Conferencia dedicada al centenario de la muerte de Salvador Cisneros Betancourt
El 28 de febrero la Academia de la Historia de Cuba efectuó una sesión solemne para conmemorar el centenario de la muerte del Salvador Cisneros Betancourt, Ofrecemos la disertación de la académica correspondiente nacional Elda Cento Gómez acerca de este fundador de la nación cubana.
Conferencia pronunciada en la Sesión Solemne de la Academia de la Historia de Cuba dedicada al centenario de la muerte de Salvador Cisneros Betancourt por la Académica Correspondiente Nacional Elda Cento Gómez, 28 de febrero de 2014.
En noviembre de 1895 un joven mambí —que llevaba en sus apellidos la historia de la Guerra Grande en el Camagüey— compuso el himno con el que generaciones de cubanos hemos recordado la gesta invasora mambisa. Enrique Loynaz del Castillo se apropiaba en aquellos versos de imágenes enraizadas ya en el imaginario popular y que cobraron desde entonces peculiar trascendencia. Junto a aquel llamado:
Orientales heroicos al frente,
Camaguey legendario avanzad,
desfilan, como en una galería, los rostros de los líderes de aquel empeño sin par:
De Cisneros el ejemplo sublime
Hoy los buenos sabrán imitar
El ejemplo sublime. ¿Qué derroteros de la vida de aquel hombre la habían tornado modélica, ya ante los ojos de la nueva generación que se incorporaba al combate por la independencia?
En la larga lucha del pueblo cubano por su libertad es Salvador Cisneros Betancourt una figura excepcional, y no me refiero, solamente, a que fue el único miembro de la nobleza criolla que se incorporó a la lucha por la independencia porque, como con gran sabiduría grabaron sus compañeros de armas en la base del monumento que el pueblo del Camaguey le dedicara, el Marqués había forjado “con los pergaminos de su nobleza la antorcha que iluminó el sendero de la libertad en Cuba” sino, a su impresionante hoja de servicios a la Patria, extensa en lo vital como ninguna otra y con un protagonismo y compromiso que convierte cualquier empeño biográfico dedicado a su persona en una construcción de la memoria histórica de nuestra isla en su fragua como nación.
La familia Cisneros Betancourt tuvo tres componentes decisivos para la forja de la personalidad del patriota: era rica, criolla y, con impacto decisivo, era camagüeyana. Nacido en una ciudad de tierra adentro que asombraba a los viajeros con sus calles polvorientas, sus grandes casonas que mostraban un modo de vivir sencillo, en contraste con las grandes y numerosas iglesias que habían marcado el sello de su estructura urbana. Peculiar modo de vida de unos pobladores que exhibían una curiosa mezcla cultural de actualización y conservadurismo cuya repercusión en la vida política de Cuba tiene perfiles pendientes de estudios renovadores.
Era el Camaguey —con sus grandes sabanas donde la mirada se perdía en la lejanía del horizonte—, tierra de grandes propietarios ganaderos; tierra “de señorío trabajador” como la calificara José Martí o, como escribiera Leopoldo O’Donnell, tierra donde sus naturales, “entre los demás de la Isla”, tenían “reputación de osados y listos para cualquier empresa”.
La férula de la esclavitud no había marcado su economía como en otras regiones de la isla —ni lastrado en consonancia la voluntad y el pensamiento de una buena parte de sus hijos— y la presencia de la Real Audiencia, en una ciudad que ha hecho siempre gala de una generosa hospitalidad y cuyas familias acogían en sus salones —en las tertulias familiares que eran el espacio de sociabilidad por excelencia de aquella sociedad patriarcal— a los jóvenes graduandos de Derecho de la alta casa de estudios habanera; la Audiencia, decía, que había creado una atmósfera de cierta reflexión legalista, de gente informada sobre el Derecho, que tanta trascendencia tendría en la conformación de la República en Armas.
