Las transiciones en América Latina
Dr. Alberto Prieto
La historia es una narración que expone sucesos pretéritos, cuyo desarrollo se produce debido al influjo de las contradicciones; éstas engendran movimientos sociales que se concretan en acciones de los individuos, quienes luchan por ocupar el lugar que estiman debe ser suyo en la vida.
Para los seres humanos la aprehensión de la historia es vital, porque responde a su necesidad de entender conceptualmente el presente, a partir de una explicación de lo acaecido en el pasado. Esto implica que ante hechos novedosos, las personas actúan nutridas de su historia y bajo el influjo de una ideología. Y por lo general, la esencia de su lucha es el progreso, el cual constituye un fenómeno objetivo que apunta a lo deseable. En ese devenir se evidencia que toda sociedad está llamada a ser sucedida por otra, lo cual se realiza mediante un proceso de transición. En éste, se transforma el derecho y consecuentemente las formas de propiedad, así como la economía, las relaciones sociales y la cultura. Igualmente sucede con la moral, siempre que el cambio haya sido anhelado. Mientras se mantenga el proceso de metamorfosis de lo viejo en lo nuevo existe una revolución, cuyo límite lo establece el desarrollo socioeconómico y político alcanzado en la sociedad.
Pero no toda rebeldía implica una revolución, pues para llevar a cabo una, resulta imprescindible el deseo o propósito de alcanzar un mundo mejor. Por lo tanto, las valientes resistencias de Hatuey, Cuauhtémoc, Rumiñahui o Caupolicán, a pesar de haber representado la más admirable y tenaz oposición a la invasión foránea, sólo tenían la intención de preservar las sociedades precolombinas tales y como se encontraban hasta el momento de la Conquista. Sus heroicas gestas, no obstante, han perdurado a través de los siglos como inigualables tradiciones de valor y autoctonía.
En la Hispanoamérica colonial también se produjeron tempranas revueltas encabezadas por Gonzalo Pizarro, Rodrigo Contreras, Álvaro de Oyón, Sebastián de Castilla, Francisco Hernández Girón, Martín Cortés. Ellos se alzaron en armas contra las absolutistas “Leyes Nuevas” emanadas en 1542 de la metrópoli feudal, pues éstas amenazaban privilegios suyos adquiridos durante la Conquista. Por eso dichas rebeliones no dejaron huellas visibles de avance material ni gloria alguna en la historia de nuestro subcontinente.
Revolución, por lo tanto, es la denominación que se brinda al conjunto de fases evolutivas de un fenómeno progresivo, que transforma de manera cualitativa una sociedad debido a la mutación del antiguo régimen social, en otro nuevo. Y ello, mediante los cambios que tienen lugar en el Estado y sus instituciones.
Desde la conquista, además, en América Latina los hegemónicos siempre han contado con el apoyo de influyentes fuerzas provenientes del exterior. Y emanciparse de ese poderío foráneo aliado de las élites dominantes, ha requerido que se conciban políticas de amplias y creadoras alianzas. Sin embargo, llevar a cabo semejante tarea no sólo implica una profunda comprensión de las características socioeconómicas de la población, sino también haber calado en sus rasgos psicológicos, los cuales se manifiestan en la cultura; es conocido que ésta expresa la subjetividad de los valores humanos propios, íntimamente relacionados con los acontecimientos históricos. Resulta imprescindible conocer las peculiaridades del desarrollo material y espiritual de una sociedad, para metamorfosearla. Por eso se requiere una dirigencia capaz, susceptible de formar una vanguardia nacional-liberadora, que por medio de una política acertada adecue su ideología a la realidad concreta. Entonces se podrá tomar el poder y avanzar hacia una sociedad superior mediante la revolución.
I
Durante la Conquista, en la parte oriental del subcontinente latinoamericano había seres con formas de subsistencia muy precarias. Algunos, como los guanahacabibes en el extremo occidental de Cuba, y los cainang, charrúas, pampas, puelches, tehuelches, en el Rio de la Plata, vivían aglutinados en grupos menores de cien personas; estaban aún inmersos en el paleolítico o baja Edad de Piedra. El vínculo fundamental de aquellas hordas era la actividad laboral en colectivo, durante la que se desplazaban continuamente y sin un claro sentido de la orientación, pues eran errantes.
En otras comarcas como el archipiélago magallánico y la Tierra del Fuego, los chocos, onas, mapuches o araucanos, yamanas y alcalufes realizaban también frecuentes migraciones, pero tenían ya un preciso sentido de la orientación, pues habían transitado hasta ser nómadas mesolíticos. En sus desplazamientos empleaban canoas y usaban instrumentos complejos como el arco, la cuerda y la flecha, los que les permitían cazar animales de importancia. Estos elementos diferenciados y con cierto grado de especialización habían conducido a los cazadores de la media Edad de Piedra a la división natural del trabajo, según el sexo y la edad.
En la parte septentrional y central de la Sudamérica atlántica, los tres troncos étnicos más importantes –caribes, arauácos y tupís- representaban bien al conglomerado que en la región había transitado al neolítico o alta Edad de Piedra.
A pesar de que se encontraban en la misma etapa histórico-cultural, entre esos grupos existían notables desigualdades de desarrollo. Los caribes –habitantes de los contornos del mar de las Antillas- habían comenzado a remover el suelo con palos para depositar sus escasas semillas en los huecos, tapados enseguida con los pies. Aunque rudimentaria, esta práctica indicaba el comienzo de un proceso de sedentarización.
El importante conglomerado étnico formado por los arauácos cubría el territorio comprendido desde la rioplatense región del Chaco –en su límite meridional- hasta las grandes Antillas. Ellos, con avanzados instrumentos como la azada, obtenían de la agricultura sus principales medios de subsistencia. De ahí que las mujeres –quienes trabajaban la tierra- tuvieran funciones decisivas en la vida económica y social. Su cultura era superior a la de los caribes pues sabían contar hasta diez.
Aunque la importante rama étnica tupí-guaraní se hallaba muy dispersa por Sudamérica, en ninguna parte alcanzó el grado de desarrollo que tuvo en los actuales territorios paraguayos y regiones aledañas de Brasil y Argentina. Cultivaban la tierra en común y evolucionaban hacia métodos intensivos en la agricultura. Este importantísimo proceso facilitó la frecuente obtención de un producto adicional sobre el mínimo vital necesario. Las aldeas revelaban que los guaraníes estaban estructurados en tribus, de ahí que contaran con individuos dedicados a su dirección económica, religiosa y militar. Por eso habían surgido las asambleas donde se elegían y destituían a los jefes o caciques. Éstos trataban de fortalecer y perpetuar sus funciones, pero aquella sociedad no estaba preparada aún para tal nivel de organización y además carecía de suficientes y estables excedentes. Por eso, cuando tuvo lugar la Conquista, la diferenciación social recién surgida entre directores y dirigidos no había podido todavía trocarse en capas diferenciadas de trabajadores, sacerdotes, guerreros.
II
La transición de las sociedades aborígenes americanas hacia un escalón superior implicaba una mayor organización y desarrollo del trabajo, así como un aumento de las cantidades de productos y riquezas disponibles, a la vez que una menor influencia de los lazos de parentesco sobre el régimen social. Ese fue el caso de la sociedad chibcha, que ya había alcanzado la Edad de los Metales. Entre ellos, los caciques habían incrementado la productividad al lograr diferenciar los oficios manuales de las labores agrícolas, trascendental paso de avance en la división social del trabajo, que contribuyó a la obtención sistemática de excedentes. Con estos recursos era posible dedicar grandes contingentes humanos a la construcción de canales y regadíos, diques o terrazas. Pero también los caciques empezaron a utilizar sus funciones en beneficio propio, y de manera paulatina se fueron apropiando de parte del producto acumulado. Cesó así la distribución igualitaria en el seno de la tribu; se forzaba a los campesinos a entregar a cambio de nada su trabajo adicional, que podía ser destinado a cultivar la tierra para provecho de los individuos situados más arriba en la escala social, o dedicado a las grandes labores comunes. De esta manera, aunque jurídicamente libre –pues no era esclavo personal de nadie-, el comunero carecía de libertad individual; estaba encadenado a la tierra y no podía abandonar su colectividad al padecer una extraordinariamente poderosa coacción extraeconómica, física y religiosa. En realidad, dicho sometimiento era una manifestación de la «esclavitud general» sufrida por toda la expoliada comunidad. Mientras el trabajo físico absorbía casi todo el tiempo de la inmensa mayoría de los miembros de la colectividad, se formaba un incipiente sector eximido de labores directamente productivas.
Así la creciente división social del trabajo provocaba la escisión de la sociedad en clases y descomponía la Comunidad Primitiva, por lo cual resultaba cada vez más necesario que un poder mantuviese dentro de ciertos límites la lucha social. Dichos embrionarios órganos estatales, dominados por los caciques, tenían como primer objetivo mantener la cohesión de los grupos y asegurar la lealtad de los súbditos –único elemento capaz de garantizar la producción del excedente económico-, para satisfacer las necesidades de la naciente clase explotadora. A la vez, dentro de ésta empezaron a constituirse dos castas: la religiosa y la militar. Los sacerdotes, regidos ya por una selección hereditaria, monopolizaban la cultura, aplicada en funciones de coacción ideológica. En cambio, a la oficialidad o casta guerrera se podía ingresar aún por méritos alcanzados en los campos de batalla.
Mientras más avanzaba el proceso de desintegración de la sociedad primitiva, mayor era la atracción de los caciques hacia las riquezas de las comunidades vecinas, pues al resultar imposible incrementar la expoliación de los campesinos propios, dichos jerarcas se esforzaban por desplazar a los jefes de los poblados colindantes. El vencedor se convertía así en gobernante de un importante cacicazgo –en el Altiplano había unos cuarenta-, que controlaba varias aldeas.
A medida que la guerra se convirtió en práctica permanente para incorporar nuevos territorios, la población dominada se incrementó notablemente. Por ello, el gran cacique triunfador no eliminaba al vencido; sus propios y deficientes medios estatales no le permitían prescindir de la importante y forzada cooperación del derrotado, a quien obligaba a confederarse. Entonces imponía a éste el pago de un tributo a partir de lo que arrebataba a sus campesinos. Surgían así vínculos tributarios entre dos explotadores, uno dominante y otro dominado, pero sin perder ninguno su condición social; el segundo sólo entregaba al primero parte del plusproducto que percibía, con lo cual surgió un régimen socio-económico despótico tributario basado en las relaciones esclavistas de producción.
Poco antes de arribar los castellanos, la lucha entre los incipientes Estados chibchas en pugna por confederarse y preponderar, era constante; los pequeños territorios sucumbieron, unos tras otros, hasta que los mayores Estadillos terminaron por enfrentarse entre sí.
En la tradicional área maya de Centroamérica, a principios del siglo XV, la aristocracia de la ciudad de Mayapán además de expoliar a sus propios campesinos, percibía tributos de las dependientes urbes de Chichén-Itza y Uxmal; éstas habían sido obligadas a confederarse con la primera –que fungía como capital de una incipiente Liga-, donde los sometidos jefes tenían que residir, mientras que desde Mayapán se enviaba a funcionarios designados para que administrasen los asuntos cotidianos. Pero en 1441, las exhaustas clases explotadoras de ambos centros sojuzgados decidieron realizar un ataque coordinado contra la tiránica metrópoli hegemónica. Aunque Mayapán fue arrasada, su derrota no condujo al predominio de otro centro urbano, pues junto con ella también sucumbieron las ciudades rebeldes, destruidas durante la horrible guerra. Entonces la selva devoró las impresionantes edificaciones de piedra, todas abandonadas para no volverse a poblar nunca jamás. Por ello, a la llegada de los conquistadores europeos, los mayas-toltecas estaban disgregados y formaban una veintena de estadillos, en constantes luchas entre sí.
En el valle de México, desde 1428 era hegemónica la Confederación de la Triple Alianza, formada por las urbes de Tenochtitlán, Texcoco y Tlacopán. En teoría, los jefes de las tres ciudades tenían iguales derechos, pues cada uno gobernaba de forma autónoma su territorio y controlaba directamente los poblados que le tributaban, sin embargo Tlacopán recibía un porciento inferior del botín de guerra. En los asuntos internos los aliados también eran independientes. No obstante, las cuestiones de paz o guerra se decidían en común.
