Juan Pérez de la Riva, el adelantado.

Oscar Zanetti Lecuona

Al cumplirse un siglo de su nacimiento, Juan Pérez de la Riva ha sido justamente recordado en distintas instituciones y espacios de nuestra vida cultural. Hoy, en este acto convocado por la Academia de la Historia de Cuba, lo recordaremos ante todo como historiador. “Valga la aclaración” podría decirse, solo que esta resulta tan pertinente como comprometida, pues si algo caracteriza a la obra de Pérez de la Riva es la multiplicidad de sus facetas.

Las diversas dimensiones profesionales -demógrafo, historiador, geógrafo; todo a un tiempo- que hacían inclasificable la actividad intelectual de Juan y que él acostumbraba tomar a broma, han inclinado a que ahora, al homenajearlo, se le haya calificado como “erudito” o “polígrafo”, denominaciones que se me antojan demasiado decimonónicas para su personalidad. Corriendo el riesgo del trabalenguas, preferiría hablar de trans o multidiciplinariedad, para acercarnos así a esa realidad unitaria de las Ciencias Sociales, en la que Fernand Braudel  enmarcaba a la Historia, consustancial por demás a la Escuela de la revista Annales –Economías, Sociedades, Civilizaciones, rezaba su subtítulo- con la cual el quehacer historiográfico de Pérez de la Riva guardó tanta afinidad. Creo que esa es la única perspectiva acertada para valorar su contribución a la cultura cubana, puesto que como en el misterio de la Santísima Trinidad, esta nunca podría comprenderse separándole una de sus partes.

La creatividad multifacética de nuestro homenajeado tiene su origen en una formación fuera de lo común. Nacido en una familia opulenta –su infancia transcurrió entre las paredes de la mansión que hoy alberga al Museo de la Música-, sus primeros estudios no son fáciles de precisar pues al parecer durante algunos años estuvieron confiados a preceptores. Ya adolescente, cuando cursaba el bachillerato, comenzó a ser visita asidua de la Biblioteca Nacional –entonces en el vecino Castillo de la Fuerza- donde conocería a María Villar Buceta, cuya atractiva personalidad parece haber influido en Juan tanto como en otros jóvenes de aquella época. Quizás por ese vínculo Pérez de la Riva ingresa en la Liga Juvenil Comunista en 1930, y se relaciona sobre todo con el núcleo de inmigrantes hebreos que entonces residía en La Habana Vieja, con los cuales trabaja en la Defensa Obrera Internacional. Su activismo político lo llevaría a la prisión,  y en Isla de Pinos comparte con Pablo de la Torriente, Gabriel Barceló y otros miembros del Ala Izquierda Estudiantil, organización con la cual se mantuvo vinculado al salir de la cárcel. Como el Ala quedaría por un tiempo bajo el control de la fracción “bolchevique-leninista” y Juan apareció como firmante de algunos de sus manifiestos, dicha circunstancia sería suficiente para que algunos “viejos militantes” comunistas lo tildasen por mucho tiempo de “trotskista”. Sirvan estas referencias políticas para dejar constancia de su temprano compromiso, así como del original componente marxista en su formación, saludablemente aderezado al parecer con cierta heterodoxia.

El proceso formativo se continuaría en Francia, a donde el joven Pérez de la Riva llega  en 1933, según el narra deportado como “extranjero indeseable” –para lo cual la dictadura machadista se habría valido de su nacimiento en el balneario vasco-francés de Biarritz-, o quizás simplemente sacado del país por su familia para alejarlo de un peligro que cada día se hacía más mortal. Radicado en la ciudad de Grenoble –al pie de los Alpes franceses-, inicia estudios universitarios de Ingeniería Eléctrica, que terminará por abandonar para pasarse a la facultad de Historia y Geografía, donde se asocia a un grupo de estudiantes comunistas de origen hebreo, entre quienes se encontraba la que sería su esposa, Sarah Fidelzait. En Grenoble recibe clases de Raúl Blanchard, el eminente geógrafo, y del historiador Edmond Esmonin, quien probablemente influyó en la selección de su tema de tesis sobre la política colonial antillana del duque de Choiseul, el poderoso ministro de Luis XV.  Quizás en dicha selección esté la clave de las primeras contribuciones de nuestro homenajeado a la historiografía cubana: un artículo sobre la intentona del almirante Vernon sobre Santiago de Cuba en 1741–aparecido en la Revista Bimestre en 1935- y otro sobre la toma de La Habana por los ingleses, publicado cuatro años después en el Boletín del Archivo Nacional, precedidos ambos, sin embargo, por la que parece haber sido su primera publicación: “Cuba y el imperialismo yanqui”, aparecida también en la Bimestre -en 1934-,  artículo igualmente de corte histórico aunque de asunto más acorde con las inquietudes políticas del autor.

