma en las cátedras de Artes y Teología, todo lo cual se da en el caso del centro de estudios fundado en La Habana.
No obstante, en el caso de la universidad de San Gerónimo es necesario tener en cuenta, porque introduce cambios significativos en la fórmula anterior, el papel importantísimo que desempeñó en la fundación la oligarquía habanera. La explicación radica en que, hacia el momento en que comienzan las gestiones que llevarían al surgimiento de la universidad -1670-, el proceso de criollización de la orden- entendido como proceso de profunda articulación de intereses – estaba en lo fundamental concluido. El lugar que ocupa el convento de Santo Domingo de La Habana en el contexto general de consolidación de las estructuras de la Iglesia criolla desde finales del siglo XVII, hizo de la creación de la universidad en su recinto una pieza clave en la consolidación de la hegemonía social e ideológica del grupo oligárquico local. Paralelamente, y como complemento, la influencia de la comunidad sobre todos los sectores sociales se consolidaba, alcanzando su máxima expresión hacia mediados del siglo XVIII.
El interés de la élite habanera por mantener los servicios de la comunidad, en particular los relacionados con la enseñanza, jugó un papel esencial. Una de las vías fundamentales para la materialización de este apoyo fue el traspaso, a comienzos del siglo XVIII, de propiedades que garantizaron un incremento sustancial de los ingresos, unido al de los volúmenes de capital impuesto a rédito del 5% a favor del convento.  Entre los efectos perceptibles se halló la ampliación y mejora general del estado constructivo del convento, unido a la estabilización de la comunidad, a todo lo largo del siglo XVIII, en una cifra que rondó los 50-60 religiosos.
Desde las décadas finales del siglo XVII la presencia en el convento habanero de religiosos que no eran criollos es casi una excepción. Desde entonces todos los cargos conventuales, y luego los reservados a los dominicos en la universidad de San Gerónimo desde su fundación en 1728, aparecen copados por naturales de la Isla, en su mayoría de la élite de la ciudad. Entre las familias de la aristocracia habanera de más tempranos, estrechos y duraderos vínculos con los dominicos estuvo la de los Sotolongo, que comienzan a aparecer como miembros de la comunidad en la segunda  mitad del siglo XVII, aunque es probable que con anterioridad haya profesado alguno. Entre 1688 y 1691 Cristóbal de Sotolongo y Figueroa era prior de San Juan de Letrán, en cuya calidad compareció ante el cabildo de La Habana en varias ocasiones.
El papel descollante desempeñado por los Sotolongo en el gobierno conventual se refuerza a inicios del siglo XVIII con un significativo grupo de jóvenes de esa familia que profesan con los dominicos, en lo que parece una estrategia familiar para preservar el control de la comunidad. Este vínculo resultó uno de los principales puntales para la consolidación de la orden dentro de la estructura social criolla a lo largo del siglo XVII y, al menos, la primera mitad del siglo XVIII, teniendo en cuenta además su intrincada red de parentesco endogámico con los Calvo de la Puerta, entroncando por esa vía con apellidos como Armenteros, Montalvo, Peñalver y otros del grupo oligárquico. 
También desde la segunda mitad del siglo XVII otras familias de la élite criolla introducen a uno o más de sus miembros en la orden, de manera que en este sentido puede incluso hablarse de un proceso no sólo de criollización, sino de verdadera aristocratización, sin paralelo, hasta donde se conoce, en ninguna otra comunidad religiosa en la Isla. La relación de apellidos que justifica esta apreciación es extensa, e incluye a dominicos como Martín Recio de Oquendo, Juan Lorenzo de Aguiar, Tadeo de Cárdenas, José González Alfonseca y Palomino, Juan Francisco Chacón y Rodríguez de Paz, Miguel de Cárdenas y Pita de Figueroa, Antonio Gabriel Morales y Oquendo, Bernardo Hidalgo Gato y Morejón y muchos otros. Esta importantísima presencia de frailes vinculados familiarmente a la oligarquía explica no sólo el notable éxito de la comunidad ante el cabildo durante más de un siglo,  sino el crecimiento de su patrimonio y la consolidación de una red de interacción e intereses comunes que penetra, por una parte, todos los aspectos de la vida cotidiana y, por otra, abre las puertas a la reproducción, al interior de la orden y después de 1728 en la universidad, de toda una serie de contradicciones que alberga la sociedad colonial de la época.