Las tribus dominadas empleaban una heterogeneidad de lenguas, y de ellas fluían hacia la Triple Alianza inmensas riquezas. Estas ciudades alcanzaron un gran poder, y en ellas se hizo más complejo su aparato administrativo. En las zonas donde habían prevalecido débiles clases explotadoras locales, las tribus perdieron el derecho de contar con un jefe propio. El gobierno pasaba entonces a un gobernador provincial, funcionario perteneciente a las élites hegemónicas, que acopiaba los excedentes producidos por las comunidades esclavizadas y los enviaba a las urbes dominantes. Para los campesinos agrupados en clanes, este saqueo no significaba más miseria, pues su monto nunca superaba lo antes exigido por la aristocracia nativa. En cambio, en las ciudades sometidas que contaban con importantes castas expoliadoras propias, se mantenían las tradicionales autoridades nativas, a las cuales se les obligaba a permanecer parte del año en las urbes hegemónicas y pagar determinados tributos en fuerza de trabajo y especies, que entregaban en intervalos regulares bajo la supervisión de un funcionario enviado. Esas exacciones perjudicaban a la aristocracia y a los trabajadores, pues con el fin de compensar sus pérdidas, los privilegiados oprimían aún más a los que producían.
Las tierras para la subsistencia de los sojuzgados, de igual forma que en las comunidades esclavizadas de los territorios dependientes, se dividían en dos: las trabajadas colectivamente, destinadas a satisfacer las necesidades comunales y las parcelas individuales, para la manutención de cada familia campesina.
En la Confederación la estructura socioeconómica se encontraba en rápida transformación. Las castas explotadoras se convertían en usufructuarias directas de enormes extensiones de terrenos fértiles para su consumo privado. En un inicio, dichas adjudicaciones requerían una ratificación anual, pero pronto empezaron a ser transferidas de manera hereditaria. Esos terrenos pasaron a ser cosechados por individuos que habían quedado al margen de sus antiguos clanes, a los cuales les estaba prohibido abandonar los predios del señor cuyas tierras trabajaban, a cambio de una parcela. Surgían así entre los aztecas las primeras manifestaciones de tránsito hacia nuevas relaciones de producción.
Después de ocupar en 1503 el cargo de “Jefe de los hombres”, Moctezuma se acercó mucho a la casta sacerdotal. Tenía el propósito de convertirse en autócrata divinizado, capaz de transmitir por designación hereditaria su alta función. En ese contexto acometió las tareas de centralizar el régimen e imponer la lengua, la religión, y las costumbres aztecas en los territorios dependientes. También, en 1515 colocó a sobrinos suyos al frente de los gobiernos de Tlacopán y Texcoco, con la intención de integrar un imperio. Se encontraba en los inicios de dicha tránsición, cuando empezó la Conquista ibérica encabezada por Hernán Cortés.
El Tahuantinsuyo o Imperio de las Cuatro Partes, a principios del siglo XVI desarrollaba una política de asimilación llamada mitima; a los conquistados se les trasladaba a regiones sometidas anteriormente, y en su lugar se establecían colonos “quechuizados”. De esa forma se imponía en todo el imperio el idioma quechua y el culto al Sol. Entonces, en vez de la referida consanguinidad, surgió en el Estado incaico una nueva forma de comunidad humana: el pueblo, con principios basados en nexos comarcales entre los individuos antes pertenecientes a distintas gens. Se depuso a los antiguos caciques hereditarios de las comunidades esclavizadas y se les sustituyó por aristócratas cuzqueños; al frente de cada parte del Estado se colocó a funcionarios –familiares del monarca- quienes integraron el Consejo Supremo. Y en la cúspide del Tahuantinsuyo o Imperio de las Cuatro Partes se encontraba el Sapa Inca o Supremo Señor despótico y divinizado.
Éste dispuso que las tierras de las comunidades campesinas –estructuradas ya a partir de principios territoriales-, se dividieran en tres partes. La primera era la porción destinada a garantizar la subsistencia de los comuneros y sus familias. Después se establecían las tierras de los religiosos –llamadas del Sol- así como las del Inca, y ambas debían ser trabajadas por los esclavizados campesinos a cambio nada. El producto de estas últimas se entregaba a los almacenes del Estado, que después distribuían dicho excedente según las necesidades de los explotadores. Desapareció así totalmente el principio de la tributación. Más tarde se acometió la costumbre de beneficiar a los favoritos del monarca con donaciones de terreno, segregadas de las “tierras del inca”. Dichas extensiones se transmitían hereditariamente, pero no se podían enajenar ni subdividir. En realidad, esto no significaba más que una alteración en la forma de distribuir las cosechas, pues para los agraciados cesó la práctica de percibir el sustento de los almacenes, ya que en el futuro debían obtener todos sus alimentos de los suelos recibidos; el cultivo de éstos seguía siendo realizado por los purics, atados siempre a su ayllu, y sin que percibiese incentivo económico alguno ni en parcelas ni en especies.
Pero el Tahuantinsuyo estaba aquejado de un grave problema político; el monarca o Sapa Inca Huayna Capac, había conformado una especie de segunda capital imperial en Quito, que rivalizaba con Cuzco. Entonces se desarrolló entre ambas ciudades una aguda pugna por preponderar. Esto, en un contexto en el que la autosuficiencia comarcal y la especialización regional del trabajo alcanzaban niveles ínfimos, por lo que el intercambio de productos sólo se realizaba mediante el trueque. Y puesto que sin orden oficial se prohibía viajar o cambiar de residencia, los quechuas se encontraban unidos exclusivamente por mecanismos administrativos y de coacción. En síntesis, no existían entre las diversas regiones del Imperio fuertes vínculos económicos, ni sus partes estaban indisolublemente soldadas entre sí; la gran entidad estatal era nada más que un conglomerado de grupos supra-estructuralmente unidos, poco articulada, con la facultad de separarse o unirse según los éxitos o derrotas de un conquistador, o de acuerdo al criterio del gobernante de turno. La unificación de esos territorios podía deshacerse en cualquier momento ante la indiferencia de los campesinos, mayoría aplastante de la población, que vivía ajena a los sucesos acaecidos fuera de su reducido campo de acción. Por eso, a la muerte de su padre, el quiteño Atahualpa intentó dividir al imperio, para luego derivar hacia una guerra civil en la que Huascar fue vencido. Éste fue encarcelado por su victorioso medio hermano en Cajamarca –ciudad equidistante entre Cuzco y Quito-, donde ambos se encontraban a la llegada de Francisco Pizarro y demás conquistadores castellanos.
III
La conquista ibérica impuso en América una dominación colonial que se caracterizaba por instituciones estatales de tipo feudal-eclesiástico-absolutista. Ellas ofrecían una aparente homogeneidad en el ámbito de la superestructura, mientras en el resto de la sociedad colonizada prevalecía la heterogeneidad. En dicho sistema, el monarca absoluto delegaba la mayor parte de su autoridad en los virreyes, quienes gobernaban los territorios americanos.
Las sociedades autóctonas que habían llegado a desarrollar algún tipo de Estado –citadino, confederal, imperial- fueron metamorfoseadas con relativa facilidad; el poder político preexistente había ya impuesto una autoridad, que diferenciaba socialmente a sus integrantes. Los conquistadores revalidaron a la antigua aristocracia indígena sus jerarquías, transformaron sus formas de propiedad, e hicieron que en lo adelante heredaran según el precepto feudal castellano del mayorazgo. Después en esta parte occidental del sub-continente, los europeos se fundieron con las élites explotadoras aborígenes y formaron un grupo de poderosos terratenientes laicos, a cuyos descendientes se les conocía como indianos. Además de ellos, la Iglesia emergió como una institución muy favorecida por la conquista; era la rectora de la ideología católica oficial respaldada por la Inquisición, cobraba el Diezmo y a partir de esos ingresos se convirtió en notable fuente de crédito. Así mismo recibió considerables mercedes o asignaciones de tierra. Todo protegido por la legislación de las Manos Muertas, que dejaba estáticos para siempre dichos bienes de colectividad. Dentro de una similar concepción jurídica inmovilizadora se encontraban los Resguardos indígenas; ellos establecían la inalienabilidad de las tradicionales tierras colectivas de las comunidades aborígenes, que no hubieran sido distribuidas gratuitamente a la institución eclesiástica o a los terratenientes civiles.
En síntesis, tras la Conquista, en Hispanoamérica sobre los suelos antes dominados por las organizaciones estatales aborígenes, se conformaron cuatro grandes grupos de mercedarios de tierra o terratenientes: el de los propietarios privados laicos -fuesen aristócratas nativos o castellanos-; el de la Iglesia Católica –se tratara de conventos o misiones-; el compuesto por los realengos del monarca, dueño en la práctica de los terrenos estatales; y el de los resguardos de las comunidades campesinas indígenas.
Sin vínculo alguno con las mercedes de tierras existían las encomiendas de indios, práctica que al aplicarse en América destruyó los fundamentos de la esclavitud generalizada y desarrolló las nuevas relaciones feudales de producción. Hasta entonces los indios que cultivaban la tierra habían sido forzados por sus caciques a entregarles a cambio de nada su trabajo adicional; aunque el comunero fuese jurídicamente libre, estaba de hecho atado a la tierra pues no podía abandonar su colectividad, y padecía una fuerte coacción extraeconómica física y religiosa. Dichos campesinos habían carecido, en realidad, de libertades individuales. Y con el nuevo sistema para ellos poco se alteró. Sólo que los encomendados pasaron a sufrir, además, relaciones personales de dependencia; surgía la servidumbre en el sentido estricto de la palabra, pues un señor feudal ahora se apropiaba directamente del plus-producto del campesino bajo la forma de renta del suelo. Ésta podía manifestarse de dos maneras: en especie o en trabajo. Ambas modalidades beneficiaron a nobles indígenas y castellanos, que en los tiempos del tránsito de un régimen a otro, velaron porque las nuevas imposiciones no excedieran la cuantía de las existentes hasta la conquista.
Los favorecidos por las encomiendas adquirían la fuerza de trabajo necesaria para que funcionasen minas, obrajes -artesanías indígenas-, y haciendas. Pero culminado el tránsito de la Conquista a la Colonia con la aplicación de las llamadas Leyes Nuevas, la Corona sustituyó las encomiendas por los repartimientos: Bajo este nuevo precepto, los aborígenes deberían trabajar por temporadas en los sitios en que se les indicaran, para luego retornar con estricta regularidad a sus lugares de origen, donde laborarían en el sustento propio. Los caciques serían los encargados de suministrar la cantidad de trabajadores necesarios y recaudar sus jornales; éstos representaban una metamorfosis de la renta del suelo antes entregada en especie o en trabajo, pues con el nuevo sistema los encomenderos debían vivir en las urbes y cobrar sus tributos en moneda. A cambio, a estos jefes indígenas y a sus primogénitos se les excluía de las coercitivas disposiciones, y se les autorizaba a apropiarse de una pequeña parte del dinero o capitación adjudicada a los encomenderos. Los éxitos en la aplicación de este procedimiento fueron alcanzados, porque representaba la más apropiada adecuación del sistema de laboreo periódico obligatorio que había sido empleado en los Estados pre-hispanos, para las tareas de relevancia social o de utilidad pública. Los repartimientos, también llamados mita y coatequil coloniales, fueron utilizados en haciendas, minas y obrajes. Su empleo enseguida se convirtió en pilar de la economía de México, Yucatán, Guatemala, Nueva Granada, Quito y Perú. No obstante, ni los terratenientes, ni los mercedarios de obrajes y yacimientos mineros, podían apropiarse de todo el trabajo adicional producido por los siervos indígenas; so pena de perder la imprescindible mano de obra, tenían que pagar del plus-producto arrancado a los encomendados, el tributo asignado a los encomenderos. Éstos, por su parte, dependían de la buena voluntad de las autoridades coloniales, que podían propiciar la revocación de los privilegios autorizados por la Corona.
IV
En los territorios del oriente americano, desde el inicio de la Conquista se evidenció que resultaba difícil explotar con beneficios a los indígenas; estos nada poseían que se les pudiera arrebatar, eran rebeldes y carecían de disciplina laboral. Esa realidad condujo a que fuesen refluidos o aniquilados, para más tarde ser sustituidos por fuerza de trabajo esclava africana. Esto implicó que desde el siglo XVI se desarrollara la práctica de invertir capitales en tierras –mediante la compra de realengos en subastas- con el propósito de establecer en ellas plantaciones. Después, más dinero tenía que utilizarse en importar esclavos y maquinarias, con el objetivo de poner los referidos latifundios en producción.
La Corona por su parte, se empeñaba en crear en América una economía complementaria y dependiente, conformada a las necesidades de la Metrópoli. Por ello prohibió en el Nuevo Mundo los cultivos ibéricos, mientras estimulaba el de las especias y similares, cuyos derivados se podían transportar sin descomponerse. Y para monopolizar el intercambio mercantil atlántico, instituyó la Real Casa de Contratación de Sevilla, con escasos puertos habilitados en América para negociar –mediante un sistema de flotas bianuales-, con el de Cádiz en España.
