Las ciencias médico-higienistas en la concepción de los medios disciplinarios escolares, 1899-1958

Dr. Yoel Cordoví Núñez
En el transcurso de la primera ocupación militar estadounidense, y después de establecida la República de Cuba, la ciencia higienista revistió especial trascendencia médico-política. El discurso liberador del hombre en la sociedad industrial moderna y su ajuste a la libertad política y económica del individuo en un contexto poscolonial, debía estar acompañado de regulaciones y dispositivos de control social. Más allá de los tradicionales términos jurídicos con su carga gnoseológica negativa [exclusión, recha¬zo, barrera, negaciones, ocultaciones], el poder buscaría ejercerse en esquemas tecnológicos, expresados en términos de táctica y es-trategia, como bien advirtiera el filósofo francés Michel Foucault.

En el contexto de posguerra en Cuba, los discursos normativos desde las ciencias médico-higienistas con incidencia en todos los ámbitos sociales, incluido la escuela y la familia, habrían de encauzar y legitimar sus regulaciones a través del ciudadano, figura jurídica a la que se le asignaba derechos, pero también deberes para con la nueva institucionalidad. Ya no se trataba de revolucionar las estructuras opresivas, sino de someter voluntades a la tarea histórica de crear y sostener un estado nacional.

El imperativo alcanzaba ribetes más pronunciados si se tiene en cuenta que el presunto tránsito debía efectuarse bajo la tutela de un gobierno extranjero, “calificador” de las conductas sociales y de las potencialidades políticas del cubano para el ejercicio de un gobierno propio. Las medidas preventivas y disciplinares propuestas a escala social, se ocupaban tanto de lo técnico como de lo moral, mostrando una continuidad entre medicina y política, que asociaba la salud física y moral con los rasgos de permanencia y solidez de la nación.

Así lo entendía el entonces secretario de Gobernación del gobierno interventor y ex presidente de la Sociedad de Estudios Clínicos de La Habana, Diego Tamayo, en prólogo a las Nociones de Higiene, publicadas en 1901 por el prestigioso higienista Manuel Delfín, director del periódico La Higiene, cuando afirmaba: “Para ajustarse a los preceptos de la Higiene es preciso hacer obras permanentes y concebir la población como un gran organismo que se nutre y excreta, que respira y se asea. Hay que vigilar lo que come y lo que bebe, el aire que respira, el suelo que pisa, la casa que habita; alejar cuanto pueda perturbar sus funciones fisiológicas y hacer cómoda y agradable la vida de la comunidad”.  El secretario de Gobernación buscaba, por tanto, intervenir desde el discurso higienista en la regulación y corrección de comportamientos sociales, codificados de “antihigiénicos” y, por tanto, contrarios a las buenas costumbres, parámetro medidor de las potencialidades de la futura república para erigirse dentro de los moldes de una nación soberana y moderna.

El sistema de instrucción pública, organizado durante la ocupación militar, estaría entre las instituciones privilegiadas en la formación y adiestramiento de un tipo de ciudadano “libre” para su inclusión en la sociedad. Por una parte, la necesidad de fuerza de trabajo exigía del otorgamiento de ciertos aprendizajes con vista a formar a trabajadores competentes, aptos para insertarse en el sistema de producción. Pero, al mismo tiempo, junto con las destrezas habrían de instruirse en reglas de comportamiento social; un ciudadano pertrechado de normas de convivencia, así como de valores morales y cívicos, consensuados por las clases hegemónicas, a cuyos códigos aportarían los discursos higienistas.     

La relación higiene-conducta escolar se entendía en un contexto donde la libertad del ciudadano tendría su correlato en la libertad del escolar, muy a tono con la recepción de algunas de las teorías del naturalismo con base en la concepción de la disciplina “de las consecuencias” rousseaunianas, la disciplina “de las reacciones naturales” de Herbert Spencer, así como en el modelo de disciplina anárquica del escritor y educador ruso León Tolstoi con su experimento de Yasnaia Poliana. En Cuba, no obstante, la pedagogía de avanzada sometería a crítica algunos de estos presupuestos que reducían, en ocasiones a su límite máximo, la intervención correctiva del maestro.