Fue Salvador Cisneros miembro de una de las redes de parentesco más extensas e influyentes de ese complejo fenómeno socio cultural identificado como el patriciado camagüeyano. Criollos eran los Cisneros desde hacía siete generaciones. Podría suponerse que debió haber recibido una educación aristocratizante, lo cual en realidad no ocurrió y no solo porque sus primeras letras las hubiera aprendido de la mano de dos maestras negras que vivían cerca de su casa sino porque su padre era, sí, el primer Marqués de Santa Lucia, pero más aun, era señor de hacienda en una ciudad como en aquel entonces era la del Puerto del Príncipe. A su muerte El Lugareño escribió en la Gaceta de Puerto Príncipe que aquel había sido “humilde sin estudio, cortés sin afectación, generoso sin pretensiones” y que había cifrado el derecho al respeto de sus conciudadanos en la dignidad del saber y en la de los servicios públicos. A Domingo Delmonte le comentó que Agustín Cisneros había sido “el Marqués mas demócrata, digo de corazón, que he tratado, y Cubano hasta botarlo de sobra”. Patrones educativos familiares hechos profesión de fe en la pureza del mármol del panteón familiar: “Mortal, ningún título te asombre. Polvo eres. Polvo, cualquier otro hombre.”
En 1841 su padre decidió enviarlo a estudiar a los Estados Unidos, práctica muy extendida en Cuba y en particular en el Camagüey. En sus más o menos frecuentes viajes de estudio o de placer aquellos hombres que irrumpen en la vida revolucionaria insular en la segunda mitad del XIX han apreciado de primera mano las huellas, no solo de la Revolución francesa, sino también de las revoluciones europeas del 30 y del 48, la convulsa situación español; los lastres dictatoriales en las repúblicas latinoamericanas y la pujanza económica de la nación del norte, hacia la cual muchos giraban sus miradas ansiosas de encontrar en ella respuestas a sus sueños de democracia. Se conformó así, un pensamiento liberal que en ocasiones tendría más preguntas que respuestas.
Cisneros permaneció cinco años en Filadelfia. En su vida, es el tiempo que media entre la adolescencia y los primeros años de su juventud. Tiene 18 años al regreso, sin haber terminado los estudios de ingeniería civil, y como era de esperar todas las puertas se abren para el joven marqués. Muertos ya sus padres, sus cinco hermanas —algunas de las cuales ya habían contraído matrimonio—, marcan su entorno personal más cercano. La red familiar, mientras tanto, vigila la fortaleza del mayorazgo y por esos azares de la vida, los planes de casamiento encuentran lugar en el afecto del joven que termina enamorado de la muchacha escogida, su prima hermana Micaela Betancourt y Recio, a quien declaró su amor, según él mismo recordara en unos apuntes biográficos, en palabras escritas en una hoja de naranja. La boda se celebró en 1850. Tiene 22 años y entre esa edad y los 38 tendrá sus siete hijos, dos de los cuales fallecieron párvulos. Verá crecer dos varones: José Agustín y Gaspar y tres hembras: Carmen, Ángela y Clemencia.
En esos años el panorama político de la región presentaba rasgos muy peculiares como consecuencia de la sedimentación de la herencia de constitucionalistas y bolivarianos. Se le hacia al gobierno “un sordo combate”. ¿Hay en él huellas de Salvador Cisneros? En 1848 puede hallarse, hasta el momento, la de más antigua data. Tiene 20 años y un disturbio entre oficiales españoles y jóvenes principeños en la Plaza de Armas representó para el Marqués su primer tropiezo con las autoridades coloniales.
Siguiendo esos derroteros encontraremos información sobre su vinculación al movimiento que terminó liderando Joaquín de Agüero con el alzamiento de San Francisco de Jucaral, aunque esto no le costara la condena a destierro que algunos estudiosos han incluido en sus datos biográficos; mérito que en realidad a quien corresponde es a un pariente homónimo, muerto aun exiliado en los Estados Unidos en 1894 y a quien José Martí dedicara un obituario en Patria.