A partir de las plantaciones se inició el desarrollo de una creciente división social del trabajo, que ligó diversos territorios entre sí, con lo cual se empezó a forjar una indisoluble unidad económica entre las diferentes regiones. De esa manera los pobladores comenzaron a constituir una colectividad social estable, con un mismo idioma junto a una conformación mental y ética propia, muy distinta a la de los peninsulares. Surgían los criollos. La nueva psicología de éstos pronto se reflejó en valores literarios originales, como Espejo de Paciencia, escrito en Cuba por Silvestre de Balboa en 1608 y la trascendente Historia do Brasil escrita en 1627 por Vicente de Salvador.
Por eso no puede extrañar que a partir de 1630, cuando se produjo la invasión holandesa a Pernambuco, los criollos –blancos, mulatos, negros libres- combatieran con persistencia y denuedo contra el dominio extranjero, hasta la recuperación de Recife a principios de 1654. Pero la conciencia emancipadora estaba lejos aún, el amor a la Patria se mezclaba todavía con sentimientos de fidelidad hacia el Soberano y la metrópoli colonialista. Por ello los criollos victoriosos, en vez de constituir un Estado independiente, restablecieron en Pernambuco la soberanía de Portugal.
V
Tras la Guerra de Sucesión Española (1701-1714), el nuevo monarca Borbón descubrió que el intercambio mercantil con sus colonias americanas representaba sólo la tercera parte del total comerciado; el resto se realizaba de forma ilegal. Entonces la Corona autorizó en América el surgimiento de algunas Reales Compañías de Comercio. Cada una de éstas se concibió como una semi-burguesa sociedad por acciones, cuyo capital podía ser aportado indistintamente por criollos o metropolitanos, quienes ineludiblemente debían entregar una participación en la empresa al rey.
El surgimiento de los referidos accionistas criollos fue un hecho extraordinario, porque significó el nacimiento en Hispanoamérica de un nuevo sector social, el de la burguesía comercial portuaria. Pero ello no alteró la disposición colonialista de mantener el intercambio hacia el exterior exclusivamente con España. A partir de entonces los plantadores disfrutaron la posibilidad de vender mayores volúmenes exportables, pero en escasas oportunidades vieron mejorar sus precios de venta. Aunque la supresión del sistema de flotas en 1748 agilizó aún más el comercio, los preceptos monopolistas de las Reales Compañías -en unos pocos y exclusivistas puertos-, entraron en crisis debido a la toma de La Habana por los ingleses; en escasos meses el comercio exterior de la parte ocupada de Cuba se multiplicó varias veces. Esto, y la creciente rivalidad con el capitalismo británico, convencieron a Carlos III de liberalizar todavía más el intercambio mercantil con las colonias.
Las disposiciones reales de 1763 autorizaron a veinte bahías americanas a comerciar con otras tantas en la península, y al mismo tiempo en cada puerto se podían constituir cuantas casas comerciales se deseara, todas sujetas a la misma reglamentación. Sólo un punto limitaba la libertad de las empresas que surgiesen: la obligación de traficar exclusivamente con la metrópoli. Resultaba imposible para el Trono autorizar que se transgrediera ese acápite, pues perdería su condición de potencia colonialista. Era una consecuencia del escaso desarrollo económico español, que no hubiera podido competir exitosamente con el inglés. Por ello la ascendente burguesía agro-exportadora criolla no se satisfizo con las medidas señaladas; estaba consciente de que el verdadero enriquecimiento sería alcanzable por vínculos mercantiles directos con Inglaterra.
Las artesanías criollas también sufrían gravámenes tributarios del absolutismo –alcabalas, peajes, diezmos-; la estrechez del mercado hispanoamericano; arcaicas formas organizativas -gremios, con su rígida jerarquización en Maestros, operarios y aprendices-. Todas impedían la libre competencia entre dichos fabricantes, muy perjudicados por la ampliación comercial marítima de las Reformas Borbónicas.
El despotismo ilustrado también pretendía fortalecer su poder, en detrimento de los más viejos intereses feudales en América. Por ello, la Corona dispuso que fuesen incorporadas a la Real Hacienda todas las encomiendas vacantes o sin confirmar, así como las que en un futuro caducasen. De esta manera el soberano recuperaba el cobro en moneda, que hacía dos siglos había cedido a los encomenderos. Después el monarca empezó a eliminar muchos Resguardos. Dichas tierras pasaban al soberano o a la Iglesia, y eran frecuentemente alquiladas a cambio del pago de una renta por dichos suelos. Esa “demolición” de los Resguardos por lo general iba acompañada de un fortalecimiento de la Mita, pues no extrañaba que se incrementara la cuota de aborígenes que debían trabajar como siervos, los cuales casi siempre terminaban como peones endeudados en las haciendas, fuesen éstas nuevas o engrandecidas. Asimismo las disposiciones reformadoras del absolutismo borbónico afectaron a la antigua aristocracia indígena; sucedía que funcionarios reales deponían a los caciques hereditarios, para en su lugar poner a otros, o simplemente sustituirlos por corregidores españoles designados, que asumieran las viejas funciones. Después, las nuevas autoridades aumentaban impuestos, cometían abusos, alteraban registros, arrebataban más tierras comunales, e imponían el llamado reparto mercantil. Consistía éste, en obligar a los aborígenes a comprar y usar objetos o ropas traídos de Europa, en detrimento de los tradicionales artículos elaborados en los obrajes. Así, las tensiones no cesaban de aumentar.
VI
Las novedosas transformaciones dispuestas en América por los Borbones conmovieron a la sociedad colonial de tal manera, que llegaron a producirse manifestaciones armadas de disgusto hasta en los más alejados confines. La primera fue en Cuba, cuando varios cientos de cosecheros de tabaco se alzaron en contra del Estanco. En Paraguay, en protesta por el cese de nuevas encomiendas, el Cabildo se alzó y guerreó contra las tropas enviadas de Buenos Aires, aliadas de los Jesuitas. En el virreinato del Perú en 1742 tuvo lugar el alzamiento de Juan Santos Atahualpa. En 1780 una insurrección tomó rumbo a La Paz, con cuarenta mil aymaraes bajo la dirección de Tupac Catari. Poco después, José Gabriel Cóndorcanqui Tupac Amaru puso sitio al Cuzco con decenas de miles de campesinos quechuas. En Nueva Granada, a principios de 1781 se alzaron los comuneros del Socorro. Esta revuelta representó una síntesis de todos los movimientos armados de oposición en Hispanoamérica durante el siglo XVIII. En el importante proceso participaron ricos criollos, pequeños burgueses, campesinos, indígenas y esclavos, todos al lado de la sublevación. Y sin embargo, ésta, no triunfó. Los inconformes participaban ya de la ascendente nacionalidad, pero sus proyecciones políticas carecían de la madurez requerida para orientarla hacia la independencia. No se había comprendido que la génesis del problema radicaba en el colonialismo, y no en los malos funcionarios absolutistas.
VII
A principios de 1808, la invasión napoleónica a España expulsó del trono de Madrid al rey Borbón. Entonces, en todos los territorios bajo soberanía española se formaron juntas locales de gobierno. Hasta en el Nuevo Mundo, donde la ausencia del legítimo monarca absoluto puso en crisis el dominio colonialista. A partir de ese momento comenzaron en Latinoamérica las luchas por transitar de manera autónoma a un nuevo régimen socioeconómico; previamente en Haití, la gesta independentista –culminada en 1804- había tenido estrictamente un carácter anticolonial, porque en las comarcas bajo soberanía francesa se barrió con el feudalismo antes de que los haitianos guerrearan a favor de liquidar su status colonial. Por ello la emancipación latinoamericana tenía un doble carácter; independentista, con el propósito de romper el dominio de las metrópolis, y revolucionario para transitar hacía un sistema social mejor. El primer aspecto fue alcanzado, pero el segundo con frecuencia no se logró; las revoluciones independentistas sólo triunfaron, y bajo mesurados preceptos –salvo en un caso-, en las zonas donde el modo de producción feudal era muy débil o no existía.
Dentro del complejo espectro estructurado por el absolutismo, el más moderado grupo progresista estaba constituido por la burguesía comercial portuaria –aliada, en el caso bonaerense, con los ganaderos-; ésta había sido muy beneficiada por el colonialismo, que otorgó a sus puertos un carácter monopolista. Por eso deseaban conservar este privilegio mercantil heredado del antiguo régimen, pero enriqueciéndolo con las posibilidades de incrementar sus negocios mediante el disfrute de una elitista libertad de comercio. Estos mesurados proyectos fueron plasmados en parcos textos monárquicos constitucionalistas, que les aseguraban sus ganancias en la esfera de la circulación sin tener que soportar las inconveniencias del colonialismo.
Pero las dificultades existentes para implantar o mantener las monarquías constitucionales, motivaron el tránsito de los mejores hombres que habían defendido dichas concepciones –Bernardino Rivadavia o Camilo Torres- hacía posturas republicanas, como las ostentadas por la mayoría de los revolucionarios. En cambio otros –bien representados por los emperadores Agustín de Iturbide y Pedro de Braganza- pronto corrieron por la reaccionaria vía que llevaba al absolutismo.
En el otro extremo de los proclives a la independencia, estaban los adeptos a las radicales ideas de Juan Jacobo Rousseau. Este ideólogo francés precursor de los jacobinos, atacó la gran propiedad, reconoció al pueblo el derecho soberano, se pronunció por un Estado que garantizara los derechos democráticos. En América Latina los seguidores de sus preceptos –el Dr. Francia, Morelos, Moreno, Castelli, Carrera, Carbonell-, en general se manifestaron a favor de regímenes republicanos, democráticos y centralistas, con el propósito de llevar a cabo homogéneas y profundas transformaciones revolucionarias en todo el país. Pero muchos de éstos, se apartaron de los postulados jacobinos en lo concerniente a los Resguardos de las comunidades agrícolas indígenas, y las mantuvieron íntegras. En general, estos radicales grupos revolucionarios no pudieron triunfar, porque una correlación de fuerzas adversas –agravada por su rechazo a lograr entendimientos políticos con los burgueses-, impidió que ocuparan de manera definitiva el poder, excepto en un caso.
Entre las posiciones extremas de ambos grupos políticos, se encontraba la burguesía productora agraria (anómala por ser esclavista y producir para el exterior), que había abrazado criterios liberales parecidos a los girondinos franceses. Este grupo -cuyos más relevantes miembros fueron Santander, Estanislao López, Francisco Ramírez, Torre Tagle, López Rayón- postulaba una amplía libertad de comercio y del librecambio. Eran enemigos de la fiscalización gubernamental en la economía y partidarios de subastar las tierras para auspiciar la centralización de la propiedad. Se oponían a cualquier intento de abolir la esclavitud.
A pesar de la importancia que al inicio de la independencia tuvo este grupo criollo, desde muy temprano dicha corriente empezó a perder vigor; sus más lúcidos integrantes comenzaron a separarse de la más ortodoxa aplicación de los preceptos liberales. Francisco de Miranda comprendió que nuestras diferentes estructuras socioeconómicas exigían la adecuación política de las teorías europeas a las realidades latinoamericanas. Y fue quien primero se alejó de las concepciones opuestas a la emancipación de los esclavos. Como resultaba imprescindible incorporarlos a la guerra, Miranda adoptó la pragmática postura de otorgarles la libertad a condición de que se incorporasen a las filas independentistas. Después, hombres como San Martín y Nariño siguieron este ejemplo. En lo concerniente a la tierra, Artigas y Bolívar fueron los únicos que entregaron la arrebatada al enemigo, o la de las colectividades agrícolas indígenas, según criterios ajenos a la subasta y proclives a multiplicar la pequeña propiedad en el agro. Con ambos se constató, que la fortaleza del movimiento patriótico libertador se encontraba directamente vinculada con la profundización del proceso político de justicia democrática. Claro, no perjudicaron ni afectaron los intereses fundamentales de la emergente burguesía, pues respetaron la integridad territorial de las plantaciones y haciendas ganaderas, propiedad de los patriotas.
VIII
Las concepciones favorables al proteccionismo –y contrarias al librecambio- tuvieron su mayor aplicación en el Paraguay, donde los pequeño-burgueses tomaron el poder y dedicaron todas sus fuerzas a la construcción de un Estado Nacional. En ese contexto, una preocupación del gobierno fue la diversificación de la agricultura para producir con destino al mercado interno. Esto se facilitó, porque la mayor parte de la propiedad territorial permaneció en manos del Estado; con los latifundios expropiados a la emigrada oligarquía se crearon las famosas Estancias de la Patria, de posesión estatal. En lo concerniente a las tribus guaraníes se respetó la posesión y cultivos colectivos de los Resguardos, de cuya administración se eliminó a los caciques.
