Una historia de atrevidos vuelos
Dra. Eugenia Meyer
El 28 de febrero la Academia de la Historia de Cuba efectuó una sesión solemne en la que se efectuó la entrada a la institución de la historiadora y antropóloga mexicana Eugenia Meyer como académica correspondiente extranjera. Ofrecemos el discurso de recepción a cargo del académico de número Alejandro García Álvarez y el de agradecimiento de la colega Meyer.
Había una vez...
Así solían y suelen arrancar las historias y narraciones que de niños, sin importar épocas, lugares o circunstancias, escuchamos, nos leyeron o leímos, sabiendo que concluirían con una moraleja y un final feliz.
En el caso de la historia compartida entre Cuba y México, el había una vez se remonta al año de 1519, cuando Hernán Cortés zarpa desde Trinidad para iniciar la travesía que lo llevaría a realizar la formidable empresa de conquistar el territorio que hoy conocemos como México.
Desde entonces —y quizá desde antes, aunque no tengamos un registro preciso—, se estableció una permanente comunicación que dio como resultado una gran afinidad entre nuestros pueblos. De ello dan cuenta los viajes de hombres —pocas o ninguna mujer—, que constituyen un constante e ininterrumpido intercambio a lo largo de ya más de cuatro siglos. Pero ese permanente ir y venir de cubanos a México y de mexicanos a Cuba tiene sin duda características diferentes, acordes con los tiempos y las circunstancias. Y como en los cuentos, la moraleja persiste: aquella de la solidaridad, de caminar por la historia acompañándonos, y en tanto que el final feliz aún no se vislumbra, seguimos bregando, construyendo una historia entrelazada.
Recordemos, por ejemplo, que al arrancar el siglo XlX, recién lograda la independencia, llegó a tierra mexicana José María Heredia, cuyo padre, el regente José Francisco, fue asesinado en ella, y que por azares del destino el poeta nacional de Cuba, muy joven aún, moriría en Toluca. En México estuvo también el maestro Antonio José Valdés, editor de El Iris de Jalisco y luego de El Águila Mexicana, quien totalmente asimilado al quehacer nacional sería también diputado al congreso independentista y luego colaborador de Agustín de Iturbide. Otro caso singular fue el de Pedro Santacilia, el santiaguero yerno de Juárez, quien no obstante sentar sus bases en México, jamás olvidó la causa de Cuba y en suelo mexicano habría de seguir luchando hasta su muerte a favor de una patria libre.
Y sin duda, el arribo y la presencia de José Martí en México se cuecen aparte. Se ha dicho que los años mexicanos marcaron a Martí, pero habría quizá que agregar que la presencia del cubano marcó igualmente la historia de mi país, en su permanente enfrentamiento con Estados Unidos, ante el hecho irrefutable e irreversible —sea fortuna o infortunio— de tenerlo como vecino. Luego de vivir en Nueva York, y conocer las entrañas del monstruo, Martí reconoció poco antes de morir que si no "fuera Cuba tan infortunada, querría yo más a México que a Cuba", y como canto del cisne nos legó aquello de:
¡Oh México querido! ¡Oh México adorado, ve los peligros que te cercan! ¡Oye el clamor de un hijo tuyo, que no nació de ti! Por el norte un vecino avieso se cuaja. Tú te ordenarás: tú entenderás; tú te guiarás; yo habré muerto, oh México, por defenderte y amarte, pero si tus manos flaqueasen, y no fueras digno de tu deber continental, yo lloraría, debajo de la tierra, con lágrimas que serían luego vetas de hierro para lanzas, como un hijo clavado a su ataúd, que ve que un gusano le come a la madre las entrañas.
A manera de augurio de una relación tan sólida como fraternal y permanente, Martí precedió a una pléyade de poetas, intelectuales y luchadores sociales para quienes México habría de convertirse en hogar y refugio. Desde tierras mexicanas, lucharon por la libertad, la justicia y la dignidad en Cuba.
Esa historia común no soslaya la presencia de Julio Antonio Mella, como tampoco sus roces y enfrentamiento ideológico con la "derecha" del Partido Comunista Mexicano, así como su misterioso asesinato en la ciudad de México en 1929.