Por ello, el apoyo de la élite habanera fue fundamental en el desenlace del conflicto surgido con el obispo Jerónimo Valdés al momento de la fundación de la universidad a finales de 1727 y comienzos de 1728.  Este respaldo, unido a la anuencia del gobernador y vicerreal patrono, permitió a los predicadores soslayar la oposición del obispo Valdés y hacer efectivo el establecimiento de la universidad.  
La actitud de la oligarquía habanera era consecuente con la participación que había tenido desde finales del siglo XVII en las gestiones para la fundación de la universidad, pero dejaba sentadas las bases para los conflictos que surgirían poco después en relación con el gobierno universitario. De hecho, las pugnas que tienen lugar desde 1730 y que culminan con la promulgación de los estatutos de 1734 –en las que, por conocidas, no me detendré- constituyen un temprano ejemplo de que la unanimidad había sido interesada y circunstancial, en tanto no había mejor opción inmediata para obtener la aquiescencia de Roma y Madrid que la de la orden de Santo Domingo. En lo adelante, la universidad devendría un espacio sui generis para el choque de intereses grupales y sectoriales de la oligarquía habanera. Los Estatutos de 1734 reflejaron la disposición para regularizar el status universitario y resultaron de las negociaciones posteriores con algunos sectores de la oligarquía, incluyendo el cabildo, pero el temprano peligro a que se había visto sometido el control de los religiosos sobre la universidad indicaba que las aspiraciones de los grupos oligárquicos debían ser tenidas en cuenta.
Por ello, aunque formalmente la universidad era independiente en su funcionamiento y la obediencia debida a los superiores conventuales y provinciales no debía afectar el desempeño de sus autoridades,  la intervención fue constante, motivando quejas frecuentes ante el gobernador de la Isla como delegado del patronato regio, así como ante el propio rey. Un episodio ocurrido en 1761 confirma ambos momentos. A comienzos de ese año, un grupo de doctores presentó al rector Juan Antonio Tadeo de Linares un proyecto “sobre la alternativa del Rectorado, Vice-Rectorado, número de Consiliarios y la forma de hacer las elecciones para el mejor régimen y gobierno” de la universidad. Ante la negativa a discutir el proyecto en claustro pleno, 44 maestros y doctores enviaron al rey un memorial en el cual achacaban el fracaso a la intervención directa del provincial de Santa Cruz, que había ejercido presión sobre el rector para que denegara lo que los remitentes consideraban un derecho de los graduados de la universidad. Al mismo tiempo, las autoridades conventuales -no las universitarias-, representadas por fray Martín de Oquendo, procurador de San Juan de Letrán, expusieron que se trataba de un nuevo intento de subvertir el ordenamiento interno de la universidad, que además se había divulgado “clandestinamente”. Una real cédula de cinco de abril de 1761 satisfacía los requerimientos del convento y recomendaba a los autores del memorial abstenerse en lo sucesivo “de intentar semejantes novedades.”
Posiblemente la insistencia de los informes en los efectos negativos de esta dependencia, vinculados a los intentos de reforma universitaria promovidos por los ministros ilustrados de Carlos III , provocaron la real orden de 12 de diciembre de 1778, dirigida al intendente Juan Ignacio de Urriza, para que informara sobre el estado de la universidad. La orden hacía énfasis, como se observa en la respuesta que Urriza envía al ministro José de Gálvez, en el esclarecimiento de las relaciones entre el centro de estudios y el convento.