En lo relacionado con las artesanías e incipientes manufacturas, el Estado prohibió la competencia de artículos foráneos para que se desarrollaran las producciones nacionales. De esta forma se comenzó a vigorizar la economía paraguaya, que producía sobre todo para el consumo interno. En ese proceso se produjo una acumulación de riquezas en manos de los mejores productores, quienes transitaron a la clase burguesa. Luego, los integrantes de esta incipiente burguesía nacional hicieron suyos los preceptos liberales. Aunque su puesta en práctica restringió el poderío del Estado, éste no perdió su lugar descollante en la economía. Después fueron expropiados los suelos de las veintiuna comunidades agrícolas guaraníes existentes. Una parte de los terrenos fue arrendada en parcelas a muchos de sus antiguos cultivadores, otra sirvió de base para crear nuevas Estancias de la Patria. El resto fue entregado a los que anhelaban extender sus cosechas destinadas al mercado nacional, que serían cultivadas por la fuerza de trabajo aborigen disponible, debido a la desaparición de sus Resguardos.
En el Paraguay la vida demostró que la burguesía nacional, fuerte en el agro y débil en las manufacturas, aún no tenía la capacidad económica para acometer el importante desarrollo industrial necesitado por el país. Para impulsarlo, dicho sector social implementó el capitalismo de Estado, con cuyo recurso se construyó una impresionante marina mercante nacional, fábricas bélicas con fundiciones de hierro y acero, industrias de implementos agrícolas y componentes de ferrocarril. El esplendor económico del país se reflejó en su comercio exterior; en menos de diez años éste se cuadruplicó, y hacia 1860 más de trescientos buques a vapor atracaban anualmente en el puerto de Asunción.
Otro ejemplo de proteccionismo, aunque de índole circunstancial, tuvo lugar en el Imperio del Brasil, cuando las dificultades experimentadas por el fisco llevaron al gobierno liberal a emitir en 1844 una tarifa con elevados aranceles en las aduanas. A partir de ese momento una pléyade de burgueses se comprometió con el desarrollo industrial del país, y auspiciaron su crecimiento a pesar del impacto negativo de la esclavitud, que restringía la demanda solvente. Así, destacados representantes de la incipiente burguesía nacional llegaron a poseer talleres de fundición y fábricas que incrementaron notablemente sus volúmenes productivos. Pero el control del Estado se encontraba en manos de los plantadores esclavistas, no interesados en el mercado interno; bastó un giro político librecambista en el gobierno, para que los referidos negocios fabriles fuesen afectados. Esto sucedió en 1860, cuando la mencionada tarifa proteccionista fue sustituida por otra más conveniente al sector agro-exportador, que requería de grandes capitales con los cuales comprar más esclavos y tierras para sus cultivos en expansión.
Era ésta la diferencia entre los regímenes del Brasil y el Paraguay, ya que para el gobierno de Asunción, el proteccionismo constituía un recurso fundamental mediante el cual capitalizar los medios de producción y de vida del país, y así transitar a un moderno sistema de producción. Sólo una gran derrota militar podría eliminar el financiamiento estatal a las fábricas y abolir los altos aranceles aduaneros exigidos por la burguesía nacional paraguaya.
IX
En otras partes de América Latina el problema de la construcción de un Estado Nacional –sin excluir la dicotomía proteccionismo Vs. librecambio-, estaba aquejado por la disyuntiva de establecer instituciones federales o centralistas. Así sucedía en la región del antiguo Virreinato del Río de la Plata, donde los ganaderos habían emergido de las luchas independentistas muy fortalecidos. Pero la desvinculación económica entre los distintos territorios, y la incapacidad de cualquier sector de la heterogénea y ascendente burguesía del área para imponerse sobre los demás, provocaron una situación de constantes luchas de todo tipo. El Interior, por ejemplo, deseaba proteger sus producciones y a tal efecto le disgustaba los reclamos de libertad del comercio exigidos por el Litoral; también se oponía a las tendencias librecambistas defendidas por Buenos Aires. El Litoral, por su parte, rechazaba tanto el monopolio mercantil porteño como el proteccionismo del Interior.
En Buenos Aires, los comerciantes porteños sostenían tesis unitarias para imponerles a los demás territorios el obligatorio empleo de su puerto, cuyos ingresos aduaneros no compartían. Además propugnaban el crecimiento del intercambio mercantil con Inglaterra. Pero una parte de los ganaderos bonaerenses estaba vinculada con el negocio de los saladeros, cuyos tasajos se exportaban hacia países con plantaciones esclavistas, lo cual les brindaba cierta independencia con respecto a Inglaterra. Por eso dichos intereses deseaban realizar la unidad nacional argentina mediante un entendimiento con las demás provincias. A esos efectos en 1831 firmaron en Santa Fe un Pacto Federal, que organizó en una descoyuntada asociación a Buenos Aires, Santa Fe, Corrientes y Entre Ríos. Luego todos se aliaron con La Rioja y derrotaron a Córdoba. Pero como el equilibrio entre las áreas debía alcanzarse en lo económico, y no debido a una contienda militar, en 1835 se dictó una Ley de Aduanas. Ésta prohibía la importación de muchos artículos y ratificaba la prohibición de navegar por los ríos del Plata. Entonces las provincias del Litoral se apartaron de Buenos Aires y se acercaron al Uruguay, para emplear el puerto de Montevideo como vía de acceso hacia el exterior. Tuvo lugar entonces una larga guerra, en la cual las tropas federales vencieron y hubo que reconocer la exclusiva jurisdicción de Buenos Aires sobre las vías fluviales del Plata. Pero dado que esta ciudad portuaria se empeñó en suprimir la libre navegación que de hecho existía por los ríos, se gestó entonces una coalición nueva integrada por el Litoral, Brasil y Uruguay, para evitar el dominio bonaerense sobre el estuario del Plata. Finalmente en 1852 Buenos Aires perdió la guerra y los saladeros el poder. Así, el viejo proyecto de construir la unidad alrededor de Buenos Aires caducó. En su lugar surgió el del enriquecido Litoral, cuyo primer peldaño se alcanzó en el propio 1852 al establecerse la Confederación Argentina. Ésta implicaba un esfuerzo muy serio por erigir un Estado nacional a partir de concepciones liberales; la avanzada Constitución de 1853 significaba libre tránsito por los ríos del Plata, reconocimiento de la independencia del Paraguay, supresión de las aduanas internas y nacionalización del puerto bonaerense.
Las provincias del Interior no rechazaron la Confederación porque las leyes proteccionistas defendían en cierta medida sus mercados tradicionales. Pero la anuencia de Buenos Aires era imposible. La burguesía comercial porteña recién había conquistado el gobierno de la provincia y rechazaba todos los objetivos de la Confederación, menos el de crear el mercado nacional. Por eso erigió un poder autónomo y se dotó de una constitución unitaria que le conservaba los privilegios aduaneros.
Durante ese prolongado antagonismo, en contraste con la bonanza económica de Buenos Aires, el Litoral sufría una creciente asfixia mercantil, pues los buques europeos casi nunca atracaban en los puertos confederados. Por ello en septiembre 1861, bajo el empuje de las tropas bonaerenses, la Confederación se disolvió.
La República Argentina heredó el aparato administrativo federal, lo transformó y unió al de Buenos Aires, acercándose a lo que sería el Estado Nacional. Pero los vínculos bonaerenses no tenían la misma fuerza con el Litoral y el Interior; esta última región había preservado en buen grado su dominio sobre los mercados locales, y puesto que la victoria de Buenos Aires eliminaba el proteccionismo, comenzaron las sublevaciones. Contra éstas, el liberal presidente republicano envió su mejor arma, el ferrocarril inglés, acompañado de abundante tropa. Se venció así a las montoneras del Interior, lo cual marcó el surgimiento en 1863 del Estado nacional argentino, caracterizado entonces por una creciente penetración de Inglaterra.
Al Paraguay le llegó el turno después. Cinco años de continuos ataques por sus vecinos –Argentina, Brasil, Uruguay-, financiados y abastecidos por Inglaterra, fueron necesarios para sojuzgar a dicha república. Murieron el noventa por ciento de todos los hombres, y en total las dos terceras partes de la población. En 1870, en los campos y ciudades paraguayas sólo sobrevivía la desolación.
Una situación distinta se desarrolló en Centroamérica, donde había componentes parecidos pero no iguales; allí se enfrentaron los proclives a una Federación, con quienes estaban dispuestos a fraccionar dichos territorios en repúblicas independientes para hacer triunfar sus intereses. En ambos bandos había liberales y conservadores, y tanto unos como otros esgrimieron su ideología como argumento para prevalecer en la lucha. Hasta que la precaria unidad centroamericana, tantas veces intentada, finalmente se quebró.
X
Las Reformas Liberales representaron la continuación de la lucha iniciada con la independencia, por la revolución. Ésta, interesaba tanto a la burguesía, como a los pequeños propietarios, al campesinado servil y a los esclavos. Todos ellos deseaban transitar al capitalismo, pero mediante vías distintas, con diferente costo social.
En México, al comienzo de la vida republicana, los políticos defendían sus intereses –a favor o en contra del cambio- mediante variadas concepciones. Así, en la Constituyente se enfrentaron grupos de intelectuales, de tendencias no muy definidas. Sus debates giraban en torno a temas como "Laissez Faire" y librecambio, la Iglesia, el centralismo, la herencia hispana, el federalismo, los gremios y el proteccionismo. También se discutía sobre los indígenas, que constituían la población mayoritaria del país. Sin embargo, el problema fundamental de la república era la inmovilización de hombres y tierras por los bienes colectivos –Resguardos e Iglesia-, que apartaba del mercado al núcleo mayor de la sociedad, fraccionada además por innumerables aduanas internas. Había que eliminar primero las formas feudales de propiedad y sus relaciones de producción, antes de plantearse el problema del desarrollo económico integral; se requería llevar a cabo una revolución social, pues las inversiones y avances técnicos por sí solos no resolvían el problema cualitativo del país.
La Constitución de 1824 finalmente estableció un sistema federal, con 19 estados y cuatro territorios; se desentendió de muchas cuestiones que remitió a las constituciones estaduales; mantuvo los privilegios jurídicos del clero y los militares; aseguró la protección oficial a la Iglesia Católica –el Patronato se transformó, de Real en Nacional-, y ésta se convirtió así en eficiente aparato burocrático eclesial o brazo del gobierno con funciones jurisdiccionales.
Hasta entonces las actividades políticas mexicanas se habían desarrollado en las logias. En la de los Yorkinos, surgieron individuos que estructuraron una novedosa fuerza ajena a cualquier rito masónico, a la cual denominaron Partido Popular, de tendencia liberal, republicana y federalista. Éstos, en 1832 impulsaron la primera Reforma Liberal a la Constitución. Ese proceso transformador provocó la violenta oposición de la Iglesia Católica, detentora de la tercera parte de las riquezas del país. También hería de muerte al ejército, cuyos gastos absorbían más de la mitad del presupuesto republicano. Entonces curas y militares, bajo el lema de "Religión y Fueros", clausuraron el Congreso y derogaron la legislación liberal. Después centralizaron las rentas que percibían los antiguos gobiernos estaduales y decretaron la obligatoriedad de ser católico.
En contra de la dictadura conservadora muchos en el centro del país se sublevaron. Mientras, en los territorios de la periferia, la repulsa tomó la forma de separaciones temporales, en tanto no se restableciera el sistema federal. Ese procedimiento evidenciaba que no existían vínculos económicos indisolubles entre todas las regiones mexicanas; ellas aún tenían la facultad de separarse o unirse según el grupo que se encontrara en el gobierno. Todavía la república no había alcanzado la suficiente unidad para fundir en un haz indestructible sus diversas partes. Cierto es que en México existía ya una colectividad social históricamente formada, pero al carecer de una importante vida económica común, se evidenciaba que el país no había culminado su desarrollo nacional.
En Texas los acontecimientos tuvieron un desarrollo diferente; los Estados Unidos se anexaron ese territorio en 1845, y a los cuatro meses invadieron México. Al tener lugar esta agresión, el movimiento liberal se lanzó a ocupar el poder en todo el país. Se eligió un nuevo Congreso Federal, que restableció la Constitución de 1824 pero reformada; se estableció la venta por el Estado de los bienes eclesiásticos acogidos a la legislación de las "Manos Muertas", con el fin de recaudar fondos para la defensa de la patria.
Los conservadores retornaron al gobierno por corto tiempo, pues fueron expulsados por quienes en el Partido Liberal enarbolaran el Plan de Ayutla. Entonces triunfó la corriente auspiciada por la pequeña burguesía, que aprobó en 1855 una ley que suprimía los fueros eclesiástico y militar, para someter a los miembros de estos dos grupos a la misma legislación que los civiles. Luego se propuso disolver las fuerzas armadas profesionales para evitar un retorno al pasado. Así, el choque de intereses fue colosal. Los conservadores se levantaron en armas, en tanto el gobierno convocaba a una Asamblea Constituyente mientras simultáneamente decretaba la desamortización de los bienes del clero y las colectividades –fuesen eclesiásticas o civiles-, sin expropiar las tierras; sólo obligaba a sus poseedores a venderlas, pues tenía por objetivo introducir dichos dominios en la circulación mercantil.