Mención especial merece la gesta de los revolucionarios cubanos que fraguaron y se lanzaron a la extraordinaria aventura de derrotar a la dictadura de Fulgencio Batista. Una vez más, en suelo mexicano, se organizó y entrenó la expedición que desembarcaría en la provincia de Oriente el 2 de diciembre de 1956. Era México, a decir de Fidel Castro, el "país ideal" para organizar en los años cincuenta la expedición que partiría hacia Cuba, toda vez que ofrecía la cercanía geográfica y cultural, y un gobierno estable emanado de la revolución "más radical que hasta entonces se viviera en la región". Según advirtiera el propio Comandante, cuando llegó a tierras mexicanas comprendió que las cosas no eran como se anunciaban. Sin embargo, la experiencia en este país sería determinante para los objetivos de aquellos barbudos que cambiarían el destino de la isla. Fue en México donde se encontraron por primera vez con Ernesto Guevara, el Che; de allí partieron los expedicionarios: Fidel y Raúl Castro, Ramiro Valdés, Camilo Cienfuegos, Faustino Pérez, Juan Almeida... en fin, todos aquellos se dispusieron a iniciar la epopeya latinoamericana y caribeña que marcaría la segunda mitad del siglo XX.
Entonces, y después, México daría pruebas fehacientes de solidaridad y apoyo a la Revolución cubana, jugándose el pellejo y enfrentándose al vecino del norte en muchas ocasiones, sin importar las represalias y los sobresaltos que implicó tal apoyo, ni reparar en los costos políticos, económicos y sociales que le representó. Fue así que nos negamos a acatar el injustificable bloqueo; fuimos el único país que votó en contra de la exclusión de Cuba de la Organización de Estados Americanos. Luego, una larga, larguísima serie de acciones, dan cuenta del respeto, amistad y reconocimiento a la lucha de los cubanos por una patria libre.
Ahora bien, el fenómeno a la inversa, o sea el de los mexicanos que han viajado a Cuba, ya fuese como refugiados o desterrados, ha sido distinto y variado. Desde el siglo XlX, quizá por cercanía, por afinidad, por encontrar en la isla una mayor empatía con nuestra idiosincrasia, cultura e idioma, un número importante de mexicanos volvió los ojos a Cuba, en ese entonces todavía bajo el dominio español. Antonio López de Santa Anna, Benito Juárez y Porfirio Díaz, entre muchos otros, se exiliaron en la isla, y son prueba de que el territorio cubano siempre se ha significado como un hito en la historia de México.
Capitulo significativo han sido las relaciones particularísimas entre Yucatán y Cuba, siempre estrechísimas; por algo se las llamó "la llave y el cerrojo" del Golfo de México. La península yucateca gozaba del privilegio de comerciar con la isla en su carácter de posesión española, lo que sin duda generó el interés de Estados Unidos por Yucatán, al considerar el territorio mexicano como un trampolín para hacerse del país caribeño. En su oportunidad, los estadunidenses consideraron apostar con entusiasmo por la posible anexión tanto de Yucatán como de Cuba.
Con todo, entre 1848 y 1862 tuvo lugar uno de los hechos más oprobiosos de la Guerra de Castas, al generarse un intenso tráfico de indígenas mayas y sus familias a las plantaciones azucareras de Cuba, con contratos de trabajo aparentemente legales. Sin embargo, una vez que los mayas arribaban a la isla, se encontraban totalmente desprotegidos por el contubernio entre los propietarios de los ingenios y las autoridades y los hacendados yucatecos, quienes encontraron sin duda una manera fácil de deshacerse de los indígenas rebeldes. Esta situación oprobiosa concluyó en 1862, con el decreto de abolición de esta práctica que expidió el presidente Benito Juárez. Poco se sabe de esos mayas que vivieron siempre como esclavos, sujetos a cadenas y grilletes, aunque cabe suponer que ninguno regresó a México.
Ya en el siglo XX, al caer el gobierno de Porfirio Díaz, hubo una importante emigración de políticos en desgracia, como Teodoro Dehesa, Aureliano Blanquet, Querido Moheno y Olegario Molina, y también de escritores y poetas como Salvador Díaz Mirón, Luis G. Urbina y Francisco Bulnes, l'énfant terrible del Porfiriato, quien desde costas habaneras pudo proseguir con sus catilinarias y feroces textos contra los insurrectos. Las luchas intestinas durante el agitado período de la Revolución mexicana continuaron expulsando ciudadanos inconformes. Allá por 1914, según advertía El Diario de la Marina, al concluir el oscuro gobierno huertista, buena parte de sus operadores y también de sus intelectuales y escritores llegaron a las costas cubanas para afincarse. Entre ellos se cuentan hombres como Federico Gamboa, quien se convertiría en subdirector de la revista La Reforma Social.