La II Guerra Mundial vino interrumpir los estudios y la propia redacción de la tesis doctoral, finalmente enfocada sobre la esclavitud en las Antillas francesas. Aunque Grenoble había quedado en territorio de la Francia de Vichy, Perez de la Riva y su esposa se trasladaron a una localidad cercana a la frontera española bajo la protección de la legación diplomática cubana. Desde allí, con Sarah embarazada, serían evacuados hacia Cuba en 1943. El regreso a la Isla abre a todas luces un largo paréntesis en la actividad profesional de Juan, pues este decidió hacerse cargo de San José de Sumidero, hacienda familiar heredada del abuelo materno, la cual se hallaba enclavada en la pinareña Sierra del Rosario; allí se radicaría con esposa e hijo hasta el  triunfo revolucionario de 1959. La vida en la hacienda, sin embargo, en modo alguno parece haber sido infructuosa desde el punto de vista intelectual, pues a juzgar por los testimonios que Sarah reuniera en San José de Sumidero, demografía social en el campo cubano, la experiencia de la vida rural y el compartir con los campesinos de aquella intrincada zona vino infundir un decisivo sentido práctico a la formación adquirida en la universidad.

En 1959, promulgada la ley de Reforma Agraria, Pérez de la Riva entrega la hacienda de Sumidero al INRA –dicha entrega dio pie a un singular informe- y regresa a vivir a La Habana, decidido a reiniciar su actividad profesional. Comienza a trabajar en la Biblioteca Nacional, entonces bajo la dirección de María Teresa Freyre de Andrade, desempeñando labores investigativas y de asesoría en el Departamento de Colección Cubana; más adelante se hará cargo también de la dirección de la Revista de la Biblioteca. Al mismo tiempo colabora con el recién fundado Instituto de Etnología y Folklore, para el cual confecciona un detallado “Cuadro sinóptico de la esclavitud en Cuba y la cultura occidental” –impreso como suplemento en Actas del Folklore, mayo de 1961- y prepara su estudio sobre el barracón esclavista que sería publicado años después. Cuando se crea la Escuela de Geografía en la Universidad de La Habana como resultado del proceso de Reforma Universitaria, Juan se integra a su claustro como profesor de Geografía Económica y Demografía, a la vez que colabora con la organización del centro de documentación del Instituto de Geografía fundado como parte de la nueva Academia de Ciencias. Se definen así las dos vertientes fundamentales –investigación y docencia- de una actividad intelectual a la cual dedicará el resto de su vida.

Sin desconocer la contribución de Pérez de la Riva a la formación de un importante grupo de profesionales –tanto en la Demografía como en la Historia-, su obra fundamental, a la cual dedicaremos este análisis, se halla plasmada en más de un centenar de escritos de muy diverso alcance y extensión.  La mayoría de estos posee, de manera explícita o implícita, una naturaleza historiográfica, por más que en sus asuntos se haga notar una apreciable dispersión. Ello obedece, a mi juicio, a lo que constituyó un rasgo distintivo de la personalidad intelectual de Juan: el amplio espectro de sus inquietudes, su incesante interés por las novedades, el sentimiento un tanto aventurero con que se entregaba a la actividad creativa. En esa tendencia se deja ver también, como es usual, el peso de lo circunstancial, de las coyunturas, que por atracción o compromiso imponen inevitablemente a todo autor la realización de ciertos trabajos. Tal es el caso de su decisiva contribución a la importante colección de publicaciones con la cual la Biblioteca Nacional conmemoró en 1962 el bicentenario de la Toma de La Habana por los ingleses o, tiempo después, los artículos inspirados por el extenso período de celebraciones en torno al centenario del alzamiento de Demajagua, jubileo al cual Pérez de la Riva contribuyó tanto desde el ángulo de su especialidad –el breve estudio “Aspectos demográficos y su importancia en el proceso revolucionario del siglo XIX”, por ejemplo- aunque también con textos de otra índole, como el muy ilustrativo artículo-compilación “En los días de Guáimaro”, excelente expresión del marcado interés de nuestro homenajeado por recuperar los ambientes históricos. La dirección de la Revista de la Biblioteca Nacional le permitiría asimismo plasmar iniciativas de distinto carácter, como la publicación de la serie de escritos de “viajeros”, afortunadamente recogidos bajo el título La isla de Cuba en el siglo XIX vista por los extranjeros en un libro publicado por la Editorial de Ciencias Sociales en 1981.