El liderazgo político entra a su vida a mediados de los 60. Le precede una activa vida social en su ciudad natal de la que fue alcalde ordinario en tres ocasiones. Funda periódicos, impulsa el trabajo de la Sociedad Filarmónica, la Sociedad Económica de Amigos del País y el Teatro Principal …primeras muestras del extraordinario poder de convocatoria que llegaría a tener solo su nombre en el Camagüey.
El tejido conspirativo de un plan revolucionario que los enlazaría con los orientales lo tiene como centro. Iniciado el movimiento por Carlos Manuel de Céspedes, el momento de secundarlo es centro de discusiones entre los camagüeyanos quienes habían sido partidarios de no precipitar los acontecimientos y esperar hasta que hubiera mayor concertación de voluntades y recursos. Finalmente lo harán en la alborada del 4 de noviembre.
Eran días de gestación, mucho estaba aun en ciernes, pero ya ante la mirada atenta del historiador —ocultos tal vez tras la urgencia y la exaltación—, desfilan, como piezas de un rompecabezas, detalles que lo colocan ante la evidencia de una primaria coherencia de ideas con connotación regional que en buena medida se ha hecho girar en torno a Cisneros Betancourt. Se trata del apego a los principios democráticos que los llevaría a sostener un civilismo a ultranza de aliento republicano, apegado al poder de las leyes y basado en el sufragio universal; nutrido con las raíces de la Revolución francesa y las experiencias —algunas muy temidas— del proceso independentista continental y de la instauración de las jóvenes Repúblicas latinoamericanas y que el Marqués sostuvo —casi de modo inmutable—a lo largo de la lucha anticolonial; ejecutoria que justifica el apelativo de “El Gran Ciudadano”, tal vez el mas recurrente al cual acuden sus contemporáneos de los primeros años del siglo XX.
La red familiar de los Cisneros Betancourt marchó a la guerra desde sus inicios. Poco se ha hablado de las privaciones sufridas por ellos. El propio Marqués recordaba como en noviembre de 1869 eran “25 de familia”, todos enfermos. Su esposa Micaela y Carmita la mayor de sus hijas fallecieron en esos días. Gaspar, Ángela y Clemencia quedaron con su suegra y cuñadas hasta que en 1870, en medio de la brutal ofensiva española, ellas deciden regresar a la ciudad. El Marqués se niega a que sus hijos los acompañen y los pone al abrigo de Esteban Duque Estrada y Loreto del Castillo —aquel hogar que Martí inmortalizara en su prólogo al libro Los Poetas de la Guerra—. Es desgarrador pensar en la trascendencia de esa decisión al leer en los mencionados apuntes biográficos que allá en Hato Viejo su pequeña Clemencia había muerto “por falta de alimentos, pues no se podían tener vacas amarradas para evitar que el enemigo pudiese asaltarlas”. A principios de 1871 autoriza —pero con la condición de que partan con toda la celeridad posible hacia el extranjero—, el regreso de sus hijos al Príncipe al tomar Loreto del Castillo esa decisión convencida de que la persecución de que eran objeto demostraba que los españoles conocían que ella tenía bajo su abrigo a los hijos del presidente del legislativo mambí; lo cual no era para nada infundado. Atiéndase el testimonio de Glovert Flint quien aseguró que en las paredes de las casas por donde las columnas españolas habían pasado sin quemarlas y en los árboles donde los machetes españoles habían desnudado en parte la corteza para dar espacio a inscripciones con lápiz, podían leerse promesas de torturas sin nombre al marqués de Santa Lucía, mezcladas con obscenas amenazas de vengarse en las mujeres cubanas. El marqués era el chivo expiatorio al que las tropas enemigas anhelaban capturar.