Como puede observarse en este apretado recorrido a vuelo de pájaro, mientras Cuba "nos enviaba" a sus revolucionarios, el fenómeno de vuelta era totalmente distinto. A Cuba llegaron como exiliados, en diferentes épocas y circunstancias, un buen número de mexicanos lo mismo conservadores que contrarrevolucionarios.
Esta condición cambió a partir de los años setenta de la centuria pasada, gracias a las buenas relaciones entre ambas naciones y la injerencia indiscutible de Fernando Gutiérrez Barrios, el hombre que contribuyó discretamente —o al menos se hizo de la vista gorda en la Dirección Federal de Seguridad— a la partida del Granma, al alentar o proteger a los expedicionarios durante los preparativos previos. Posteriormente, ya en cargos de mayor responsabilidad, como el de subsecretario de Gobernación en el período de 1964 a 1970, o como secretario de Gobernación durante los primeros cinco años (1988 a 1993) de la administración de Carlos Salinas de Gortari, el mismo Gutiérrez Barrios propició que empezáramos a exportar rebeldes, guerrilleros y disidentes del régimen imperante, los cuales recibieron apoyo y trato humanitario en tierra cubana.
Cierto es que con el paso del tiempo también hemos visto empañado parte de este historial, algunas veces por culpa de intereses mezquinos, otras por torpezas políticas de una y otra parte, pero la realidad es que hoy día, en pleno siglo XXl, las relaciones siguen siendo sólidas y fraternales. Todo ello forma parte de una vivencia análoga que recupera la memoria en esa lucha permanente en contra del olvido de nuestras historias, elementos presentes en un quehacer comprometido.
Memoria, olvido y silencios
Por simple o complejo que pueda parecer, tanto la memoria como el olvido constituyen el sustento de la conciencia histórica que determina el trabajo y el compromiso del historiador, a fin de cuentas testigo-observador de su tiempo, a la vez que crítico del pasado.
Hace unos años, el escritor español Javier Cercas, quien recurre permanentemente a la memoria para representar el pasado en sus novelas, se adhería a la convocatoria que hicieron Pierre Nora y Élie Barnavi ante el falso debate sobre la llamada memoria histórica, cuando lo que debería estar en el centro de la discusión es la historia misma y no la memoria. Tradicionalmente, la memoria ha sido entendida por los historiadores como una fuente más. Sin embargo, nos encontramos en el centro de una batalla que se antoja artificial y fútil: conquistar la historia, de tal suerte que esta última tendría que ponerse al servicio de la memoria, si no es que dejarse apropiar por ella. Cercas concluye que la historia "no puede estar al servicio de la memoria sino de la verdad, y la memoria es por definición lo opuesto a la verdad, porque es parcial, personal y subjetiva, mientras que la historia debe aspirar a ser, si no total y universal, sí al menos objetiva".
En principio la propuesta suena bien, pero los historiadores debemos plantear ciertos reparos, toda vez que reconocemos —espero y supongo— que no hay una sino múltiples verdades, y que el oficio de historiar, al fin humano, es parcial, personal y subjetivo.
Tiempo y espacio definen el oficio de historiar, ya que a partir de estas coordenadas procedemos a realizar nuestra tarea, sin evadir la realidad o realidades en las que estamos insertos en nuestro doble papel de protagonistas e intérpretes de la historia. Y con ello, hay que insistir en que los combates por la historia continúan, lo cual nos obliga a recurrir a una especie de lámpara de Diógenes en busca de nuevos procedimientos que nos ayuden a descubrir las huellas del pasado y construir con ellas historias diversas, múltiples.
Es indudable que en el arranque de este siglo enfrentamos nuevos conflictos y paradigmas. Corresponde a los historiadores, noveles o experimentados, encontrar, descubrir o inventar las vías por donde transitar, en el permanente propósito de comprender la acción humana y con ello, dentro de lo posible, contribuir al cambio. Por obvio o reiterativo que resulte, es importante insistir en que la mirada del historiador no está dirigida al pasado sino que, como protagonista de su tiempo, debe contribuir a fraguar el futuro.
Expuesto a un panorama inédito, el discurso histórico se ha visto obligado a cambiar. Si recurrimos al planteamiento original de Aristóteles en su Retórica, y retomamos los tres elementos integradores del discurso: pathos, que da cuenta de la emoción, a los sentimientos; logos, que apela a la lógica y la razón, y ethos, que alude a la ética y la moral, de lo que se trata, siempre, es de recuperar emoción, lógica, razón, ética y moral. Todo ello complica nuestra tarea, la hace más preciada y reconoce por sobre todo que el historiador no puede ni debe mantenerse ajeno a su propio acontecer, porque de hecho nos es imposible despojarnos de nuestro carácter de protagonistas para transmutarnos en simples analistas e intérpretes del acontecer.