El informe de Urriza se centra en una serie de aspectos, pero una de las cuestiones de mayor interés es la que se refería directamente a si los priores y provinciales solían “mezclarse en los asuntos de la Universidad, embarazando a los Rectores y Secretarios, como Religiosos, el uso de sus cargos”. Llamativamente, Urriza se abstuvo de emitir un juicio, presentando dos hechos a la atención del ministro. Al primero, relativo a la liberación del secretario de la carga de las actividades conventuales, no le concede en realidad mayor peso, pero del segundo señala que es “el que mejor aclara la verdad.”
Se trataba de un proceso iniciado por el rector contra el doctor Antonio Claudio de la Luz, -acusado de expresar en las aulas criterios cercanos a la “Doctrina Sanguinaria del Regicidio y Tiranicidio”- , que fue reclamado por el obispo auxiliar como perteneciente a su jurisdicción. El rector se negó, alegando que los delitos de los catedráticos universitarios debían ser juzgados por la propia corporación. El prior se encontraba en ese momento fuera de La Habana, pero al regresar y conocer que el rector se había negado a traspasar el proceso, le requirió
en uso de su autoridad y a nombre de su General y Provincial, cuantas veces fuese necesario, para que sin pérdida de tiempo, remitiese al Gobernador los Autos, en el preciso concepto de que no ejecutándolo así, serían de su cargo las resultas, y daría cuenta por todas vías a los Superiores de la Orden.   
Aunque Urriza estima que la intervención del prior no constituía una inmiscusión en los asuntos de la universidad, pues sólo lo exhortaba en uso de su autoridad como superior, resulta evidente la amenaza que se dirige al rector y la perentoriedad con que se le intima a rectificar la posición que había asumido ante el obispo auxiliar. La actitud del prior, en este caso, no responde a lo habitual en las relaciones entre los regulares y la jerarquía episcopal, pero se explica por el temor a que se considerara equívoca la actitud de la comunidad ante una doctrina severamente condenada por Madrid. Sin embargo, nos introduce a la clave fundamental de los conflictos torno a la universidad desde su fundación hasta, al menos, finales del siglo XVIII: la pugna por el usufructo de los privilegios corporativos. 
Los privilegios corporativos: el fuero y los graduados universitarios
En el antiguo régimen, en especial en el mundo hispano, la pertenencia de los individuos a una corporación fue importante por los privilegios, la distinción y la ayuda que se podía obtener de ella.  En Cuba, sin embargo, no existe una tradición de estudios en esta dirección, aunque no hay que hurgar demasiado para convencerse de que también en la Isla los privilegios corporativos jugaron determinado papel. Lo que habría que determinar es en qué medida los caracteres de nuestra evolución social y económica debilitan el alcance y significado del universo corporativo.
La universidad del antiguo régimen es, por definición, una corporación, y como tal se sostiene sobre un andamiaje más o menos complejo de representaciones simbólicas, tradiciones, privilegios y jurisdicciones que de manera constante interactúan con el entorno.  La de San Gerónimo de La Habana, constituida tardíamente en un contexto que décadas más tarde entraría en una fase de acelerada mutación debido al desarrollo plantador, no pudo consolidar una tradición corporativa sólida, lo que no significa que no fuera ésta, asumida a partir del modelo universitario salmantino , uno de los pilares sobre los que se intentó construir las relaciones de la universidad con los graduados -fundamentalmente los doctores- y en general con la sociedad.
La propia concepción de la universidad se dirigía a la formación de valores corporativos. Los aspectos técnicos y las formas externas del método escolástico, tales como las lecturas, disputas y declamaciones, estaban simbólicamente enmarcados en ceremonias y rituales cuyo objetivo era mantener las relaciones entre los diferentes componentes del sistema. 
La capacidad de profesores y estudiantes para los debates debía ser demostrada en discusiones o disputas, repeticiones o relecciones, conclusiones, vejámenes y oposiciones. En este sentido, la defensa pública de los argumentos no es solamente una confrontación entre individuos, sino también un medio para controlar la preservación de los patrones de conocimiento ya establecidos. Los preceptos para los debates eran los mismos que guiaban los debates en las universidades peninsulares y en las demás universidades reales y pontificias en las colonias. Por lo tanto, el método escolástico no sólo unificaba a los miembros de la universidad, sino que definía los límites del conocimiento local de acuerdo a una base compartida con la comunidad académica al otro lado del océano.