Sin embargo, tras la aparente inconexión de algunas de las piezas de esta obra “suelta”, es posible encontrar valiosas pistas para trazar el perfil de Pérez de la Riva como historiador. Tal es el caso de su extensa Introducción a la Correspondencia reservada del Capitán General Don Miguel Tacón, que la Biblioteca Nacional publicara en 1963. En ese centenar de páginas, que en rigor constituyen toda una monografía, el autor desmonta pieza a pieza la imagen que de aquel gobernador ha prevalecido en nuestra historiografía, incluyendo algunas infundadas aseveraciones de Ramiro Guerra. Desde que para satisfacción del conde de Villanueva Tacón desterrase a José A. Saco de la isla, el gobernador hubo de convertirse en la auténtica bête noire de los liberales reformistas cubanos del segundo tercio del siglo XIX, circunstancia que modeló entre nosotros su imagen histórica. En un magistral ejercicio de crítica historiográfica, Pérez de la Riva devela los intereses –a menudo oscuros- que alimentaron la pugna visceral en la cual se desenvuelve el mandato del controvertido Capitán General, y aunque nuestro historiador no ignora la torcida personalidad de este,  también le reconoce cierto grado de caballerosidad y una singular preocupación por el reordenamiento de la administración colonial. Esas percepciones, acompañadas por evidencias que dejan bastante malparadas a ciertas personalidades criollas -incluyendo alguna de las ungidas con la condición de “padre fundador”, como Domingo del Monte-, resultaron suficientes para que Pérez de la Riva quedase adscrito –y con cierta razón- a esa corriente que dentro de la historiografía marxista cubana se empeñaba en revisar algunos de los postulados tradicionales de nuestro discurso histórico nacional, en la cual también figuran autores del calibre de Raúl Cepero Bonilla y Manuel Moreno Fraginals. Y es que para esos historiadores el hilo conductor que permitiría desentrañar nuestro período colonial –al menos en los dos primeros tercios del XIX- se hallaba en los procesos sociales, hasta el punto de proclamar –como lo hizo Juan en el propio título de uno de sus escasos trabajos histórico económicos- que la contradicción fundamental de nuestra sociedad colonial radicaba en la existencia de la esclavitud y  no en el enfrentamiento con la metrópoli española, como sostenía la corriente principal de la historiografía marxista. Dejar sentado este rasgo primordial en las concepciones históricas de nuestro homenajeado, se nos hace indispensable para poder precisar los factores de coherencia, la unidad esencial, de esa obra histórica aparentemente dispersa, pero centrada en lo social, que él nos legara. Solo que no podemos concluir estas consideraciones en torno al estudio “taconiano”, sin hacer notar un detalle particularmente significativo: en la última página de la Introducción que comentamos, creo que puede encontrarse formulada por primera vez –en 1963, lo recuerdo- la feliz expresión de “historia de las gentes sin historia”, enunciado que nos ha parecido el más apropiado para rendir este homenaje conjunto a Juan y a Pedro Deschamps.
Más allá de su indiscutible variedad temática, el interés social en la obra de Pérez de la Riva muestra una lógica, el desenvolvimiento de líneas de indagación que coinciden sobre un problema central: el de la población de Cuba. Fue ese, a mi juicio, formulado en toda su complejidad y riqueza, el gran tema de nuestro homenajeado. Excepcionalmente dotado para tamaña empresa, dada su formación multidisciplinaria, Juan desplegó su búsqueda desde distintos ángulos, mediante una larga sucesión de acercamientos monográficos, pues había –y quizás hay aún- mucho de labor pionera en ese formidable empeño de abarcar la formación y el desarrollo de todo un pueblo en su justa perspectiva espacio-temporal.