La Constitución de 1857 calificó al nuevo régimen como "representativo, democrático y federal". Pero las pugnas entre los liberales fueron incrementándose, hasta desembocar en un entendimiento entre moderados y conservadores contra los pequeño-burgueses, cuya Constitución deseaban derogar. Se inició así una guerra civil de tres años, en la cual Juárez dirigió las fuerzas de la revolución. Ésta: nacionalizó sin indemnización los bienes del clero, para financiar la Guerra de la Reforma; separó la Iglesia del Estado; extinguió las corporaciones eclesiásticas; instituyó el registro civil; dictó la libertad de cultos. Gracias a esas disposiciones se eliminó la base material del poderío clerical en México, pues se estableció la soberanía estatal en todo lo concerniente a la vida del país.
Tras la victoria, el gobierno constitucional ordenó el receso por dos años de cualquier pago, por concepto de pretérita deuda externa o indemnización. La respuesta no se hizo esperar, los representantes de Francia, Inglaterra y España acordaron una agresión contra México, que se inició el 1ro de diciembre de 1861. Mediante negociaciones, el gobierno de Juárez logró la retirada de las tropas de Inglaterra y España. Pero el ejército de Napoleón III continuó hasta imponer en Ciudad México una regencia apoyada por connotados conservadores, el arzobispo, así como algunos moderados que se dejaron seducir por el Archiduque de Austria. El resto de los liberales rechazó traicionar la República y se sumó a la resistencia, hasta triunfar en junio de 1867.
En Centroamérica, los plantadores y comerciantes liberales ocuparon definitivamente el poder durante la octava década del siglo diecinueve. El primer triunfo tuvo lugar en El Salvador, mediante una poderosa insurrección que estalló en abril de 1871. La victoriosa rebelión salvadoreña estimuló a los liberales guatemaltecos, cuyas filas se robustecieron al sumarse la tendencia moderada a la lucha iniciada por los más radicales, que organizaban en el México de Juárez un Ejército de Liberación. Con dicha fuerza armada los revolucionarios cruzaron la frontera y avanzaron hasta Quezaltenango, donde a mediados de 1871 constituyeron un gobierno provisional. Unas semanas después, los insurrectos ocuparon Ciudad Guatemala. Pero los conservadores no aceptaron su derrota, y se alzaron al grito de "Viva la religión" con el respaldo de Honduras. Ese apoyo engendró una guerra que sólo terminó en mayo de 1872, con el definitivo establecimiento en suelo hondureño de un régimen liberal. Éste no tuvo la misma trascendencia que en los países vecinos, pues allí la Iglesia tenía pocas propiedades territoriales y no existían numerosas comunidades agrícolas indígenas.
XI
Gran Bretaña, al independizarse América Latina, era un país que se caracterizaba por la venta de mercancías hacia el extranjero. Por ello de inmediato firmó con los nuevos Estados importantes tratados comerciales. Sin embargo, la superioridad económica de Inglaterra también se evidenció en el control que tenía sobre las finanzas latinoamericanas. Esto se debía a la necesidad de las fuerzas patrióticas de recibir suministros para combatir a las metrópolis ibéricas. Y Gran Bretaña a los insurgentes todo les vendía, mediante empréstitos. Así los emergentes Estados de América Latina –excepto Haití y el Paraguay-, recurrieron a los banqueros de Londres. Después resultó imposible escapar del ciclo infernal, por el aumento de los intereses de la referida deuda externa y los nuevos empréstitos que se sucedieron. Su magnitud en 1833 era mayor que el conjunto de capitales situados en la importantísima industria textil británica, cuyas ventas al extranjero representaban la mitad de las exportaciones de Inglaterra.
En la octava década del siglo XIX el imperialismo inglés era hegemónico en América Latina, en la cual tenía colocado el veinte por ciento de todos sus capitales exportados. Dicho monto se componía de empréstitos -Perú, Brasil, Argentina- e inversiones directas, cuya mitad se encontraban en Argentina y Brasil. En 1885 el total británico invertido en nuestro subcontinente ascendía a ochocientos treinta y cinco millones de dólares, de los cuales el cincuenta por ciento se encontraba en Argentina, Brasil y México.
Francia, a dos años de la fracasada aventura de Napoleón III en México, realizó su primera operación financiera de envergadura en América Latina. Se trataba de la compañía Dreyfus Fréres, que en 1869 firmó con Perú un trascendente contrato de consignación concerniente al guano, codiciado fertilizante natural. Luego la Dreyfus, asociada con otra compañía, suscribió un préstamo con Honduras. Pero el ascendente influjo francés en Latinoamérica se detuvo a consecuencias de la guerra franco-prusiana.
El regreso de Francia a sus actividades económicas en América Latina tuvo lugar en el segundo lustro de la propia década, cuando se organizó una empresa que dirigía Ferdinand de Lesseps, prestigioso constructor del Canal de Suez. Éste proponía construir una vía interoceánica sin esclusas entre el Pacífico y el Caribe, por el istmo panameño.
De forma complementaria al empeño canalero, Francia se lanzó a una política prestamista en el área del Caribe. Pero su espejismo caribeño se derrumbó por donde mismo había comenzado; el anuncio en 1889 de la quiebra de la novedosa compañía canalera provocó un escándalo que llevó a Lesseps a la cárcel, y paralizó las obras en Panamá, donde la economía se estancó. Entonces el gobierno de París decidió labrarse un verdadero imperio en otras partes del mundo aunque mantuvo sus tres pequeñas colonias caribeñas y su hegemonía en Haití.
El capital alemán primero hizo su aparición en Guatemala, donde estableció una moderna empresa eléctrica y construyó un ferrocarril. Más tarde, en Perú –una vez concluida la Guerra del Pacífico-, los inversionistas alemanes adquirieron las devastadas plantaciones de la costa. También a Chile le otorgaron préstamos durante la presidencia de Balmaceda. Después los alemanes apoyaron la exitosa rebelión de los terratenientes negros del norte haitiano, lo cual les permitió irrumpir con su banca y comercio en ese país. Entonces el mercadeo alemán era especialmente fuerte en el Río de la Plata, sobretodo en Uruguay, donde se utilizaba Montevideo como centro re-exportador hacia Sudamérica. A la vez la banca alemana se estableció en Perú, y en 1908 lo hizo en Brasil. Así, al estallar la Primera Guerra Mundial, la presencia del imperialismo germano en América Latina estaba en rápido incremento. Dichos capitales tenían especial importancia en Argentina y Brasil, mientras ocupaba ya el tercer lugar por el volumen de su intercambio comercial con la región.
Estados Unidos, una década después de finalizar su Guerra Civil, sostenía débiles vínculos económicos con América Latina. A ella, en 1875 le compraba el doble de lo que le vendía, y allí invertía poco y lentamente. Ese proceso se limitaba a las actividades de contados individuos, que aventuraban en Centroamérica sus escasos capitales. Impulsaban de esa forma la interconexión de las diversas redes ferroviarias en la región ístmica, entre sí y con México, para extraer con facilidad los anhelados productos tropicales cultivados en las plantaciones que se establecían en la cuenca del Caribe. Entre los frutos más deseados sobresalía el banano, cuyo comercio empezaba a controlar la Boston Fruit Co., que pronto operó también en Jamaica, Santo Domingo y Cuba. Esta colonia insular española se había convertido en el principal mercado exterior de Estados Unidos, pues de ella obtenía sus importaciones azucareras. Por eso la industria norteamericana refinadora de la sacarosa –en proceso de monopolización- había comenzado a colocar sus dineros en la isla, que en 1895 absorbía ya cincuenta millones de dólares. Dicha cifra en América Latina sólo se ubicaba detrás de las inversiones estadounidenses en México.
El salto de calidad que para Estados Unidos representó la dominación de Cuba y Puerto Rico, tras su corta y victoriosa guerra contra España, estimuló que en 1899 se organizara la United Fruit Co. (UFCO), la cual estructuró sus intereses en el Caribe de forma monopolista. Surgía el poderoso imperialismo estadounidense.
XII
En América Latina, una vez que la burguesía agro-minera exportadora liberal se adueñó del poder político, vigorizó su alianza con los capitales imperialistas. Contra esa hegemonía dual, la lucha sólo podía ser dirigida por la ascendente burguesía nacional, cuyas producciones autóctonas rivalizaban en el mercado interno con las mercancías importadas. Pero las fuerzas de ese emergente sector social urbano eran insuficientes para triunfar por sí solas; necesitaban algún acuerdo con la incipiente clase obrera de las ciudades. Entonces, quienes representaban los intereses de las manufacturas nacionales diseñaron políticas de compromiso tácito con los asalariados, para mejorar sus condiciones de vida; confiaban que el respaldo de los trabajadores les facilitaría dominar las instituciones estatales. Pero una vez controladas éstas, los nuevos gobernantes no podían oponerse en bloque a todos los imperialismos; por ello se acercaron a Francia y Alemania, para con su interesada ayuda rechazar el asfixiante dominio de Inglaterra. Así, sólo tres lustros después de la horrible derrota del Paraguay, en América Latina surgió el reformismo populista –conciliador de clases- de la burguesía nacional.
La primera manifestación de esta política tuvo lugar en Chile, debido a las consecuencias de la Guerra del Pacífico; entonces se amplió súbitamente el mercado interno, donde había una importante burguesía nacional y un numeroso proletariado minero. Dichos intereses, recogidos por el Partido Nacional –apoyado por la fracción progresista del Liberal-, en 1886 eligieron a la presidencia a José Manuel Balmaceda. Éste proyectaba implantar el proteccionismo arancelario, nacionalizar el salitre y los ferrocarriles, establecer el capitalismo de Estado industrializador, apoyar los pequeños y medianos negocios, crear un Banco Nacional en manos del gobierno para trazar una adecuada política monetaria. Pero apoyada por Inglaterra, la burguesía minero-exportadora chilena que dominaba el Congreso, se opuso a su gestión. El choque de esos intereses contrapuestos, que al principio se manifestaba como una pugna política entre los poderes ejecutivo y legislativo, pronto se transformó en sangrienta guerra civil. Hasta que las vencedoras fuerzas retrógradas entraron en la capital y Balmaceda se suicidó.
En Uruguay muchas artesanías se habían metamorfoseado en manufacturas. Así, en 1883 existían más de trescientas fábricas propiedad de nacionales, cuyos intereses defendía José Battle Ordoñez. Este político en el Partido Colorado dirigía la tendencia defensora del mercado interno, la cual triunfó en los comicios del fin de siglo e inauguró un período de reformas. Surgió entonces el Banco Central, que trazó la política monetaria de la república; se estatizó la empresa eléctrica de la capital; se suprimieron los derechos de aduana para importar medios de producción; se elevaron los aranceles para evitar la competencia foránea. Después, en 1903, Battle intentó realizar alguna reforma en el sistema de propiedad agraria, para ampliar el mercado interno. Pero la insurrección de los grandes ganaderos del Partido Blanco, aunque derrotada, lo convenció de abandonar ese rumbo. Luego, con el propósito de calmar cualquier intranquilidad obrera, se dictaron algunas leyes sociales. Más adelante, como un primer paso en el surgimiento de un poderoso capitalismo de Estado, se instituyó el Banco de Seguros; se estatizó el Banco Central, cuyas funciones se ampliaron; se nacionalizó el Banco Hipotecario. Después, financiada por el gobierno, se auspició la industrialización del país. Se monopolizó la producción de energía eléctrica en las “usinas” del Estado, y también todo el cabotaje por las extensas costas uruguayas; se estatizó buena parte de los muelles del puerto de Montevideo; se comenzó a formar la red de ferrocarriles estatal mediante la compra a los ingleses de distintos ramales; se nacionalizó el suministro de agua a hogares e industrias. Todo ello se reflejó en la novedosa Constitución de 1918.
En Argentina en los comicios presidenciales de 1916 triunfó Hipólito Irigoyen, candidato del partido Radical, respaldado por la ascendente burguesía nacional, la pequeña burguesía urbana y rural, así como por elementos del proletariado. Desde el ejecutivo, Irigoyen rebajó la jornada laboral; creó jubilaciones; estableció el pago en moneda nacional. Durante su mandato las industrias argentinas aumentaron sus producciones y se crearon nuevas fábricas. Pero ello se debió más a la merma de las importaciones a causa de la Primera Guerra Mundial, que al establecimiento de aranceles proteccionistas. Por eso al terminarse dicho conflicto, las aduanas argentinas no estaban cerradas para las baratas mercaderías foráneas. Entonces éstas regresaron en abundancia, y arruinaron a muchos productores de la república. Se debilitó así la burguesía nacional, mientras la pequeña y mediana burguesía agropecuaria exportadora se fortalecía, lo cual propició que se escogiera como nuevo presidente a un defensor de la doctrina del “laissez faire”. A partir de 1922 se vieron las consecuencias de esta política; cerraron industrias locales, bajaron los salarios, se multiplicó el desempleo.