La ceremonia de mayor impacto simbólico era la investidura de doctor, de gran magnificencia pero rígidamente estructurada en cuatro fases: el vejamen, la protesta de fe y juramento ritual, la imposición de la borla y el denominado “paseo”.  Incluso el vejamen, interludio cómico que recreaba las fortalezas y debilidades del candidato, facilitaba la aceptación personal del nuevo doctor dentro del orden social. Aunque en nuestros archivos no se conservan piezas de este tipo que permitan un estudio sistemático, en otras universidades americanas el vejamen parece haberse desarrollado dentro de la tradición escolástica y de acuerdo a las reglas de la retórica, la gramática y la argumentación.  Por tanto, además de los sentimientos de identidad colectiva, el acto de investidura del doctorado lograba transmitir al público la importancia que se le atribuía al método escolástico en la formación de la elite intelectual.
El carácter público de las ceremonias devenía un elemento de legitimación, por el cual el graduado asumía el lugar apropiado en la jerarquía social, ante la presencia de sus iguales en la corporación, de las autoridades civiles y religiosas y de todo el que deseara estar presente en la ceremonia. En resumen, era un ritual diseñado para introducir al individuo a la jerarquía doctoral, reforzando los componentes culturales de la identidad del graduado y al mismo tiempo, mediante el ritual, el sentido de exclusividad que emanaba de la identidad corporativa.  Por lo tanto, al dramatizar esta transición de status se acrecentaban los lazos de solidaridad entre el individuo y la comunidad académica.
Una de las funciones básicas de la universidad como corporación era la defensa de sus miembros, y a pesar de la escasa eficacia que con frecuencia trasciende de la documentación generada por diferentes litigios que involucraron a graduados universitarios, estos acudían con cierta frecuencia a los privilegios del fuero universitario para solucionar situaciones de conflicto.
El fuero de la universidad dominica de La Habana está formado por un grupo de privilegios que fueron estableciéndose sobre la base de aclaraciones sucesivas del monarca, debido a la indeterminación al respecto de los documentos fundacionales de la universidad. Ya en 1670, cuando comenzaron las gestiones alrededor del plantel de estudios superiores, los dominicos estimaban que el mismo debía “gozar de los mismos honores y privilegios” que las de Salamanca y Alcalá.  Al fundarse, les fue efectivamente concedido que sus graduados
...usen, tengan y gocen todos y cada uno de los privilegios, indultos, inmunidades, exenciones, libertades, favores y gracias que así en la Universidad de Alcalá como en la de Salamanca o en otra cualquiera de los dichos reinos de España...
Los favores, libertades y gracias formaban el llamado fuero académico, que contenía privilegios locales y generales. Los locales constituían un conjunto de privilegios socioeconómicos, como la exoneración del servicio militar, las leyes de aduana, etc. En los generales descansaba el aspecto más significativo de la jurisdicción universitaria: inmunidad legal con respecto a los tribunales, fueran  civiles o eclesiásticos. En Salamanca, toda disputa que involucrara a la universidad debía ser juzgada por el maestrescuela - también llamado cancelario- de la catedral, convertido en la máxima autoridad ejecutiva y judicial universitaria. La diferencia en el caso habanero radicaba en que, al no ser sede episcopal, y por tanto no haber catedral, no había maestrescuela , situación similar a la de la Universidad de Alcalá y que contribuyó a incrementar el poder del rector.