Pero el exponente más significativo en cuanto a influencia en las concepciones pedagógicas disciplinarias sería el alemán Juan Federico Herbart. Los pedagogos que incursionaron con mayor o menor grado de sistematicidad en materia disciplinaria retomaban abiertamente las distinciones herbartianas entre  “gobierno” y “disciplina”. Alfredo M. Aguayo, por ejemplo, las definía en el mismo sentido del intelectual alemán y al respecto advertía: “El gobierno no procura más que la corrección momentánea; la disciplina, la enmienda definitiva”. La verdadera disciplina escolar tenía por objeto, según Aguayo: “[…] desarrollar el carácter, despertar el sentido moral de los alumnos y convertirlos en hombres y ciudadanos buenos y útiles”. 

En ese basamento herbartiano radicaría la definición de la “disciplina liberal escolar”, la cual comenzaba a incorporarse en los manuales y cursos pedagógicos de inicio de la república. Esta concepción contemplaba dos medios esenciales para alcanzar conductas escolares deseadas: los directos y los indirectos, estos últimos conocidos también como preventivos. Los primeros se basaban en el tradicional sistema de premios y castigos –asociado a la concepción de gobierno- mientras los segundos contemplaban una extensa lista de recursos, con dispositivos de control mucho más sofisticados y complejos, en tanto partían del reconocimiento de la libertad del escolar en la formación de su carácter.

 El hecho de que los medios disciplinarios indirectos fueran asumidos como parte de las orientaciones preventivas en los problemas de conductas escolares, colocaba a la higiene escolar, en tanto disciplina esencialmente profiláctica, en condiciones inmejorables para aportar técnicas capaces de intervenir, ya no sólo en los problemas de salud como durante la etapa colonia, sino en la prevención de conductas indeseadas.

Ahora bien, en la intervención médico-higienista en los discursos disciplinarios preventivos o indirectos pudieran delimitarse dos momentos esenciales. El primero, que media entre 1899 y 1930, se caracteriza por la tendencia a la aplicación de la higiene escolar en su modalidad física con niveles de intervención en tres áreas esenciales: la higiene corporal del alumno y del maestro, la higiene de las casas-escuelas y la higiene del horario de clase.

El higienismo físico, autoproclamado y aceptado como un bien social necesario, calificaba las adversas condiciones de las instalaciones escolares públicas como realidades contrarias al progreso, bienestar, orden social, disciplina y transparencia moral. Estos valores estarían simbolizados por el «agua», el «aire» y la «luz», elementos  expresados en los espacios físicos construidos, a la par de los discursos que legitimaban la estructuración de la sociedad moderna. Dentro de la nueva organización social orientada desde los nuevos valores higiénicos, la escuela pública cumpliría una función preventiva, además de reproductiva, configurándose como un espacio sectorizado para proteger la salud de la infancia y educar a las nuevas generaciones de ciudadanos sanos, limpios y fuertes.

No sería casual que los grandes colegios privados, laicos y religiosos, mostraran, a manera de publicidad, las bondades de su arquitectura y mobiliario higiénicos, así como sus efectos en la distinción del ciudadano a formarse en esos planteles. La prestancia del edificio escolar formaba parte sin dudas de los signos socialmente calificados de “distinguidos”. El majestuoso colegio católico de Belén, de la Compañía de Jesús, procurabasiempre demarcar su rango desde la publicidad arquitectónica, tal como se recoge en una de sus tantas memorias:

El Colegio de Belén es grandioso; es un bello palacio de gran mérito arquitectónico. Al ser proyectado, se tuvo en cuenta dotarlo de la elevación, de la amplitud y de la sobriedad necesaria para influir en el ánimo del alumno y familiarizarlo con sus proporciones majestuosas y serenas. El niño así educado, será difícil que encuentre en la vida algo que parezca demasiado grande. Su imaginación, su entendimiento, su voluntad, hechos desde la niñez a lo grande, buscarán siempre lo mayor y lo mejor.