En México en 1876, bajo los auspicios de la alta burguesía –comercial y agro-exportadora-, el general Porfirio Díaz realizó un golpe de Estado inspirado en las prédicas positivistas de Spencer. Entonces se conformó un llamado gabinete de los "científicos" que tomaba las luchas sociales y de clase como manifestaciones reaccionarias, provocadas por agitadores ajenos a los humildes y explotados.
El porfiriato, para eternizarse, tergiversó las leyes de la Reforma en beneficio exclusivo de la cúspide burguesa; las ordenanzas porfiristas de 1883 organizaron en México "compañías deslindadoras" para delimitar tierras baldías, eclesiásticas, realengas y ponerlas a producir para la exportación. En pago estas empresas recibían la tercera parte de los dominios mesurados. Y una vez acabados los suelos estatales y de la Iglesia, se lanzaron sobre los Resguardos. En resumen, estas compañías recibieron gratis dos millones setecientas mil hectáreas, y compraron a precios ínfimos catorce millones ochocientas mil más. También muchos ricos propietarios agrandaron sus ranchos y haciendas, y bajo los preceptos del positivismo, especializaron sus producciones para el mercado exterior. Pero a finales de siglo en este país también se había producido el surgimiento de la burguesía nacional, formada por intereses vinculados exclusivamente al mercado interno. La importancia de su aparición se comprende, al saber que entre 1886 y 1907 las inversiones de los mexicanos en las diversas ramas industriales superaron a las de los extranjeros. Ese innegable desarrollo acarreó la existencia de unos doscientos mil obreros industriales, frente al medio millón de artesanos que sufría –cada vez con más fuerza- la concurrencia de las producciones originadas por la burguesía nacional. Pero ese atropellado crecimiento económico, la injusticia generalizada, los intentos de Porfirio Díaz por continuar en el poder, condujeron a la Revolución Mexicana.
El estallido se inició en noviembre de 1910, cuando alrededor del Plan San Luis de Potosí concebido por Francisco Madero, se nucleó el descontento de la mayoría de la nación. Pero el problema de la revolución no consistía tanto en derrocar al viejo régimen como en determinar cuál grupo, clase o coalición social emergería triunfadora después.
La primera etapa de la lucha terminó al negarse el ya presidente Madero y los latifundistas, a legitimar el agrarista Plan de Ayala esgrimido por Emiliano Zapata. El asesinato de Madero en 1913 inició los empeños por regresar al porfirismo. Se rebeló entonces Venustiano Carranza, cuyo constitucionalismo tampoco reconocía el problema campesino. Por ello la masividad de esa tendencia sólo se alcanzó tras el Pacto de Torreón –julio de 1914-, cuando Pancho Villa impuso a los carrancistas la práctica de repartos agrarios entre los desposeídos, y la convocatoria a una Convención en Aguascalientes. En ese evento, que inauguró la tercera etapa de la Revolución, también participó una delegación zapatista, cuyo Plan agrupó a los campesinos y elementos progresistas. Y en noviembre de 1914 los ejércitos de Villa y Zapata entraron en Ciudad México. Pero la incapacidad campesina de gobernar, evidenció que bajo su exclusiva dirección la revolución social no podía alcanzar un definitivo triunfo. Además, en México, el proletariado carecía de una conducción organizada y capaz, susceptible de aliarse con los campesinos y marchar hacia la victoria. Entonces la dirección burguesa emitió la primera ley agraria de carácter oficial –enero de 1915-, y constituyó los “batallones rojos” con proletarios, cuya clase al mismo tiempo recibió algunas mejoras. Con esos efectivos, en la cuarta etapa se venció a los ejércitos campesinos. Después el gobierno dispuso la disolución de los “batallones rojos”, cuando los principales núcleos obreros convocaron en julio de 1916 a la primera huelga general en la historia de México.
En el Congreso Constituyente de Querétaro, los asambleístas se escindieron en progresistas –encabezados por Álvaro Obregón- y moderados, acaudillados por Carranza. Los primeros resultaron vencedores al imponer en la Constitución de 1917 la prohibición del latifundio y la propiedad nacional del subsuelo. En definitiva, los principios de la nueva constitución mexicana establecían que los intereses de la sociedad estaban por encima de los individuales, y no a la inversa. Por eso, aunque la esencia de la Carta Fundamental era burguesa, el documento resultaba democrático y nacionalista.
XIII
La Primera Guerra Mundial y sus consecuencias alteraron la correlación de fuerzas en América Latina y en el orbe. Pero el principal acontecimiento vinculado con dicha conflagración fue –a fines de 1917-, la Gran Revolución Socialista de Octubre en la antigua Rusia zarista. Dicho triunfo estremeció a la clase trabajadora en Latinoamérica y a su movimiento anarcosindicalista, así como a los pocos adeptos al socialismo que había en la región.
Por su parte, el derrumbe en 1929 de la Bolsa de Valores en Nueva York inició la mayor crisis cíclica en la historia del capitalismo. En sólo cuatro años la producción industrial del mundo cayó en un treinta o cuarenta por ciento. Y las inversiones de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos en los países colonizados y dependientes mermaron. Durante ese cuatrienio (1929-1933) el comercio mundial se redujo en una cuarta parte de su previo volumen físico, y los precios de lo que se negociaba cayeron en un treinta por ciento respecto a cotizaciones anteriores; en total, el valor del tráfico internacional mermó en más del cincuenta por ciento, en relación a sus niveles precedentes. Era vital comprender que en los Estados dependientes la crisis había llegado por medio del comercio exterior, no tenía carácter interno.
A partir de entonces, en los países de América Latina donde la burguesía nacional había alcanzado un mayor desarrollo relativo, los gobiernos abandonaron las prácticas reformistas y se empeñaron en impulsar políticas antimperialistas. Surgió así el nacionalismo burgués populista.
En Brasil, las consecuencias de la Crisis de 1929 y un gran fraude electoral, provocaron la insurrección de Getulio Vargas junto a los llamados “tenentistas”, o ex-oficiales rebeldes. Esta poderosa sublevación se extendió por todo el país y en treinta días triunfó. Pero Getulio se atemorizó ante las perspectivas revolucionarias que muchos “tenentistas” imprimían al régimen, y buscó un entendimiento con la burguesía agro-exportadora; convocó a un Congreso Constituyente, abandonó la política restrictiva a las exportaciones de café y orientó comprar en moneda nacional –íntegramente- las cosechas del néctar negro. Por su parte, las instancias estatales captaban las divisas procedentes de las exportaciones y con ellas impulsaban la industrialización del país, cuya economía creció entre 1930 y 1937 al espectacular ritmo de 11,2 por ciento anual. Luego se plasmó un compromiso entre la burguesía agro-exportadora, la nacional y los pequeño-burgueses en la nueva Constitución de 1934, que establecía la progresiva expropiación de las inversiones foráneas.
En 1937 Vargas anunció el surgimiento de un “Estado Novo”, de carácter nacionalista, diseñado para fortalecer a la burguesía industrial; la relativa debilidad de dicho grupo social necesitaba que se impusiera un sistema autoritario y centralista. Entonces se eliminaron las autoridades estaduales, se liquidaron las aduanas internas y se erigió un poderoso capitalismo de Estado. Se conformaron así los famosos “entes” –con empresas nacionalizadas y de nueva creación-, en sectores como el acero, la energía, los transportes, yacimientos minerales. En poco tiempo –hacia 1940-, debido al éxito económico de esa política, los bienes de capital representaban ya el treinta y ocho por ciento de la producción fabril brasileña, y las filas del proletariado industrial comprendían a seiscientas mil personas.
En 1945, un golpe de Estado militar estimulado por la vieja oligarquía exportadora y los incipientes monopolios industriales, derrocó a Vargas. El nuevo presidente del Brasil abrió las puertas del país a la inversión del capital extranjero, mayormente estadounidense.
Un lustro de gobierno antidemocrático fue suficiente para que Vargas volviera a ocupar la presidencia, a principios de 1951. Entonces se decretó que los inversionistas extranjeros sólo podrían extraer del país el diez por ciento de sus ganancias; se creó Petrobras o monopolio estatal encargado de importar, extraer y refinar el llamado oro negro; se propuso el Plan Salte. Éste contemplaba una Reforma Agraria y diseñaba el proyecto de Electrobras, que otorgaba al Estado el monopolio de la energía. Pero a esta política gubernamental que provocó el descontento de los círculos monopolistas del país, se sumó la reducción -en sus tres cuartas partes- de la cuota brasileña de exportación de café a Estados Unidos, lo cual lanzó a la burguesía agro-exportadora contra la política nacionalista.
En México, la gran depresión iniciada en 1929 golpeó con rudeza la economía; en un año el producto interno bruto descendió un doce y medio por ciento. Crecía entonces con rapidez el descontento en el campo. Aunque las haciendas privadas superiores a las diez mil hectáreas ocupaban más de la mitad de la superficie nacional, en 1932 se proclamó concluida la Reforma Agraria en nueve Estados de la federación. Semejante política liquidó cualquier vestigio de alianza entre el campesinado y la gobernante burguesía rural.
En 1934 la candidatura presidencial de Lázaro Cárdenas triunfó, auspiciada por el sector industrial de la burguesía nacional y la pequeña burguesía urbana, que impulsaban una política de entendimiento con el proletariado. El campesinado, sin embargo, obtuvo el mayor desvelo gubernamental, por la importancia de profundizar la reforma agraria para el restablecimiento de la paz social en los campos. Esto, al mismo tiempo, ampliaría el mercado interno para la burguesía industrial. A tal efecto se dictó un Código Agrario, según el cual los ejidos deberían convertirse en unidades económicas no fraccionables y operar como modernas cooperativas, con acceso a regadíos y entrega de parcelas a jornaleros o peones. A los dos años la Reforma Agraria fue radicalizada, al expropiarse las haciendas dedicadas a cultivos comerciales, cuyas tierras debían permanecer como entidades colectivas indivisibles. El conjunto de esas medidas permitió que más de dieciocho millones de hectáreas fueran entregadas al campesinado en el sexenio de Cárdenas, de las cuales casi la mitad pasaron al sector ejidal.
El capitalismo de Estado experimentó en esos años un considerable desarrollo, al adquirir la República importantes ferrocarriles propiedad de extranjeros. Las inversiones estatales se multiplicaron y el sector público se fortaleció aún más al expropiarse en 1938 el petróleo, hasta entonces monopolizado por diecisiete compañías de Inglaterra y Estados Unidos.
En Argentina, Perón fue electo a la presidencia en 1946. Su gobierno eliminó las inversiones extranjeras; nacionalizó el Banco Central así como los ferrocarriles, electricidad, puertos, transportes urbanos. También impulsó la marina mercante nacional, constituyó las Aerolíneas Argentinas, creó el Instituto Argentino de Promoción e Intercambio. Luego se emitió la Constitución de 1949, en cuyos acápites se planteaban conceptos referentes a la función social de la propiedad y del capital en la actividad económica; asimismo otros capítulos hablaban de la estatización de los servicios públicos, las fuentes de energía y los yacimientos minerales. Dos años más tarde se concluyó el Primer Plan de Desarrollo Económico, y culminó el proceso de sustitución de importaciones al producir las industrias del país todos los bienes de consumo necesitados. Entonces se tenía que transitar a la exportación de dichas manufacturas criollas o hacia el desarrollo de la industria pesada. Y dado que vender en el extranjero era más difícil que impulsar el sector I de la economía, Perón decidió lo último. Pero los bajos precios a sus exportaciones, frustraron la posibilidad de financiar con recursos propios la industria pesada argentina. El régimen se vio entonces en una situación muy difícil; carecía de divisas, faltaba el petróleo, no había créditos internacionales.
Perón entonces se apoyó en la pequeña y mediana burguesías, así como en sectores del proletariado. Por eso su gobierno trató de impedir que los incipientes monopolios argentinos –que en 1954 ya controlaban el 20 por ciento de la producción industrial- arruinaran a sus débiles contrincantes o aumentaran la explotación de la fuerza de trabajo asalariada. Con ese objetivo se impusieron controles de precios y salarios, y se buscaron nuevas posibilidades al comercio exterior argentino en los países socialistas.
El presidente también decidió mejorar sus relaciones con Estados Unidos. Por ello reglamentó que las empresas foráneas podrían repatriar hasta el 8 por ciento de sus utilidades anuales. La nueva política no satisfizo a nadie; la oligarquía agro-exportadora liberal, así como los emergentes monopolios argentinos aglutinados en la derecha justicialista, consideraron insuficiente esa medida. En tanto, los obreros así como la pequeña y mediana burguesías, no sólo la consideraron excesiva sino que pidieron al régimen su radicalización.