En 1876 sus dos hijos varones regresaron a Cuba en la embarcación que utilizaba el coronel Juan Luís Pacheco para conducir efectos y la correspondencia del Gobierno, a pesar de que ninguno de los dos tenía un buen estado de salud, la cual se les deteriora irreversiblemente como consecuencia de los rigores de la vida en campaña. Pocos años mas tarde —entre 1880 y 1883— fallecen ellos y su hermana Ángela los sigue en 1892. Tiene Cisneros 64 años y ha perdido toda la familia que constituyera en plena juventud. Con justicia, en un artículo publicado en Patria en 1896, se dice de él: “La suerte, que ha sido tan adversa para ese hombre fuerte, á quien ha herido en todos los lugares vulnerables de su corazón, dejándolo en pie en medio de las tumbas de todos los suyos”. He querido detenerme en páginas de la vida íntima del Marqués porque en esta tarde de homenaje considero de elemental justicia recordar, también, cuanto de ese componente tan esencial para la vida de cualquier persona tuvo que sacrificar por la libertad de Cuba.
La lucha contra el colonialismo español tuvo en él a uno de sus principales actores. Como se sabe ostentó las más altas responsabilidades civiles de la República de Cuba en Armas, tanto en la Guerra Grande como en la del 95, por lo que una buena parte de las decisiones tomadas en esos años por dichos órganos gubernamentales están unidas a su persona y llevan su firma; tanto las que han concitado los mayores reconocimientos como las que han sido juzgadas severamente. En cualquier caso jamás dejó de exponer sus criterios, ni perdió la fe en el pueblo cubano, ni concibió la independencia de otra forma que no fuera “absoluta”. Siempre fue su lema “Cuba sobre todo.”
En 1898 tiene Cisneros 70 años y estaba en vísperas de iniciar —a una edad en la que no era usual continuar en esas lides—, una trascendental batalla por Cuba: la lucha por su plena soberanía vulnerada por la injerencia norteamericana que tuvo en él a uno de sus más persistentes y lúcidos críticos. Permanencia de una intromisión que fue prevista por él, aun en los marcos de la guerra, de lo cual es exponente su preocupación de que las tropas mambisas se adelantaran a las norteamericanas en la ocupación de poblados, lo cual logró personalmente en el caso de Santa Cruz del Sur, donde hizo flamear la bandera de la estrella solitaria en todos los fuertes y edificios principales. Un sentimiento que le expuso a Gonzalo de Quesada, en noviembre de ese año, días antes de la salida de las tropas hispanas de su ciudad natal. El Marqués le aseguró que aunque pudiera, no debía “entrar al Príncipe mientras allí dominen las banderas españolas y americanas, y aún pienso emigrar si por desgracia continúan los Americanos con la ocupación de la Isla, como se proponen”. Es de sumo interés el paralelo conceptual que se puede establecer a partir de recordar que en 1878 Cisneros se había negado a entrar a la ciudad con las tropas cubanas luego de la capitulación del Zanjón, partiendo hacia Jamaica desde el propio Santa Cruz del Sur.
No tuvo Cisneros dotes para la oratoria, lo cual no debe interpretarse como que le faltaran las palabras cuando fuera necesario. Según un contemporáneo: “En las grandes polémicas fundamentales, su palabra morosa, confusa, en un lenguaje rudo, [era] expresión sincera de sus ideales”. Con un lenguaje directo y claro –en ocasiones irónico como era muy propio en los camagüeyanos–, sus intervenciones en la prensa, asambleas, mítines, son riquísima fuente para estudiar los complejos momentos vividos por Cuba desde 1899.
Salvador Cisneros se negó a aceptar cualquier cargo oficial ante las autoridades interventoras e incluso se mantuvo a cierta distancia de los asuntos políticos que no comprometieran el futuro independiente de Cuba. La publicación de la Orden Militar 301, del 25 de julio de 1900, que dictaba las disposiciones para la convocatoria a una Asamblea Constituyente, lo decidió a incorporarse “gustoso a la lucha hasta obtener la más absoluta independencia y establecimiento de la República Cubana”, de la cual ya no se apartaría en los años venideros.