El predominio del higienismo físico se entendía en las exigencias políticas del nuevo contexto republicano. El interés por la simetría corporal, la postura correcta y los movimientos uniformes, pasaría a explicar el sentido nacionalista que buscaba mostrar la imagen del cuerpo nacional cohesionado. Así lo entendía Eulogio Horta, en artículo publicado en los albores del siglo XX, donde advertía la importancia de desarrollar “científicamente” el cuerpo, no sólo como medida higiénica o de placer, sino también como elemento de “virilidad” y “educación de la voluntad”;   una parábola mediante la cual se interpretaba el cuerpo simétrico, bien desarrollado y disciplinado como la personificación de una nación ordenada y pujante. 

La modalidad física del higienismo, entre los discursos forjadores del cuerpo se presentaba en el ámbito pedagógico en estrecha relación con la psicología del conductismo y la irrupción de las investigaciones paidológicas, de la mano de importante exponentes como Aguayo y el psicólogo belga George Rouma, sin desestimar los esfuerzos frustrados del escritor Miguel de Carrión por el establecimiento de los laboratorios de Paidología en Cuba.

La introducción del primer laboratorio de este perfil, en 1912, propició la sofisticación del diseño en las técnicas escolares de control físico. Las operaciones de medición corporal, la descripción y clasificación según variables: edad, peso, talla, capacidad auditiva y visual, convertían al alumno en objeto de investigación científica, a partir de la cual- según los psicopedagogos- podía incidirse en la modificación de su constitución anatómica y psíquica, así como de su entorno vital. De tal suerte, el cuerpo de los niños y niñas sugería la imagen de una corporalidad que podía ser pasible de corrección, de ajuste y encauzamiento.

La introducción de las técnicas paidológicas y la influencia de la psicología conductista permitirían un diagnóstico más preciso de las irregularidades físicas y de sus posibles modificaciones. El hecho de que el conductismo propugnara en su metodología la manipulación de los ambientes y el perfeccionamiento de las conductas mediante posiciones deterministas de causa-efecto, facilitaba a médicos, pedagogos y maestros el arsenal teórico indispensable para incidir en las conductas infantiles. En rigor, si se conocía un estímulo, podía anticiparse la respuesta del sujeto. Asimismo, conocida la respuesta, podía determinarse el estímulo que le dio lugar.    

Por consiguiente, nada más apropiado para “sanear” desde los preceptos higienistas el medio ambiente infantil y ejercer acción preventiva que evitara el empleo de medios disciplinarios directos que hacerse del programa conductista.

El conductismo, además de incidir en la modificación de los contextos de interacción infantil, ofrecía esquemas para el orden de los movimientos. Entre los principales dispositivos se encontraban las denominadas “tácticas” escolares, predominantes en los años de 1920, no sólo como una urgencia de regulación escolar, sino como reflejo también de un clima de escepticismo y desconfianza social, así como de represión, incrementada durante la administración de Gerardo Machado (1925-1933).

Disciplinar la sociedad en todas sus esferas aparecía como tabla de salvación ciudadana en una república que debía esforzarse por demostrar a toda costa su “virtud doméstica”. En 1924, Antonio Iraizós publicaba “Los ideales de la educación en Cuba”, artículo en el que establecía determinados principios básicos a tener en cuenta por el magisterio en los momentos de “transición e inquietud” que se vivían: “Hábitos de disciplina que contribuyan a la organización nacional y aptitudes cívicas para la verdadera libertad, procurando la formación de una conciencia que determine bien los derechos y responsabilidades del ciudadano”.  La formación de tales hábitos requería de niveles de precisión y orden; de sometimiento de los cuerpos (individuales o colectivos) a rutinas de obediencia.