En 1741 se definió, por real cédula de 5 de noviembre, el alcance del fuero en el caso habanero, concediéndole al rector de la universidad la misma jurisdicción ejercida por los de Lima y México.  La cédula había sido solicitada debido a la reclusión en la cárcel pública, que se consideraba “ignominiosa y de gente plebeya”, del maestro Nicolás del Manzano. La decisión del monarca satisfizo las expectativas, pues el documento establecía que los doctores, maestros y oficiales de la Universidad de La Habana, así como los lectores, estudiantes y oyentes, quedaban bajo la jurisdicción del rector
...en todos los delitos, causas y negocios criminales que ocurrieren y se hicieren dentro de las escuelas de ella en cualquier manera tocantes los estudios, como no sean delitos en que haya de haber pena de efusión de sangre o mutilación de miembro, u otra corporal; y asímismo en los demás delitos que se cometieren fuera de las escuelas, siendo negocio tocante o concerniente a los estudios o dependiente de ellos.  
Si las normas eran violadas, y la transgresión implicaba castigos con efusión de sangre o mutilación de miembros, el rector sólo podía “prender los delincuentes, hacer información del delito y remitir el preso con los autos al Juez.” En el resto de los casos, debía llevar adelante el proceso y señalar la pena, incluyendo la reclusión y “señalándoles la carcelería según la calidad de sus personas y la gravedad de sus delitos, [...], pero cuando no sean de tanta gravedad se les han de dar sus casas por cárcel y en su defecto las de Ayuntamientos”.  En septiembre de 1746 se precisó y amplió aún más la jurisdicción rectoral -en este caso en detrimento del claustro-, cuando se le dio jurisdicción absoluta en la provisión de las cátedras y la calificación de las oposiciones, limitando la participación de los doctores en el gobierno universitario a los asuntos económicos.    
Aunque teóricamente el rector quedaba por todo lo anterior investido de amplísimas facultades, su aplicación en la práctica debía confrontar la resistencia de  las autoridades, en particular la del gobernador de la Isla en su condición de vicerreal patrono de la Iglesia. En estos casos, la autoridad del gobernador provenía de una delegación de las prerrogativas de que estaba investido el rey, y por tanto no era frecuente que en caso de conflicto las decisiones favorecieran a la universidad. El gobernador Cagigal de la Vega consideraba nocivas las atribuciones rectorales, y así lo hizo saber al monarca, apuntando
...los muchos perjuicios que se seguirían a la causa pública, al buen orden del estado político de esta ciudad y a la recta administración de justicia en ella, si se verificase el establecimiento de la jurisdicción, omnímoda e independiente que se pretendía sobre todos los graduados, matriculados y Ministros de la Universidad y sus bienes mediante lo cual serían inevitables las discordias con daño universal y se multiplicarían los graduados sólo con el fin de quedar exentos sus personas y bienes de las Justicias Reales...         
  
La evidente contradicción entre la tradición universitaria y las tendencias centralistas predominantes, que en relación con la Iglesia se manifestaban en un acentuado regalismo,  se agudizaba en las condiciones coloniales y provocaba, en caso de diferencias entre los representantes del estado absolutista y las autoridades universitarias, la desvalorización de los privilegios constitutivos del fuero. Con ello se obstaculizaba la consolidación de una práctica corporativa que no contaba con la antigüedad y consistencia propias de otras universidades americanas.
No obstante, el fuero universitario de San Gerónimo estuvo lejos de ser inoperante, como lo demuestran numerosos expedientes conservados en el Archivo Central de la actual Universidad de La Habana.
En 1754 el catedrático sustituto de Medicina Félix José Piñero fue arrestado por el obispo auxiliar Toribio de la Bandera, con el apoyo del gobernador Cagigal de la Vega, y encerrado en el castillo de San Salvador de la Punta tras serle colocados los grillos por el verdugo. La causa era una demanda matrimonial de María Gertrudis Cabrera, que el rector consideró inconsistente para sustraer al catedrático de la jurisdicción universitaria. La reclamación al rey propició una real cédula en la cual se reconocía que se había actuado de manera “impropia e inusitada” y se llamaba a respetar “el honor y carácter de graduado universitario”, cumpliendo con las reales cédulas que dotaban al rector de jurisdicción para estos casos.