El crecimiento de una población como la cubana, casi carente de bases autóctonas –Pérez de la Riva dedicaría un interesante estudio a la desaparición de nuestros aborígenes-, eleva a un primer y decisivo plano la cuestión de los aportes migratorios. El flujo de las corrientes humanas que desde diversas latitudes convergieran es esta Isla, formando ese “todo mezclado” que es atributo esencial de nuestra nacionalidad, fue quizás la cuestión que Juan estudiara de manera más sistemática. Africanos y españoles, culíes chinos y braceros antillanos, francohaitianos y “ayacuchos” aparecen de un modo u otro en las páginas que él escribiera. El mayor peso y espacio, como es fácil apreciar, corresponde a los que justamente calificara como “inmigrantes forzados”, pues debemos reconocer que a despecho de la publicidad que desde Colón  se hiciera de las bellezas ciertas de nuestra tierra, más fueron los “traídos” que los “venidos”.

La trata esclavista ocupa un lugar de especial importancia en ese contexto, y no solo porque haya sido una de las corrientes más nutridas. Después de varias incursiones en el tema, en un artículo publicado -dos veces- en 1970 bajo el título “¿Cuántos africanos fueron traídos a Cuba?”, Pérez de la Riva ponía sobre el tapete el crucial asunto del aporte demográfico africano, base inexcusable para comprender la significación social y cultural de ese componente decisivo de nuestra sociedad. No se trataba por tanto del interés más o menos ocasional por precisar un dato curioso o ajustar una cifra crucial, sino de una indagación encaminada a establecer los altibajos de un flujo inmigratorio de especial trascendencia, no solo en nuestro desenvolvimiento económico, sino para comprender ciertas incidencias políticas, como lo haría evidente otro artículo posterior, “El monto de la inmigración forzada en el siglo XIX” (1974), en el cual se precisaban estimaciones que hoy sería bueno retomar a la luz de datos más recientes. Para Pérez de la Riva este resultaba un tema fundamental y recurrente, al punto que su último trabajo, -al cual dedicó sus postreros esfuerzos, incluso hasta en su lecho de muerte- se proponía establecer el monto y desarrollo de la trata desde el siglo XVI al XVIII, para así completar la imagen de tan importante fenómeno. Ese estudio, que creemos aún inédito –aunque espero que no perdido-, era bastante más rico en contenido histórico que sus precedentes; su original fue entregado a la dirección de la Biblioteca Nacional para su publicación, la cual finalmente no llegó a materializarse.

Bastante menor en su cuantía y más concentrada en el tiempo, la “inmigración” de culíes chinos en el siglo XIX fue sin duda la corriente que Juan estudiara de manera más completa. Los “avances” de esa investigación pueden seguirse en la Revista de la Biblioteca desde 1963; al mediar dicha década el esfuerzo ya había cuajado en una sólida –y voluminosa- monografía, multilateral estudio del proceso histórico de los infelices culíes, el cual se examina detalladamente en sus aspectos demográficos, así como en su sentido económico, sus matices legales y sus incidencias políticas, sin descuidar en modo alguno  la dimensión humana del fenómeno, captada con exquisita sensibilidad mediante algunas situaciones individuales. Esta obra, sin embargo, demoraría bastante en ver la luz, dilatada su publicación primero por las desavenencias políticas que se suscitaron con la dirigencia de la República Popular China a finales de los años sesenta y, más tarde, porque el propio Juan ya no la consideraba acorde con las tendencias historiográficas en boga y su propia práctica investigativa. Fue así como Los culíes chinos en Cuba vendría a ser publicada un cuarto de siglo después de muerto su autor.

A pesar de su raigal importancia, la inmigración española fue tratada por Pérez de la Riva de manera bastante más eventual y fragmentaria, de modo que su contribución más significativa a este asunto aparece en el contexto de un estudio dedicado a establecer la situación de los recursos humanos en Cuba al concluir nuestra Guerra de Independencia, publicado en el Anuario de Estudios Cubanos 1.

Es precisamente en el segundo –y último- número de esa “serie”, donde  ve la luz “Cuba y la migración antillana, 1900-1931”, para mi un auténtico paradigma entre los estudios de nuestro homenajeado sobre las corrientes migratorias a Cuba, tanto por la riqueza de sus fuentes, como por la amplia consideración del problema, el esmerado análisis estadístico y la muy notable calidad literaria de su prosa.