Ya no bastaba, por tanto, con “enderezar” posturas, según exigencias que se remontaban a los escritos de José Agustín Caballero desde finales del siglo XVIII, sino de controlar sus movimientos, bajo el diseño de un esquema temporal único, capaz de descomponer y articular el ejercicio muscular, haciéndolo más eficiente y útil. En la optimización de la postura, el posicionamiento y la movilidad, radicaba la clave de la especialización disciplinaria.

En esta articulación corporal, el discurso pedagógico relacionado con la Educación Física aportó claves importantes. No sería casual que fuera Luís Agüera, profesor de Gimnástica, Teórica y Práctica de las Escuelas Normales Superiores de Maestros y Maestras e Inspector General de esa enseñanza en la república, quien reglamentara la “táctica” escolar en 1921. Según el especialista, se trataba de facilitar “la manera más sencilla de mover cualquier número de alumnos, por considerable que sea, en todas direcciones y con multitud de movimientos que a cada momento se hacen necesarios”.  Otro profesor de Educación Física, José Heider, calificaba de “orgullo nacional” el hecho de ensayar e introducir voces de mando propias en todo el país, con reglamentaciones uniformes. 

Al igual que en los alumnos, se establecían regulaciones y normas tendientes a formar hábitos en las posturas físicas de los maestros. De tal suerte, un niño de pie al lado de su asiento durante la clase prefiguraba una acción punitiva como respuesta a una falta. En los docentes la posición venía revestida de otro significado, tal como lo refería el maestro José María Callejas en su sugerente artículo “De pie”: “Cuando el maestro adquiere el mal hábito de permanecer sentado, tiene que duplicar sus energías para obtener el orden al que aspira ¿Cómo es posible, en efecto, que se de cabal cuenta del bullicio y desatención que reinan entre los alumnos más distanciados de su asiento […] Hay que ser superior al débil niño”. 

Ese esfuerzo vocal del docente, al que se refería Callejas para someter al escolar, conllevó a que pedagogos e higienistas comenzaran a introducir en sus tratados e informes la “higiene de la laringe”. Según un artículo de Cuba Pedagógica, publicado bajo el sugerente título “El beso en las escuelas de niñas y los maestros que esfuerzan su voz”: “El 70% de permisos para faltar a clase son fundados en laringitis de carácter profesional”, razón por la cual debían evitarse los gritos de los maestros en las aulas; se anunciaban contraindicado “bajo el punto de vista médico y pedagógico”.   

Ahora bien, si entre 1899 y 1930 prevaleció el discurso del higienismo físico en su relación con los dispositivos disciplinarios indirectos, a partir de la tercera década de la centuria la tendencia en la intervención profiláctica recaería en la higiene fisiológica infantil aplicada a los ámbitos escolares.

El contexto institucional y científico era propicio para el desarrollo de la ciencia higienista. En la postrimería de la década de 1920 se asistió a la creación de dos instituciones que contribuirían al avance de todo un movimiento científico basado en la parasitología moderna que dio en denominarse “finlaismo”:  el Negociado de Higiene Escolar, en 1926, adjunto a la Secretaría de Sanidad y Beneficencia, y el Instituto Finlay, al año siguiente. La dirección y claustro de esta última quedaron integrados por lo más selecto del pensamiento higienista en el país. Hombres de ciencia como José A. López del Valle, catedrático de Higiene y Legislación Sanitaria (presidente de la institución), Clemente Inclán y Domingo F. Ramos, profesores de Patología experimental y general respectivamente, Alberto Recio, profesor de Microscopía y director del laboratorio del instituto, Andrés García Rivera, a cargo de la asignatura de Patología y Enfermedades Tropicales, entre otros. Muchos de ellos trabajarían directamente con el Consejo Corporativo de Educación, Sanidad y Beneficencia, particularmente en el diseño higiénico-pedagógico de las Escuelas Militares Cívicos- Rurales.