Entre la perspectiva de movilizar a las masas, o doblegarse ante la oligarquía y el imperialismo, Perón no escogió. Era nacionalista, pero no deseaba que se realizara un proceso revolucionario, lo cual sería la consecuencia lógica de armar a los humildes y desposeídos. Y esa era la única vía para vencer los levantamientos militares, que se sabía preparaba la reacción.
En Argentina, –como en México y Brasil- el proceso de sustitución de bienes de consumo importados por las producciones autóctonas, culminó a principios de la década del cincuenta. Entonces los logros de la burguesía nacional se trocaron en dificultades, pues los mercados internos estaban saturados. A su vez, la caída de los precios mundiales de las exportaciones latinoamericanas, provocó en el sub-continente –en sólo seis años a partir de 1951- un déficit de treinta y cinco mil millones de dólares a favor de Estados Unidos. Esto frustró la posibilidad de desarrollar la industria pesada con los exclusivos recursos financieros internos de cualquier país de la región. A partir de entonces la competencia entre los capitalistas de cada república se incrementó. Numerosos pequeños y medianos productores quebraron, y se aceleró el proceso que centralizaba las riquezas y concentraba la producción. Con el objetivo de retrasar la ruina de los más débiles fabricantes, algunos regímenes nacionalistas promovieron tratados de unión económica con los Estados vecinos. Sin embargo los gobiernos que respondían a la burguesía nacional pronto descubrieron, que ir más allá del territorio propio resultaba una tarea muy difícil; los capitales latinoamericanos no podían competir con los consorcios imperialistas, que hacía tiempo dominaban la mayoría de los mercados del sub-continente.
Los cambios estructurales en la producción condicionaron la creciente importancia de las grandes empresas, que empezaron a obtener super-ganancias, lo cual enfatizó la concentración del capital. Al mismo tiempo, los proyectos de ampliar las industrias requirieron tales magnitudes de inversión, que resultaba imprescindible centralizar mayores capitales. Entonces los mayores industriales se asociaron con los grandes bancos. La fusión de ambos capitales facilitó que unas pocas compañías empezaran a controlar gran parte de las inversiones en las principales ramas, con lo cual se eliminó la libre competencia. En los países latinoamericanos de mayor avance capitalista se inició así el surgimiento de los monopolios criollos. Pero en América Latina el crecimiento de la industria se había producido de manera preponderante en el Sector II, dedicado a los bienes de consumo. Los empeños por hacer brotar fábricas de medios de producción sólo habían alcanzado relativo éxito; los problemas de tecnología y financiamiento representaban valladares casi insuperables.
A fin de continuar su proceso de crecimiento, los monopolios criollos anhelaban asociarse con las trasnacionales y vender en otros mercados, por eso, retiraron su respaldo a los gobiernos nacionalistas burgueses, que periclitaron. Así, en México, el Partido Revolucionario Institucional a partir de 1952 comenzó a favorecer a la tendencia monopolista. En Brasil, tras el suicidio de Vargas, el país se abrió a los capitales extranjeros. Argentina –tras el exilio de Perón- se convirtió en miembro preterido del Fondo Monetario Internacional, se adhirió a los Convenios de Bretton Woods y comenzó a liberalizar su economía.
XIV
El triunfo de la Revolución Cubana el 1 de enero de 1959, significó un gigantesco paso de avance en la historia de América Latina. Tras la Victoria de las fuerzas rebeldes –encabezadas por Fidel Castro- se llevaron a cabo transcendentales cambios socioeconómicos y políticos; se intervinieron las propiedades malversadas por los antiguos gobernantes, se rebajaron los alquileres para luego entregar los inmuebles en pertenencia a sus inquilinos, se dictó una ley de Reforma Agraria que expropió los latifundios e hizo surgir junto a las pequeñas fincas campesinas a cooperativas y granjas estatales, se metamorfosearon los cuarteles en escuelas, se fundaron milicias –de obreros, campesinos, estudiantes e intelectuales-, se nacionalizaron los bancos y compañías extranjeras, se estatizaron cuatrocientas empresas de criollos, se constituyeron en los barrios Comités de Defensa de la Revolución, y se llegó así a establecer una sociedad de carácter socialista. En su contra, Estados Unidos suspendió el suministro de combustible a la isla, prohibió la venta de su azúcar en el tradicional mercado norteamericano, impuso un bloqueo económico absoluto, alentó la organización de atentados y sabotajes, y equipó a grupos de insurrectos contrarrevolucionarios. El fracaso de estos empeños por la firmeza revolucionaria del pueblo cubano así como por la ayuda de la Unión Soviética, indujo a Estados Unidos a preparar la invasión mercenaria ocurrida en abril de 1961. Sin embargo, la batalla de Playa Girón se convirtió en otra gran victoria de la Revolución.
En América Latina, la Revolución Cubana influyó mucho en las conciencias de los más audaces; entendían que amplias perspectivas de liberación se abrían para millones de humildes y desposeídos, cuya lucha podría terminar con la opresión. Y hubo quienes de inmediato se lanzaron al combate guerrillero, cuyo mejor ejemplo ha sido Ernesto Che Guevara. También surgió entonces el nacionalismo revolucionario entre los militares que deseaban hacer más democráticas y justas sus respectivas sociedades. Sucedió así con Francisco Caamaño en República Dominicana, quién derrotó en 1965 los intentos de restablecer el trujillismo, y como presidente combatió la invasión estadounidense opuesta al constitucionalismo. En Panamá, Omar Torrijos y otros oficiales censuraban la represión contra quienes protestaban por la presencia de Estados Unidos en la Zona del Canal. Por ello, en 1968 tomaron el poder y con éxito reivindicaron la soberanía nacional sobre la estratégica vía interoceánica.
En Perú, Juan Velasco Alvarado –octubre de 1968- instituyó el gobierno de la Fuerza Armada, y llamó a la ciudadanía a rescatar la dignidad nacional “violada por el imperialismo”. De inmediato el ejército ocupó los yacimientos petrolíferos de La Brea y Pariñas, y sin pago alguno los revirtió al patrimonio estatal. Se iniciaba así el cumplimiento del llamado Plan Inca, diseñado por los generales “cholos” (mestizos) para revolucionar la sociedad. Después se dictó una radicalísima ley de reforma agraria, que terminó con la injusta tenencia de tierra mientras preservaba la integridad de las grandes unidades productivas. Luego se expropiaron los consorcios norteamericanos. Éstos fueron integrados al pujante capitalismo de Estado, que llevaba a cabo más del 50 por ciento de las inversiones en el país; había medio centenar de importantes empresas totalmente públicas en actividades de petróleo, hierro, electricidad, siderurgia, ferrocarriles, comunicaciones, aviación. Y otras cien tenían participación estatal sobre la mitad de su propiedad. La banca y el comercio exterior tampoco escaparon al dominio del Estado.
Las transformaciones nacionalistas trascendieron el carácter democrático y burgués, cuando en mayo de 1974 Velasco Alvarado anunció nuevas leyes sobre la propiedad. Uno de dichos decretos reestructuraba la economía y convertía al Estado en su pivote principal, preservando bajo su control los servicios básicos y las mayores industrias. Otro decreto, sobre la prensa, entregaba los diez principales periódicos a diversos sectores laborales del país. Esas disposiciones traspasaban los límites de lo tolerable para la burguesía, que entonces se incorporó al campo de la oposición. Frente a ese reaccionario peligro, los proclives al progreso se encontraban divididos. No existía una fuerza política común que los aglutinara, ni tampoco los asalariados estaban unificados en una organización sindical. Y el poder seguía siendo militar, con la verticalidad jerárquica tradicional de las fuerzas armadas cuyos efectivos no habían sido depurados; sólo en la cúspide había un grupo de radicales “generales cholos” decididos a revolucionar la sociedad. En esas circunstancias el general Juan Velasco Alvarado enfermó de gravedad. Entonces grupos moderados de la oficialidad llevaron a cabo un sutil golpe de Estado, desplazaron a sus colegas de izquierda, eliminaron cualquier limitación al “gran capital”, frenaron la reforma agraria –en seis años se habían repartido siete millones de hectáreas-, re-privatizaron muchas empresas, derogaron el novedoso estatuto de la prensa, reprimieron protestas obreras.
En Chile, hacia 1970, la industria transformadora producía la cuarta parte del producto bruto nacional, y por su importancia económica se situaba inmediatamente detrás del cobre. En esa época, la burguesía nacional chilena dejaba de existir ante el vigoroso empuje de los emergentes monopolios criollos. Además, los gobiernos de turno imprimían al capitalismo de Estado un rumbo acorde con los deseos del sector monopolista. Sin embargo en el país existía todavía una importante burguesía media, cuyos treinta y dos mil establecimientos recibían poco menos de un tercio de las mencionadas ganancias, y había también unos veintidós mil pequeños propietarios que a duras penas alcanzaban el 4 por ciento de los referidos beneficios. El resto de la población estaba compuesto en un 45 por ciento de proletarios. La agricultura aportaba un escaso 10 por ciento al producto nacional bruto, y el 73 por ciento de las tierras pertenecían a sólo tres mil trescientos propietarios.
El revolucionario programa electoral de la Unidad Popular con Salvador Allende al frente, aportaba una concepción novedosa sobre la transformación de la sociedad, pues proponía el surgimiento de tres áreas de propiedad bien diferenciadas: la social, la mixta y la privada. En la primera se englobarían las empresas estatales de la CORFO así como todos los monopolios criollos y extranjeros que fuesen nacionalizados, además de las riquezas básicas y el comercio exterior. Esto significaba estatizar monopolios y transnacionales, que por sí solos producían el 50 por ciento del producto global bruto. Los sectores donde operaba la burguesía media serían considerados como “mixtos”, pues en ellos también podrían funcionar dependencias del Estado. En cambio, el “área privada” de la economía sería de la exclusiva competencia de los pequeño-burgueses. El proyecto político de la UP contemplaba también acelerar la reforma agraria, afectando las grandes propiedades particulares con el propósito de establecer sobre ellas formas cooperativas de producción, y a la vez reorganizar a los minifundistas y defender las comunidades indígenas mapuches. Con ese programa electoral Salvador Allende ocupó la presidencia el 4 de noviembre de 1970.
De inmediato se expropiaron trescientos cincuenta grandes latifundios que abarcaban tres millones y medio de hectáreas, se amplió el área de propiedad social, se nacionalizó todo el cobre –que producía el 10 por ciento del producto nacional bruto y obtenía las tres cuartas partes de las divisas-, y se logró un 12 por ciento de crecimiento industrial en el primer año de la nueva gestión gubernamental. Pero entonces un bloqueo silencioso fue iniciado por Estados Unidos contra Chile. A la vez, en el Congreso Chileno la derecha impedía que se aprobara la ley de las tres áreas de la economía; se acusaba al presidente de actuar por encima de la legalidad y querer estatizarlo todo.
En los comicios parciales de marzo de 1973 la Unidad Popular obtuvo el 44 por ciento de los votos, esto convenció a muchos en el ejército de que los procedimientos constitucionales no servirían para detener el proceso de transitar a otra sociedad. Por ello los más apresurados generales-traidores promovieron que unidades blindadas del regimiento Tacna llevaran a cabo un fallido intento de golpe militar. A pesar de esto, el gobierno insistió en dejar incólume los mandos y estructuras de las fuerzas armadas. Entonces toda la reacción se sintió segura y pasó a la ofensiva; fue asesinado el edecán presidencial, se obligó a renunciar al jefe constitucionalista del ejército. Hasta que el 11 de septiembre de 1973 se produjo el ataque al Palacio de la Moneda, donde el presidente Salvador Allende murió con un arma en las manos.
Se evidenció así que la Unidad Popular no tenía un plan de lucha para defender a su gobierno, lo cual posibilitó la rápida victoria de los conjurados. Luego tuvo lugar la más brutal y sangrienta represión.
XV
Desde el triunfo de la Revolución Cubana, Estados Unidos comenzó a buscar una alternativa burguesa para América Latina. Y el primer paso importante lo dio en septiembre de 1960, cuando en la Conferencia de Bogotá anunció su nueva política de colaboración entre el capital imperialista y las compañías criollas.
Dichos proyectos alcanzaron mayor envergadura cuando en agosto de 1961 el gobierno estadounidense propuso la llamada Alianza para el Progreso, basada en un programa liberal reformista que tenía por objetivo modernizar el capitalismo latinoamericano.