La necesidad de acudir a la autoridad del rey para que se respetaran los derechos de los graduados, como muestran estos expedientes, era casi absoluta en los casos en que su ejercicio lesionaba la autoridad del alto funcionariado colonial, aunque se hubiera manifestado como respuesta a influencias de tipo personal, lo cual ocurría con frecuencia.
No obstante, el estudio de otros casos obliga a introducir matices, en el sentido de que los mecanismos corporativos de defensa eventualmente resultaban efectivos sin la intervención de la corona, sobre todo allí donde no se afectaban de modo directo intereses de miembros de la élite local o del ejercicio de la autoridad. Resultan llamativas, por ejemplo, las consideraciones que se tuvieron con el clérigo Francisco Javier de Soto entre 1769 y 1770, en atención, según se declaraba, a su condición de doctor y catedrático de la Universidad de La Habana, incluso sin que conste la intervención directa del rector.
Francisco Javier de Soto había recibido el grado de doctor en Derecho Civil el 1o de septiembre de 1763  y en 1769 era catedrático de vísperas de Derecho Civil, aunque con frecuencia se le requería por incumplir con sus obligaciones docentes.  En 1770 fue acusado de tener relaciones sexuales con Francisca de Ávalos, casada, mediante engaño, y de raptarla ante la oposición de una hermana, llevándola primero “a casa de una meretriz” y luego a la suya propia. Trasladado “al Castillo del Morro (donde a falta de cárcel, se arrestan los sujetos de distinción) por honor del Estado y de la graduación de Dr. que goza.” , pidió no ser procesado por los tribunales eclesiásticos por hallarse próximo a dejar los hábitos y lo logró. Por sus ofensas públicas al obispo fue nuevamente arrestado, sin protesta por la universidad, pero su caso fue llevado con cuidado, por tratarse de una “jurisdicción ajena”, haciendo referencia a las prerrogativas rectorales.  De hecho, la decisión definitiva, por real cédula de 17 de febrero de 1770, fue la de hacerlo comparecer “extrajudicial y políticamente” ante el gobernador y capitán general, para reprenderlo por su actitud y advertirle que en el futuro se podrían tomar medidas más severas. En cuanto a la universidad,  se le ordenaba al rector analizar en el claustro “el punto de asistencia a su cátedra [...] y hallando ser cierta la omisión [...] le reprendáis severamente su culpa y conminéis con la privación de la cátedra al menor descuido.” 
También al amparo del fuero se dieron episodios mucho más ruidosos y de implicaciones políticas evidentes, como el que provocaron los intentos de reclutar estudiantes universitarios para las milicias habaneras, reorganizadas luego del restablecimiento de la soberanía española en La Habana en 1763. Amparados en el fuero, de cuyos beneficios participaban, varios estudiantes se negaron a prestar ese servicio, dando lugar a un enfrentamiento que terminó con una solución de compromiso, pues se exceptuó sólo a los estudiantes que hubieran recibido las primeras órdenes -es decir, futuros sacerdotes- y a aquellos que pudieran demostrar una asistencia diaria a las aulas, estando presentes en al menos dos “lecturas” cada día. 
En resumen, puede afirmarse que en la Universidad de San Gerónimo de La Habana los privilegios corporativos formaron parte importante de las relaciones que la propia universidad forjaba con independencia del convento, pero de las que la comunidad dominica se beneficiaba, en tanto controlaba la corporación, una parte significativa de ella la integraba como graduados universitarios y, por último, se hallaba en inmejorable condición para aprovechar el potencial creado por las relaciones horizontales establecidas con el resto de los graduados, muchos de los cuales se ubicaban ventajosamente dentro de las posibilidades profesionales que brindaba la época.