La fundación de estas instituciones y la consolidación de la ciencia higienista en el país, tenía lugar en un contexto marcado por los altos índices de mortalidad y morbilidad infantil, asociado en gran parte al incremento de los niveles de pobreza en la postrimería del machadato, la alta concentración demográfica en las ciudades, con deficiencias en los sistemas de acueductos y alcantarillados, a lo que vendría a añadirse los efectos devastadores del “Ciclón del 26” en el Occidente de la Isla y de la crisis económica, con el consecuente recrudecimiento del ya complejo panorama epidemiológico en todo el país.

En este período (1930-1958), el desarrollo de la psicología tendría también su impacto en las concepciones higienistas relacionadas con los discursos disciplinarios indirectos. Sin que llegara a rechazarse del todo el determinismo conductista de los factores externos al sujeto, prevaleciente en el período anterior, se apostaría más por otras corrientes que colocaban en el centro de la individualidad a las fuerzas interiores de autorrealización.

Esta nueva concepción psicológica respondía, en el orden pedagógico, a la impronta del heterogéneo movimiento de la nueva educación o escuela nueva; un enfoque educativo contrario a la escuela tradicionalista (magistrocentrista), y que ponía en el centro de la intervención profiláctica al propio niño (paidocentrismo), atendiendo a sus necesidades e intereses orgánicos y psíquicos. Es decir, alejado de cualquier concepción mecanicista [estímulo exterior-respuesta] se reconocía, en primera instancia, las fuerzas interiores tendientes a la perfección y la plenitud del hombre a contrapelo de la posible hostilidad de los ambientes. Por consiguiente, más que las modificaciones de los escenarios escolares en busca de respuestas prediseñadas y deseadas por directivos y maestros, se trataba de subrayar la importancia de los métodos de aprendizaje activos con vista a alcanzar un régimen de “disciplina autónoma” en los escolares.

Desde esa perspectiva se imponía el mejor conocimiento del organismo infantil y su funcionamiento. La relación entre los discursos médicos y pedagógicos, trascendió la presentación de los tradicionales síntomas somáticos presentados como indicadores de la existencia de agentes patógenos en el cuerpo enfermo, para incidir más en los efectos nocivos de determinadas enfermedades en los comportamientos escolares. Es decir, el cuadro clínico del cuerpo del escolar enfermo sería detectable, no sólo mediante marcas corpóreas perceptibles, como la contracción de las extremidades inferiores, el estado de los fontanales, la piel, la nariz, los ojos, etc., expresiones fisonómicas que requerían de auxilio del personal médico, sino que también los maestros estaban en condiciones de atisbar posibles trastornos fisiológicos a partir de las propias conductas infantiles. 

Entre las funciones del organismo humano que más centró la atención de fisiólogos e higienistas, se encontraba el sistema digestivo. No se trataba ya sólo de precaver ciertas enfermedades en la niñez, a la usanza de los manuales, extranjeros y nativos, publicados desde la primera mitad del siglo XIX, bajo la égida inspiradora del célebre médico francés Mateo Orfila, sino también como dispositivo de prevención de trastornos de conductas escolares. Así lo entendía Carlos Valdés Miranda, en su artículo La salud del niño como objetivo de la educación: “El niño que llega de hogares míseros a emprender la labor del día con un buche de café en el estómago, como decimos en Cuba, que no recibió, la víspera, raciones de alimentos suficientes a su necesidad; el niño de la ciudad y del campo, de la clase pobre, sometido, muchas veces, a otros trabajos rudos, además de los escolares ¿puede responder sin quebranto los planes de trabajo del educador, elaborados para el niño normal?”.  

