Premio Nacional de Historia otorgado al Dr. Oscar Zanetti

Premio Nacional de Historia otorgado al Dr. Oscar Zanetti

El Dr. Oscar Zanetti, Tesorero de la Academia de la Historia de Cuba, recibía en la tarde del sábado 21 de febrero, en la Feria Internacional del Libro de La Habana, el Premio Nacional de Historia que le era conferido por la Unión Nacional de Historiadores de Cuba (Unhic).

(contiene palabras pronunciadas por el académico)

PALABRAS PRONUNCIADAS POR EL ACADÉMICO DE NÚMERO OSCAR ZANETTI LECUONA EN EL ACTO DE ENTREGA DEL PREMIO NACIONAL DE HISTORIA 2014.

Fortaleza de La Cabaña, La Habana, 21 de febrero de 2015

Creo que lo mejor de este acto de premiación es la buena compañía; desde luego, la de todos los presentes que han tenido la amabilidad de acompañarnos esta tarde, pero en especial la de los colegas que hoy han recibido premios específicos.

Entre ellos solo yo tengo el privilegio de hablarles y desearía hacerlo a nombre todos, aunque no me atrevo, pues sin haber tenido oportunidad de ponernos de acuerdo  quizás alguno no este del todo conforme con lo que se me ocurra decir; ya se sabe cuán aficionados somos los historiadores a discrepar.

Claro que hay un punto en que se que puedo contar con el más absoluto consenso: el de agradecer al jurado por su valoración de nuestras obras. Salvo que se concurse, por lo general no se trabaja para premios, pero es motivo de incuestionable satisfacción que un jurado compuesto por prestigiosos colegas haya encontrado en nuestras obras merecimientos suficientes para ser reconocidas.

En mi caso hay un agradecimiento muy especial que no estoy dispuesto a compartir; es  a Horacio Díaz Pendás por sus palabras de elogio, más bien desmesuradas, tanto que me han obligado a tomar aliento para poder hablarles.

Son palabras que recibo con gratitud en prenda de amistad, pues lo más peligroso de los elogios es creérselos.

En diversas partes de su discurso, Horacio ha destacado la amenidad o la calidad estilística de mis escritos,  cualidad que –de poseerla- creo compartir con los restantes premiados de esta tarde.  En textos como “…no dejan perro ni gato que no prenden” o “Cuando la guerra llegó a las cacerolas”, que Elda Cento recoge en su Nadie puede ser indiferente, se presentan con indiscutible belleza y vivacidad facetas poco conocidas de nuestras contiendas independentistas.  (Por cierto, creo que debe destacarse cuanto están contribuyendo los camagüeyanos al más pleno conocimiento de aquellos hechos, no solo desde la historiografía como lo hacen Elda y otros colegas, sino con una novela como Callejón del infierno, de Roberto Méndez, o el conmovedor testimonio  de Encarnación de Varona –cuyas memorias rescatara hace unos años Modesto González Cedeño-, páginas que nos permiten escuchar esas voces desgarradas por la guerra que a veces entre clarines y disparos no alcanzamos a oir). Ahí está Urbano Martínez Carmenate, cuyo tesón y entrega encomiables nos han venido regalando, en cuidadosas y amenas biografías, a figuras capitales de la cultura matancera, y cubana. O Malena Balboa, que con buena prosa nos acerca a esa singular personalidad de nuestra historiografía y nuestras letras que fue José Mª Chacón y Calvo. En lo que a mi toca, como casi siempre he trabajado asuntos poco atrayentes, simplemente me he esforzado por que mis explicaciones al menos resulten digeribles.

Los premios de Historia no se entregan en la Feria del Libro para aprovechar la ocasión festiva o por simple casualidad, sino porque los historiadores usualmente comunicamos el resultado de nuestros estudios mediante obras escritas. Pero sucede que a veces no prestamos la debida atención a esa parte del trabajo, y damos razón a quienes nos culpan de escribir “ladrillos”. (Aunque de ahí saquen la mayoría de los datos que vuelcan en sus propios artículos, casi siempre sin acreditárnoslos).

Sin embargo hay que reconocer  en tan penosa afirmación algo de cierto; debemos admitir que en nuestra actividad a menudo privilegiamos de tal manera la búsqueda de datos que terminamos descuidando la calidad de las comunicaciones. Y fíjense que he dicho “búsqueda de datos” y no investigación, ya que esta es bastante más que acopio de información.  Cuando después de una fatigosa labor en archivos y bibliotecas nos apresuramos a brindar los resultados en textos descuidados y farragosos, hacemos un flaco favor a nuestro propio quehacer, porque, como un campo mal cosechado, en una obra de pobre redacción se pierde buena parte del esfuerzo. Y es que nuestro trabajo solo concluye al llegar al público, si resultamos capaces de trasmitirle los conocimientos obtenidos de una manera atractiva.