Este último es un elemento que tropieza de manera constante con el hecho de que los graduados universitarios eran con frecuencia quienes intentaban subvertir el ordenamiento institucional, lo que se explica en cierta medida por la debilidad de la identidad corporativa, pero sobre todo por el alejamiento acelerado entre las bases de la pedagogía dominica y la dinámica del cambiante entorno social, cultural y económico del occidente de la Isla. Esta es una situación, sin embargo, que no hace crisis hasta finales del siglo XVIII y la primera mitad del siguiente, por lo que no puede identificarse con el período anterior, en que la corporación, en medio de las dificultades, da muestras de su vitalidad.
En 1757 el obispo Morell de Santa Cruz estimaba en más de 200 los estudiantes matriculados en la universidad, y en un aproximado de 60 “los graduados asistentes en la ciudad”, es decir, el grupo de profesionales formados por el centro que desempeñaba en la ciudad labores afines a los estudios que habían realizado. Entre 1728 y 1757 se habían graduado en la universidad 18 abogados, 12 médicos, 4 togas, 2 canongías y una mitra, además de “gran número de aventajadísimos sujetos que sirven de ornato al Clero y Religiones.”
Casi 30 años después, en 1784, el secretario primero Ignacio Fernández de Velazco presentaba al intendente Juan Ignacio de Urriza un listado de los bachilleres, licenciados, maestros y doctores cuyos grados estaban asentados en la universidad aproximadamente a partir de 1750. De la confrontación con el libro donde se asentaban los grados mayores de doctores y maestros, así como con otras relaciones de graduados, resulta evidente que la lista es incompleta. Es posible que se trate de algo intencional, toda vez que la real orden que dio origen a la información lo que pretendía era conocer la magnitud de los ingresos de la universidad por concepto de rentas y borlas, para valorar la posibilidad de dotar algunas cátedras. En esas condiciones, no es extraño que el olvido de más de un quince por ciento de los grados asentados haya sido intencional, lo cual reduciría el potencial del cálculo. De cualquier modo, el listado es sumamente interesante, porque ofrece información sobre la labor que desempeñaba o el puesto que ocupaba en ese momento una parte importante de los graduados, lo que es igual a una panorámica de la amplitud que, por esa vía, podía tener la influencia de la universidad. 
En el ámbito eclesiástico, se hallaba entre los graduados universitarios el obispo Santiago José de Hechavarría, que era doctor en Derecho Canónico, así como la mayor parte de los sacerdotes que ocupaban puestos en la curia episcopal, incluyendo al canónigo magistral y provisor de Santiago de Cuba, Matías de Boza y al provisor auxiliar para La Habana, Luis de Peñalver y Cárdenas, quien luego llegaría a ser obispo de Luisiana y Arzobispo de Guatemala. En el listado se incluyen 16 dominicos, la mayor parte de ellos profesores de la universidad, al tiempo que resalta la escasez de religiosos provenientes de otras órdenes. De estos últimos hay sólo dos casos, Agustín Fernández de Velazco, de la orden de San Agustín y emparentado con el secretario de la universidad, y el mercedario Nicolás Fernández Pacheco.
Aunque no es el más numeroso, tal vez el más importante de los grupos de graduados fuera el de los doctores de la Facultad de Leyes, por la importancia de los puestos que varios de ellos desempeñaban. El primero de la relación es Juan Miguel de Castro Palomino, perteneciente a una de las más importantes familias de La Habana, que era en en ese momento provisor y vicario general del obispado. Otros ejemplos de interés son los de Nicolás José de Ribera, oidor honorario de la Real Audiencia de Santo Domingo y fiscal de la Intendencia de Ejército y Hacienda, Diego Miguel de Moya, asesor general de la misma e Ignacio Ponce de León, auditor de marina.