Los efectos de la desnutrición, así como de los trastornos del sistema digestivo y enfermedades bucodentales, denunciados también por diversas asociaciones de padres y maestros e instituciones benéficas, al estilo de la Copa de leche y el Zapato Escolar, movilizaron a los facultativos en una de las especialidades de las ciencias médicas que mayor desarrollo venía experimentando desde la etapa colonial: la odontología. El hecho de queAníbal Herrera Franchi Alfaro y Carlos A. Criner García, director y jefe del Departamento de Divulgación Escolar del Negociado de Higiene Escolar, Médica y Dental respectivamente, profesaran la estomatología, evidenciaba el protagonismo que alcanzaba este gremio y su particular incidencia en el orden pedagógico.

Las afecciones odontológicas, además de asumir creciente  interés desde el punto de vista de la salud escolar, fueron motivos de atención en el tratamiento de los problemas de conducta. En su profilaxis estas enfermedades se presentaban como posibles causales en los trastornos de disciplina. Según J. E. Raigada, Inspector Dentista: “Los maestros saben que un niño padeciendo de la boca, es un niño que se muestra refractario a la disciplina, y no aprovecha las clases diarias”.  El mismo enfoque sostenido por la maestra Edith Trujillo Robert, en su tesis de grado inédita “Los problemas disciplinarios en los grados superiores de la escuela primaria” (1949): “Es recomendable que los maestros, frente a casos de indisciplinas continuadas de niños normales, investigue con los padres las condiciones de su alimentación y remita al médico el estudio de su organismo […] A veces una simple carie dental, aparentemente inofensiva, es la causa de una conducta indisciplinada”. 

El desarrollo de la higiene fisiológica ampliaba así el esquema de modificación conductista hacia áreas de control que rebasaban el radio de los establecimientos escolares, a partir de las posibilidades que aportaba el campo de investigación de la fisiología, es decir el de hacer comprensibles aquellos procesos y funciones del ser vivo y todos los elementos que lo condicionan en sus diferentes niveles. En la medida que se registraban e insertaban los “casos patológicos” en el dominio de las verdades consagradas de la ciencia, con la consecuente legitimación de los preceptos y programas de higienización individual, doméstica y a escala social, la fiscalización de las actividades infantiles, dentro y fuera del recinto escolar, se extendería mediante mecanismos más sutiles y efectivos, hacia el conjunto de las relaciones sociales, con incidencia particular en la familia, y sobre todo en las madres. Cualquier sospecha de intentos transgresores en los tradicionales roles hogareños podía acarrear las más diversas denuncias, siempre a nombre de las buenas costumbres. La revista

Esperanza, órgano del Colegio Santo Tomás de Aquino, en Manzanillo, incorporaba en su sesión humorística una nota bien punzante, en un contexto donde determinados colegios privados, laicos y religiosos, llamaban a impartir una sólida preparación a sus educandas:

La esposa le decía al marido:
? La educación de nuestra hija es perfecta; Matilde sabe pintar, bailar, montar a caballo y tocar el piano. Ya podemos casarla.
A lo que el esposo responde:
? Bueno, le buscaremos un marido que sepa cocinar y zurcir la ropa.       

Otra de las enfermedades tratadas en su relación con las conductas escolares fue la anemia. Desde la sociología y la psicopedagogía, algunos especialistas comenzaban a establecer patrones de comparación entre la nutrición de los infantes que acudían a las escuelas públicas con respecto a los que matriculaban en grandes colegios privados. Tal fue el caso de la tesis de la religiosa filipense Violeta Cabrera, titulada “Estudio sociológico comparativo entre la escuela nacional y la privada”, presentada por la Universidad Católica de Santo Tomás de Villanueva, en 1960, en la cual relacionaba el nivel económico de las familias de ambos grupos con la existencia de refrigeradores en una muestra correspondiente a hogares habaneros. Cabrera aclaraba, no obstante, que no bastaba con la existencia del aparato electrodoméstico en los grupos correspondientes a las capas populares y llamaba al personal médico a ahondar en la cantidad y calidad de los alimentos que tales equipos conservaban en su interior.           