Desde la mencionada Asamblea y luego desde su escaño del Senado para el que fuera reelecto por su provincia natal hasta su muerte —sin haberse afiliado a ningún partido político—, se enfrentó primero a la aprobación de la Enmienda Platt y luego puso todo su empeño en lograr su derogación y en proclamar la ilegitimidad de todas las decisiones que pudieran emanar de ella, como hizo en los debates alrededor delTratado de Reciprocidad Comercial al considerarlo impositivo o en las discusiones relacionadas con el arrendamiento de terrenos para la construcción de bases navales norteamericanas. En este caso, consta en el Diario de Sesiones del Senado que Cisneros declaró haber dicho que no, porque “he sido, soy y seré siempre antiplattista, y, por consiguiente, no aceptaré cosa alguna que perjudique a Cuba. Creo que las carboneras perjudican grandemente a la República de Cuba, y que son, además, inconstitucionales.”
Tras la muerte de Máximo Gómez en 1905, quedaba el Marqués, ya con 77 años como “el último gigante de la selva colosal derribada, árbol tras árbol, por la muerte irresistible y traidora” —dicho con palabras de Manuel Sanguily—. Así debió verlo el pueblo cubano, que lo apreció erguido, a veces solo, contra la corrupción administrativa, los negocios turbios, las componendas electorales, la continuada injerencia norteamericana.
Su voz se levantó también en defensa de sus antiguos compañeros de armas, del derecho al pago de sus pensiones que consideraba “una deuda sagrada” de la República. También reclamó apoyo para el regreso a la patria de familias cubanas que habían emigrado cuando la lucha contra el colonialismo español. En lo personal cedió con ese objetivo decenas de caballerías de tierras de su antiguo vínculo de Santa Lucía, además de solares en el poblado de Minas para que vecinos de bajos ingresos pudieran construir sus hogares. Y finalmente en su testamento declaró como herederos de sus bienes al Consejo Nacional de Veteranos para que fueran utilizados en obras de educación.
Al seguir el intenso plan de actividades del Marqués en los últimos años de su vida es difícil no sentir emoción ante la entrega a la Patria de un hombre que con 85 años cumplidos y una salud que se había ido desmejorando, no dejaba de pensar en los medios para terminar la obra y cumplía con sus deberes de senador de modo escrupuloso. Estaban allí las claves del “ejemplo sublime” que los buenos debían imitar.
El 6 de abril de 1913 el periódico El Camagüeyano publicó su trabajo “Independencia absoluta o dos palabras contra la Enmienda Platt” como parte de la campaña abolicionista que tenía como una de sus bases la confianza en las virtudes del pueblo cubano y en su capacidad de autogobernarse:
Si después de tanto bregar sólo hemos del programa de Monte Cristi, conseguido la libertad y la independencia relativa, por qué no aspirar a la absoluta inmediatamente?
Ilusos serán los que no tengan fe en los destinos de nuestro pueblo más fuerte que en 1868 y en 1895, cuyas generaciones, en defensa del solar patrio, habrían de ser, llegado el caso, leones defendiendo la bandera.
Sería grande ingratitud llamar héroes a los que lucharon denodadamente y llamar ilusos a los que seguimos persiguiendo el ideal puro y abstracto.
Cisneros terminó el trabajo con una ejemplar referencia personal, a solo meses de su muerte el 28 de febrero de 1914:
A pesar de mi avanzada edad creo tener espíritu bastante para ver a Cuba neutralizada, completamente soberana, absolutamente independiente y dueña de sus destinos.
Después que vea esto, podré morir como los demás, descansar tranquilo y seguro de que la planta extranjera no ha de hollar nuestros sepulcros, ganados, bien ganados, a la sombra de nuestra bandera .
Descanse tranquilo Cisneros.