En general, 43 graduados de esa facultad aparecen destacados como abogados en ejercicio, una fuerza importante en el foro de la ciudad.  Precisamente en ese año 1784 entró en vigor una ley que prohibía los estudios de Derecho Civil en la Universidad de La Habana, al igual que ocurrió en las de México, Lima y Santo Domingo. Aunque se ha afirmado que la medida tenía un trasfondo político, debido a que los estudios de leyes eran más propensos a estimular ideas subversivas,  lo cierto es que las quejas en relación con el estado del foro en la Isla, y en particular en La Habana, eran muy numerosas. La acumulación de expedientes sin resolver, la extensión de los litigios, la complejidad del sistema de administración de justicia -cuya responsabilidad a todas luces no recaía sobre los criollos- y la deficiente formación de los abogados eran algunos de los argumentos a favor de la reforma que en este terreno emprendió el gobernador José de Ezpeleta, con independencia de que estuvieran presentes los consabidos recelos en relación con los criollos. 
El contacto con sus egresados, muchos de ellos pertenecientes o cercanos a las principales familias de la oligarquía habanera, contribuyó a que en la universidad, en las décadas centrales del siglo XVIII, un grupo reducido de frailes dominicos desarrollara una tendencia a la reforma de los estudios y de algunos aspectos del gobierno universitario.  Aunque en general los intentos fueron detenidos por la oposición en el mismo claustro y en la orden, así como por la reticencia mostrada por la metrópoli a la implementación de las propuestas del rector Juan Francisco Chacón, por mencionar un ejemplo, demuestran que, al menos en algunos miembros de la comunidad, existía conciencia de la barrera que ya comenzaba a levantarse entre la concepción original de la universidad escolástica y los cambios económicos, sociales y culturales que comenzaban transformar el perfil de la sociedad colonial en la jurisdicción habanera. 
El lugar de la universidad con respecto al convento se revela, al menos, ambivalente. Su esfera directa de acción es exclusiva en tanto institución docente, pero constantemente se halla bajo supervisión y control de las autoridades conventuales y provinciales de la orden. En la conformación de este modus vivendi jugaron un papel esencial las contradicciones en que desde su fundación se vio envuelta. Esta dualidad contempla a la universidad, desde un ángulo, como una de las partes integrantes del sistema de relaciones dominico, importante tanto desde el punto de la influencia ideológica de la comunidad -que no ha sido nuestro objeto en este análisis- como por su potencial relacional. Desde otro ángulo, la universidad es un núcleo que genera un subsistema propio de relaciones que enriquece el de la orden, pero que también se desarrolla en función de intereses corporativos cuyo vínculo con la última no es condición esencial de su existencia.
En la conformación, ejercicio y usufructo de esos privilegios descansa, en mi opinión, al menos una de las claves esenciales para la actualización de los estudios sobre la vida universitaria en Cuba y sus relaciones con la sociedad  colonial a lo largo del siglo XVIII. Las pugnas de las primeras décadas reflejan  contradicciones grupales y sectoriales por el control del plantel que giran en torno a esas cuestiones, más que en torno a las posteriores críticas ilustradas que, en buena medida, establecieron los núcleos básicos de los estudios sobre la institución en la historiografía cubana. 
A finales del siglo XVIII el sistema universitario entra en crisis, pero la naturaleza de este proceso universitaria se  torna aprehensible no sólo a partir de los nuevos requerimientos de su entorno socioeconómico y cultural, sino como parte de la crisis de todo el sistema de relaciones de los dominicos, que es por demás el de todas las órdenes establecidas en la Isla. Prueba, en este caso en lo relativo a su prestigio en la esfera educativa, el deterioro general del status de la comunidad. En cierto modo, lo esencial en la aguda crisis de la primera mitad del siglo XIX es precisamente que el espíritu corporativo de la universidad la encierra en sí misma. Sus estructuras y su sistema de privilegios y simbolismos de matriz escolástica la privan de la posibilidad de adaptarse a los requerimientos de una sociedad que se concibe a sí misma -en los proyectos de sus élites económicas, sociales e intelectuales- en un acelerado proceso de modernización, de “puesta al día” con los modelos socioeconómicos, políticos y culturales paradigmáticos de la época. Se trata, sobre todo, de un proceso de enajenación en el cual se diluye la función representativa de la universidad en relación con los intereses grupales, sectoriales y, en definitiva, clasistas, que definían su base social.