Entre los padecimientos más frecuentes en los establecimientos docentes se encontraban los relacionados con los trastornos visuales y auditivos. En estos casos, la detección a tiempo de afecciones como la miopía y el astigmatismo posibilitaba corregir algunos medios disciplinarios directos propios de la escuela tradicional, como el orden de asientos, basados en los principios de rango o jerarquía en la concepción de la escuela tradicionalista. De tal suerte, un alumno relegado a un puesto trasero, a causa de presuntos problemas de conducta, podía estar afectado por deficiencias visuales o auditivas, con el consecuente empeoramiento de su cuadro clínico y docente.

Los problemas relacionados con las deficiencias nutritivas continuaron acaparando la atención de médicos, higienistas y pedagogos. No obstante, a partir de la década del 40, las lecciones y cursos de Fisiología e Higiene, así como los manuales de organización escolar comenzaron a acentuar la importancia de la escuela en la preservación de la higiene fisiológica del sistema nervioso o “higiene mental”, noción que integraba los conocimientos especializados en las más diversas ramas del higienismo. Desde esa perspectiva, cualquier problema que afectara la higiene corporal o fisiológica del alumno, incidiría ineluctablemente en su salud mental.

Según la profesora auxiliar de la Escuela Normal de Matanzas Clara Cardounel, en su Curso de Higiene Escolar de 1942: “Cualquier trastorno orgánico influye con mayor o menor intensidad sobre la salud mental del individuo, en consecuencia la fatiga mental, el surmenage y demás afecciones, provocadas por los excesos o por la falta de higiene en el trabajo escolar deben evitarse. El higienista tiene el derecho y el deber de intervenir en estas cuestiones”.  En esa misma dirección se proyectaba Aurora García Herrera, profesora titular de la facultad de Educación de la UH y Académica Correspondiente de la Academia Nacional de Ciencias de México, cuando en su libro Higiene mental (1948), afirmaba:

Todo lo que es significativo para la vida y la salud lo es también para el higienista mental. Por eso consideramos que la Higiene Mental es el producto de una feliz conjugación de diversas ramas de la ciencia, tales como la psicología, fisiología, sociología, bioquímica, neurología, psiquiatría, psicopatología, biología, bacteriología, pedagogía y otras. 

En la diversidad de procedimientos higienistas con vistas a evitar trastornos mentales, se retomaban y actualizaban las diversas especialidades o ramas de la higiene escolar: casas-escuelas, currículo, mobiliario, higiene personal, etc. En el nuevo contexto el pensamiento higiénico-pedagógico acentuó el impacto de las irregularidades en estos órdenes en las enfermedades neurofisiológicas del alumnado.

El desarrollo de la higiene mental, dentro y fuera de Cuba, trajo como consecuencia que irregularidades tradicionales, como el sistema de aula única en los predios rurales, la escasez y el deterioro de muebles e inmuebles escolares, los altos índices de parasitismo y enfermedades infectocontagiosas, el trabajo infantil, la persistencia de prácticas punitivas violentas, así como la indisciplina social generalizada, comenzaran a formar parte de la etiología clínica de los trastornos mentales de los infantes que asistían a los planteles públicos.

En este contexto de posguerra global, marcado por la exacerbación de la violencia política y social durante las administraciones auténticas, con el incremento del “pistolerismo”, las pandillas sumidas en sangrientas rivalidades callejeras, así como el posterior golpe de Estado de Batista y el clima de tensión y represión generado, parte de la intelectualidad dedicada a la ciencia en Cuba cerró filas contra cualquier manifestación de violencia susceptible de incidir en la salud mental de la niñez cubana, cifrándose en la ciencia las potencialidades regenerativas de la sociedad.