Siglos atrás, cuando la Historia era una musa y se la evaluaba incluso a partir de los principios de la retórica, los historiadores escribían para el “gran público”, que era, por supuesto, la pequeña proporción de los alfabetizados, aunque no precisamente entendidos en la materia. A medida  que la Historia se fue convirtiendo en ciencia, cuando  afinó sus procedimientos para establecer la autenticidad de las fuentes y verificar la fiabilidad de sus datos, al tiempo que los historiadores fuimos incorporando los recursos analíticos de otras disciplinas, comenzamos a escribir para nosotros mismos y dejamos de preocuparnos por como escribimos. Institucionalizada en los circuitos académicos, la historiografía se validó cada vez más por la abundancia y características de sus fuentes, por la actualidad de sus métodos y, a veces, por su rigor conceptual, en lamentable desmedro de la calidad de nuestras comunicaciones.

Así hemos ido perdiendo público y dejando espacio a las mediaciones, no siempre fidedignas. Hace ya varias décadas un ensayista de calibre y estudioso de la historia, José Antonio Portuondo, se percataba de advertía esta situación  y advertía sobre sus riesgos: …ocurre que el historiador […] suele partir siempre en sus afirmaciones, del punto de vista del productor de historia, a quien interesa de modo primordial la buena calidad de sus materias primas, de sus elementos de creación, y descuida, en cambio, la opinión del consumidor que precisa de productos acabados, bien formados, capaces de asimilación cabal.  Lo lamentable es que cuando el consumidor no halla  en el mercado productos idóneos, concluye por acomodarse a sus sustitutos que, tras malograr su gusto y capacidad asimilativa, acaban por afectar a los productos legítimos”. Hay mucha verdad tras estas metáforas gastronómicas.
Los textos históricos tienen, desde luego, sus requisitos específicos; no nos limitamos a narrar acontecimientos verosímiles, sino que debemos establecer los hechos debidamente e interpretar los procesos. Nuestras obras no pueden perder, por tanto, su carácter referencial, prescindir de un aparato crítico con los datos, citas y evidencias que ofrecemos para que pueda evaluarse el fundamento de nuestras versiones y conclusiones. Y ello es así porque aspiramos dialogar con un lector alerta, crítico, amante de la Historia;  lo cual –por supuesto- no se consigue solamente haciendo gala de una prosa amena, sino cuestionando fuentes y versiones para recuperar el pasado en su integridad, sin desechar ninguna de sus facetas, en particular aquellas que puedan parecer inconvenientes o discrepantes de nuestro punto de vista.

Como decía Marx respecto a la ciencia, para el conocimiento del pasado tampoco contamos con caminos reales, pero por más o menos arduo que sea el trayecto,  resulta abusivo hacerlo innecesariamente fatigoso al lector por la incapacidad de emplear un lenguaje atractivo. Y mucho menos ahora que la gente dispone de nuevas y más amplias vías para relacionarse con el ayer.

Deliberadamente al tratar este problema he hablado de comunicación y no exclusivamente de escritura, aún cuando sea esta el medio más común y tradicional que empleamos los historiadores para relacionarnos con el público.

Sucede que hoy  los vehículos de acercamiento al pasado se han diversificado de tal manera –museos y otras muestras patrimoniales, la internet, el cine, la TV y otros medios masivos, la prensa, la literatura, el arte, etc.- que no podemos perder de vista esa diversidad de vías y su interrelación, ni los recursos que ellas pueden proporcionarnos, si pretendemos ser efectivos en nuestra labor. Sobre todo de cara al advenimiento de generaciones “multimediáticas”, que aunque no dejen de leer lo harán de otra manera.

Perdónenme por aprovechar la oportunidad que me ha dado la entrega del premio, para soltarles toda esta perorata sobre la necesidad de que los historiadores prestemos una mayor y más cuidadosa atención a la comunicación, como momento decisivo de nuestro trabajo. Si lo he hecho es porque creo firmemente que solo así conseguiremos cumplir a cabalidad nuestro cometido.

Los cubanos compartimos un pasado hermoso y complicado. Trabajar para que esa historia se conozca de la manera más profunda y multifacética no solo da sentido a nuestras vidas, sino que representa nuestra particular contribución a que la nación enfrente en mejores condiciones los desafíos que habrá de depararle el porvenir.