Para un geógrafo como Pérez de la Riva, la historia de la población cubana estaba indisolublemente ligada a su distribución en el territorio insular, así como a la diversidad de situaciones históricas a que diera lugar dicho asentamiento. Su breve  texto “Una isla con dos historias”, constituyó una valiosa y sugerente reconsideración del origen y manifestaciones de nuestras diferencias regionales que, junto a La Habana, biografía de una provincia de Julio Le Riverend, echó las bases de la renovación de nuestra historiografía regional a partir de la década de 1970.  En esta misma dirección apuntan otros trabajos y, en particular, su rescate del  interesante “informe” de Antonio del Valle Hernández, felizmente publicado en 1977 con dos enjundiosos estudios de Juan a modo de Introducción. Pero el mayor aporte de nuestro homenajeado en este dominio quedaría inconcluso; me refiero a su ambicioso proyecto “La conquista del espacio cubano”. Convencido que la presencia humana en un espacio determinado, por su cuantía y duración, por sus patrones de asentamiento, por la medida y manera en que se explotaban sus recursos naturales, ejerció una influencia decisiva en la modelación de nuestros paisajes, en la entidad de las regiones cubanas, Juan se lanzó a la monumental empresa de reconstruir el poblamiento y la explotación del espacio insular a partir de disímiles fuentes de información –sobre todo padrones y censos-, y aunque pudo contar para ello con la colaboración de Rina Caballero, Manuel Álvarez y algunos otros ex alumnos, la vida no le alcanzó más que para obtener muy incipientes resultados. Si se quiere tener una noción de lo que pudo haber significado este proyecto –que en algún momento un joven equipo debería retomar- léanse las páginas de la deliciosa entrevista realizada a Juan por Ramón de Armas, publicada en el número 207 de la revista Universidad de La Habana.

Llegamos así a la propuesta bajo cuyo enunciado se ha colocado este homenaje, la de “la historia de la gente sin historia”. Solo que en este caso no estamos ante un territorio específico dentro del amplísimo diapasón temático de Pérez de la Riva, sino ante los resultados de su particular forma de concebir la historia. Para nuestro homenajeado la historia era ante todo la creación de esa masa anónima de hombres y mujeres, de esos seres ignorados que, como recordaba Brecht, construyeron a Tebas “la de las siete puertas”. Y aunque Juan se acercó a ellos de muy diverso modo, a menudo con el recurso impersonal pero imprescindible del análisis estadístico, nunca olvidó la dimensión humana, la presencia histórica del individuo común. Por eso los trabajos con que nutrió la sección dedicada a “la gente sin historia” en la Revista de la Biblioteca Nacional –y a la cual Deschamps hizo también una contribución extraordinaria- no fueron por lo general estudios específicos, sino páginas extraídas de otros trabajos donde el perfil de algunos esclavos retornados a África,  las penas del chinito Pablo para librarse de su contrata, las denuncias de un cónsul inglés sobre la trata clandestina o el viaje desventurado de tantos inmigrantes, quedaban rescatadas para la historia. Felizmente reunidas en una pequeña obra que merecería reeditarse, estas contribuciones de Pérez de la Riva y Deschamps recuperan una dimensión del pasado que nuestra historiografía no debe descuidar.

Son por tanto muchas y muy válidas las razones para que hoy rindamos homenaje a Juan Pérez de la Riva como uno de los grandes de la historiografía cubana. Y ningún lugar mejor que este, en el cual desplegara buena parte de su actividad creativa, donde todavía uno cree verlo aparecer pipa en mano saliendo del depósito de Colección Cubana, o te parece oírle invitándote a la charla cuando pasas frente al cubículo que el llamaba su “perrera”.

Siguiendo una tradición medieval, en los inicios de la conquista americana los reyes de España solían confiar a algunos de aquellos conquistadores la exploración y dominio de tierras ignotas, designándoles como “adelantados”. En tal condición se lanzaron al encuentro del Mar del Sur, a descubrir el “secreto” de Cuba; persiguieron afanosos El Dorado, buscaron las Siete Ciudades de Cibola o pretendieron hallar la fuente de la Eterna Juventud. Pérez de la Riva, cuyo nombre parece evocarlos, indagó con igual pasión y espíritu de aventura en nuestro pasado, explorando procesos, determinando tendencias, rescatando páginas, recuperando actores. Por ello, si tuviésemos que encontrarle un lugar en la historiografía cubana, diríamos que eso fue Juan entre nuestros historiadores: un Adelantado.


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