Era una política inteligente, inspirada en la idea de frenar el ascenso revolucionario en el sub-continente; la victoria cubana había despertado el temor de que ese acontecimiento se reprodujese en otro país. Por ello el presidente John F. Kennedy ofreció una ayuda económica de veinte mil millones de dólares.
En aquella época las repúblicas latinoamericanas no conocían la deuda externa, y de los dieciocho mil millones de dólares situados en ellas por los extranjeros, el 75 por ciento pertenecía a inversionistas norteamericanos, que en los diez años siguientes colocaron cuatro mil millones de dólares más. En definitiva, en 1975, las inversiones estadounidenses en América Latina representaban el 64 por ciento del total situado por los Estados Unidos en los países subdesarrollados.
Entonces un rasgo novedoso de la exportación de capital norteamericano era, la creciente participación del Estado imperialista en dicha actividad. Otras manifestaciones nuevas en la exportación del capital fueron el incremento de las “inversiones en cartera” así como el de los créditos a las ventas hacia el exterior. Debido a ambas modalidades, en 1975 sólo el 36 por ciento del total de capitales estadounidenses colocados en nuestro sub-continente correspondió ya a inversiones directas.
Esto condujo al gobierno de Estados Unidos a emplear a organizaciones financieras supranacionales dominadas por ellos –Banco Internacional de Desarrollo y Fondo Monetario Internacional-, en sus empeños por mantener el control sobre nuestras economías. Así, el FMI se dedicó a imponer programas llamados de “estabilización fiscal”, que en realidad implicaban la reforma o abolición de las reglamentaciones aduaneras y monetarias, antes de otorgar los préstamos solicitados.
Con la apertura de nuevos sectores económicos latinoamericanos a los capitales extranjeros, éstos se dirigieron de manera preferente hacia los grandes países que en la región producían manufacturas. Por eso en 1975, el 73 por ciento de los dineros colocados en esa esfera se encontraban en Brasil, México y Argentina, que fabricaban en conjunto el 78 por ciento de la producción industrial de América Latina.
A lo largo de la década del sesenta, en los países latinoamericanos de mayor desarrollo relativo, comenzó la puja por el predominio de la oligarquía financiera criolla. Al saturarse la demanda solvente interna, los representantes de las grandes industrias ya fusionados con los principales bancos, deseaban que los gobiernos sirvieran a sus intereses monopolistas privados, y les permitieran asociarse con las poderosas empresas estatales. A partir de la formación del capitalismo monopolista de Estado los funcionarios estatales se supeditaron a los intereses de la oligarquía financiera. Esto permitió que instancias de las repúblicas, importaran capitales para ofrecerlos abundantes a los monopolios, endeudándose las naciones.
En los países de América Latina donde la burguesía no monopolista –partidaria de un capitalismo autónomo apoyado por el proletariado y otras fuerzas progresistas- tenía posibilidades de afianzarse en el poder, las oligarquías financieras criollas se dispusieron a liquidar los tradicionales sistemas democrático-representativos, que dificultaban imponer el capitalismo monopolista de Estado. Por ello recurrieron a las cúspides militares que dominaban las fuerzas armadas, con el propósito de que ocuparan el tradicional poder político y transformaran al Estado burgués; era necesario imponer un régimen tiránico, que modernizara el capitalismo en función de la hegemonía monopolista, para lo cual esos gobiernos castrenses de nuevo tipo debían inmiscuirse en todas las esferas de la vida pública, social y política. Con el propósito de alcanzar esos objetivos fueron suprimidos los derechos, garantías y libertades democráticas; se prohibieron los partidos políticos y los sindicatos obreros. Al mismo tiempo se eliminó la independencia de los tres poderes del Estado y se afianzó la supremacía absoluta del ejecutivo. De esta manera se instalaron equipos gubernamentales –en Brasil, Chile, Argentina, Uruguay- formados por las cúspides militares, que utilizaron a la alta oficialidad como sustituta de las inexistentes formaciones partidarias fascistas. Aquella se entrelazó en la administración pública y en las empresas estatales con los jerarcas de la burocracia civil, que a su vez ocuparon importantes cargos en las compañías monopolistas. En otros casos, los representantes de éstas pasaron a desempeñar cargos claves en las funciones administrativas nacionales y sus entidades económicas, transformadas todas por el fascismo militar. Se forjó así un sólido mecanismo unificador de las fuerzas oligárquicas y el ejército; se supeditó el aparato estatal y sus empresas a la burguesía financiera, mediante la ya conocida unión personal. Estos regímenes fascistas-militares, además de sus habituales rasgos represivos, ayudaron a implantar el capitalismo monopolista de Estado en asociación con las transnacionales; con denuedo promovieron un fuerte y acelerado endeudamiento público externo, acompañado de una política destinada a atraer grandes inversiones foráneas. El éxito de las nuevas recetas indujo a Estados Unidos, en 1974, a cancelar oficialmente la Alianza para el Progreso.
XVI
En América Latina, una segunda oleada revolucionaria comenzó el 19 de julio de 1979 con el triunfo armado del Frente Sandinista de Liberación Nacional en Nicaragua. En ese país centroamericano la burguesía estaba dividida en tres grupos económicos bien diferenciados. Uno estaba representado por el Partido Conservador, integrado por ganaderos, comerciantes, productores de azúcar y bebidas alcohólicas de la región de Granada. Aún más poderosos eran los algodoneros y comerciantes liberales de León y Chinandega, aliados con los industriales de Managua. El tercer grupo estaba dirigido por la gobernante familia Somoza. Los tres grupos mencionados no eran compartimentos estancos, entre ellos existían diversos nexos, como el de la compañía común para exportar azúcar.
El gobierno sandinista presidido por Daniel Ortega, nacionalizó el comercio exterior y el sistema bancario; estableció una política tributaria nueva, que descontaba a los burgueses el cuarenta por ciento de sus ganancias; impulsó la reforma agraria. Ésta expropió el treinta y un por ciento de todas las tierras del país, –fuesen de los Somoza y su grupo, u ociosas y abandonadas-, las cuales fueron distribuidas en parcelas, agrupadas en cooperativas o estatizadas. Con los intereses nacionalizados se constituyó el área de propiedad del Pueblo, que en 1982 aportaba ya el 40,8 por ciento del Producto Interno Bruto. Así, a pesar de que el sector privado era mayoritario en la economía nicaragüense, el estatal se había convertido en una pieza clave de ésta, pues regulaba la actividad productiva, la distribución y la inversionista.
El Estado revolucionario también reorientaba el comercio exterior; decaía el intercambio con Estados Unidos mientras aumentaban los vínculos con el resto de América Latina y con los países socialistas. Pero la mejoría económica experimentada por Nicaragua pronto se vio afectada por la agresividad imperialista; el presidente de Estados Unidos –Ronald Reagan- ordenó que la CIA minara puertos y saboteara industrias, estableció bases norteamericanas en la vecina Honduras, engendró bandas mercenarias que incursionaban dentro del país asesinando gentes y asolando bienes, en un proceso injerencista incluso prohibido por el Congreso estadounidense, que al ser burlado por el ejecutivo dio lugar al escándalo llamado “Irán-contras”.
El relativo equilibrio alcanzado entre las partes en conflicto condujo en febrero de 1987 a un acuerdo de cese al fuego; éste dispuso el desarme de las fuerzas irregulares, la suspensión de toda ayuda militar extra-regional, la reconciliación nacional. Esta solución implicaba una acrecentada lucha política pero no militar, y permitía la supervivencia del proceso nicaragüense pues no pedía renunciar a la soberanía nacional ni a la autodeterminación del país. También se convocó a una Constituyente, la cual implantó el pluralismo político, tripartición de poderes, economía mixta, sexenios presidenciales, comicios generales a principios de 1990. En ellos se produjo la sorprende victoria de la Unión Nacional Opositora, que una vez en el gobierno redujo el ejército y suprimió el Servicio Militar Obligatorio; privatizó las propiedades nacionalizadas en un proceso conocido como “La Piñata”, por la arrebatiña que engendró. Se desmanteló así el Área de propiedad del Pueblo, pues en lugar de las trescientas compañías estatales surgieron una multitud de pequeñas empresas privadas.
En Venezuela, el 27 de febrero de 1989, se produjo un colosal estallido de violencia popular conocido como “El Caracazo”. Las masas, que protestaban contra el gobierno por su programa neoliberal de ajuste, fueron reprimidas por las fuerzas armadas. Esto engendró en el ejército una tendencia opositora llamada Movimiento Bolivariano Revolucionario, encabezado por Hugo Chávez. Éste se nutrió del MBR y de civiles revolucionarios para conformar su Movimiento por la Quinta República, y prometió una Constituyente en caso de ganar las elecciones. A principios de 1999 Chávez ocupó la presidencia y convocó a elaborar otra constitución, que tras ser aprobada por el 72 por ciento de los votantes, estableció un poder ejecutivo fortalecido, mayor control estatal sobre la economía y los medios de comunicación, y un legislativo unicameral. Reelecto en el 2000, Chávez llamó a realizar profundas transformaciones socio-económicas y políticas, entre las que se encontraban leyes de Tierras y Desarrollo Agrario –que permitía expropiar latifundios-, y de Hidrocarburos. Ésta fijaba en 51 por ciento la participación estatal, y gravaba con un impuesto del 30 por ciento las utilidades de los extranjeros en dicho rubro. El disgusto reaccionario condujo a un intento de golpe cívico-militar en abril del 2002. Pero el pueblo se lanzó a las calles exigiendo la excarcelación del presidente, lo cual junto a la acción de los militares institucionalistas, lo restablecieron en el ejecutivo. Chávez entonces clamó por una sociedad “rumbo al socialismo del siglo XXI”. Electo de nuevo en el 2006, anunció que mejoraría la distribución de riquezas mediante mayor poder popular, una economía favorable al colectivismo y mucha justicia social.
En el ámbito de su política latinoamericanista, el presidente Chávez propuso la Alianza Bolivariana para América Latina y el Caribe, como una forma novedosa y justa de asociación que rechazaba la rivalidad o competencia económica; auspiciaba la complementariedad productiva e impulsaba un comercio avalado por una acertada práctica inversionista, que propiciaba la interconexión energética y de las comunicaciones. Pronto el ALBA, además de Venezuela y Cuba, estuvo integrado por Nicaragua –de nuevo sandinista- así como por Bolivia, Ecuador, Dominica, San Vicente y Las Granadinas, Antigua, Barbuda. Esta asociación funge como plataforma de poder de la nueva izquierda latino-caribeña, con espíritu democrático y flexible, que se adapta al contexto propio de cada país. El ALBA creó su propio Banco, junto al cual surgió el Sistema Único de Compensación Regional, con una moneda virtual –el SUCRE- que no recurre a divisa extranjera alguna. El conjunto de esos factores propició el surgimiento de Empresas Gran-nacionales, cuyo desempeño colectivo beneficia a sus integrantes.
La creación del ALBA tuvo lugar cuando en América Latina las luchas populares habían derrotado las tiranías militares-fascistas y realizado el tránsito a la democracia. Entonces surgió el MERCOSUR, que unió las economías de cuatro países sudamericanos, cuyos gobiernos fueron paulatinamente ocupados por fuerzas progresistas. En Argentina, el Frente para la Victoria, con las sucesivas presidencias de los esposos Kirchner; el Brasil, conducido por el Partido Trabalhista, cuyo reelecto presidente Luiz Ignacio Lula da Silva auspició la exitosa candidatura de la ex-guerrillera Dilma Rousseff; Uruguay, donde el Frente Amplio –tras un lustro de gobierno- se consolidó con la elección del ex–Tupamaro y ex-preso político José “El Pepe” Mujica; Paraguay, en el cual la Alianza Patriótica para el Cambio logró la victoria electoral del radical ex-obispo –depuesto del cargo por el Papa- Fernando Lugo.
El Pacto Andino tuvo una evolución semejante, pues también figuras opuestas al neoliberalismo y proclives a la transformación social, fueron electas para la presidencia en tres de sus cuatro repúblicas. En Bolivia, el Movimiento Al Socialismo –encabezado por el aymará Evo Morales- ocupó el poder y emitió una Constitución refrendada por el voto popular. En Ecuador el carismático Rafael Correa, al frente de su Alianza País –abreviación de Patria Altiva y Soberana- ganó las elecciones y convocó a una Constituyente, cuyo avanzado texto fue aprobado por la mayoría de la población. En Perú, el nacionalista ex-oficial rebelde Ollanta Humala triunfó en los comicios con la promesa de una mayor participación en el proceso integracionista. Éste se expresaba en la recién conformada Unión de Naciones Sudamericanas –UNASUR-, y sobre todo en la Comunidad de Estados de América Latina y el Caribe instituida en el año 2011, sin participación alguna de cualquier país ajeno a la región. Así se hizo realidad el bicentenario anhelo de integración latinoamericanista.
Fin.
Dr. Cs. Alberto Prieto Rozos