Toda una serie de saberes –médicos, psicológicos, psiquiátricos, psicoanalíticos- se movilizarían en la reconstitución de la personalidad de un fututo hombre violento, capaz de incurrir en actos delictivos. Se imponía desde la ciencia transformar la categoría jurídica del delincuente en categoría clínica de enfermo, cuyo padecimiento sería susceptible de evitarse a partir del conocimiento de las causales, así como de los estigmas en los patrones de enfermedades mentales infantiles. Otros enfoques, por su parte, llamaban a atender más el medio social donde se desenvolvía la infancia escolarizada. De ahí las críticas sostenidas a los castigos físicos domésticos y escolares, a la violencia en las muestras de cine y de películas en la recién estrenada televisión a partir de los años de la década del 50, en la importación de pistolas y ametralladoras de juguetes que comenzaban a incorporarse a la cultura material de los infantes en su nueva modalidad de plástico, sustituto de la madera, y que tenían, para mayor señas, a Alemania como principal mercado proveedor.

En el orden psicológico los dispositivos de control mental que aportaban a la pedagogía eran múltiples e iban desde la Oración y “dirección espiritual”, a las que se les dedicarían espacios en los congresos de la Confederación de Colegios Cubanos Católicos en el decurso de las décadas del 40 y el 50, con exponentes importantes de la psicología como Carlos Martínez Arango, especialista en psiconeurosis,  y la técnica del denominado “relax” presentada como más efectiva en tanto habría de incidir en el autocontrol nervioso individual y el consiguiente relajamiento muscular, acompañado de “órdenes verbales”, reguladas en el manual de organización escolar, a cargo de Elida Montoya Basulto en 1954.  En líneas generales, las diversas variantes de autocontrol, sustentaban entre sus objetivos la creación de lo que Ramiro Guerra denominaba “valores formativos psicofísicos” orientados a la formación de ciudadanos aptos para un régimen de democracia, ajeno a cualquier manifestación de sistemas totalitarios, conceptos que acaparaban el debate político de mediados del siglo XX. Tales valores psicofísicos, incluía, al decir de Guerra: “… los que hacen referencias a la defensa de la salud, al objeto de lograr individuos físicamente aptos por una educación higiénica predominante, basada en la formación de buenos hábitos, de automatismo”.  

No obstante las dificultades de todo tipo para enrumbar la aplicación de los preceptos médico- higienistas, los presupuestos teóricos del higienismo basado en la salud mental permitieron concentrar y articular en un cuerpo teórico los diferentes presupuestos de la higiene y de otras ciencias que contribuían al conocimiento de la corporalidad y el organismo infantiles, así como del medio vital en que estos se desarrollaban. Por otra parte, sirvió de sustento conceptual y práctico en la concepción de la “autodisciplina” en el ámbito escolar, al tiempo que sugirió fórmulas de control social signadas por el dominio de la profilaxis en todos los ámbitos de desarrollo físico, moral y mental del niño.

Desde luego que esta periodización, con los elementos de continuidad y ruptura que en sus articulaciones definen cada período, permite avanzar en lo que sería el inicio de otro momento en la dinámica relacional de los discursos de ciencia aquí tratados. Con las transformaciones radicales operadas en diversos órdenes de la vida política, económica y social a partir de 1959, el discurso pedagógico, higienista y de la ciencia en general, se reorienta en función del nuevo tipo de hombre que se pretendía formar. Ello, desde luego, no implica la desarticulación de toda la tradición del pensamiento más original y creativo, forjado desde la colonia, y desarrollado en el seno de la sociedad republicana burguesa sobre bases profundamente cubanas.

En la aprehensión de las continuidades y rupturas de los discursos disciplinarios, concebidos en su relación, tanto con las normativas oficiales como con las siempre complejas y decisivas prácticas escolares, se encuentra el reto metodológico para enfrentar, desde la ciencia histórica, las propuestas teóricas y los esquemas de intervención conductual en los años que siguieron al cambio revolucionario.


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