Los historiadores que nos formamos en los tiempos aciagos de la segunda mitad del siglo XX, tuvimos que asumir el desafío de redefinir formas y normas establecidas para revolucionar el statu quo a partir de consignas como "prohibido prohibir" y "la imaginación al poder", lemas del fundamental proceso que el mundo vivió en 1968. Las circunstancias, la violencia, y quizá la inicial sensación de derrota ante la brutal represión, nos obligó a buscar caminos diferentes y también nuevos propósitos en los que no se soslayaran, precisamente, la emoción, la razón y sobre todo la ética.
Se derrumbaron también ciertos principios intocables y hasta estériles, como aquello de la objetividad, la imparcialidad y, me atrevo a agregar, el respeto casi dogmático por formas de historiar que, en última instancia, se nos antojaban como razón fundamental de la deshumanización de la historia. Bajo la premisa positivista que pretendía dejar de lado sentimientos, lógica y hasta la propia moral, había que aproximarse con pinzas, lupa y guantes estériles a observar el objeto histórico, a fin de aplicar la sentencia de Ranke de narrar los hechos "tal y como sucedieron". El pensador alemán se oponía a que una teoría histórica, con esquemas previos, se impusiese sobre el pasado como se hacía anteriormente. Para él, el pasado debía hablar por sí solo a partir de la frialdad de los datos recabados. De esta forma el historiador se convertía en un testigo mudo, sin voz, ya que únicamente los documentos daban cuenta de la "verdad", y con ello se cortaba de tajo la posibilidad de éste como sujeto histórico.
Para darle razón y sentido a nuestra profesión tuvimos que hacer caso omiso de la historia tradicional, académica, enunciativa y sobre todo abocada a la práctica mnemotécnica. Ya no pretendimos buscar la Verdad con mayúsculas sino atender, escuchar, observar las diferentes posibilidades narrativas, de recuperación de memorias pasadas, de luchar contra el olvido impuesto o voluntario, con la intención de construir nuevas historias, igualmente parciales, igualmente fraccionadas, en las cuales el historiador pudiera ser también protagonista.
Desafiamos el sentido de trascendencia del cual estaba dotada la historia, mismo que dejaba de lado el hecho de que el ente histórico es mutable, pues se transforma a lo largo de la vida y por ello su ser se va moldeando de acuerdo con las circunstancias. Sin remedio concluimos que nuestras historias varían siempre, que están sujetas a cambios fuera de nuestro dominio, a causas y efectos que están determinados por circunstancias que, aunque no nos son ajenas, ciertamente no podemos controlar. De ahí la necesidad de no olvidarnos de los fundamentos basados en la experiencia que reafirmen, aseguren y justifiquen las investigaciones exhaustivas. Se trata pues de una suerte de revelación, que nos permite apoyarnos en nuestra experiencia vital como historiadores.
Y este combate por la historia nos obligó a reconocer en la memoria un verdadero desafío. Recordar, evocar, recapitular, tener presente, traer a la vista los recuerdos, el pasado lejano y distante, o bien próximo, se traducen en armas primordiales contra el olvido, en un esfuerzo esencial por luchar contra los espectros que se apropian indebidamente de la memoria.
Entonces, como ahora, la intención era y es subrayar la importancia de la memoria individual, colectiva y social, expresada en representaciones diversas, con las cuales se logrará acceder a una deconstrucción del pasado y evitar con ello el revisionismo, entendido éste como la negación o la tergiversación de los hecho que, por razones políticas, aparecen de tiempo en tiempo y obstruyen la labor del historiador.
Esta posición conlleva, desde luego, la aceptación de que la historia está siempre en construcción. Entiéndase por ello la insatisfacción permanente y la certeza de una búsqueda constante para atender y escuchar las voces múltiples y las expresiones diversas de quienes reclaman atención y justicia. Son las historias de los sin historia, historias que vienen a contradecir, negar e incluso rebatir posiciones oficiales e institucionalizadas. La mirada y los recuerdos de los protagonistas anónimos se tornan, quizá involuntariamente, en fuentes primordiales de la lucha por desvelar pasados turbios, olvidados o simplemente enterrados. Como bien advertía Pierre Nora, la historia ordinaria de una vida en tiempos y circunstancias específicas, perdida entre tantas otras, permite salvaguardar los "sitios de la memoria".
Indudablemente, la memoria del sujeto histórico se transmite siempre luego del tamiz que él ha hecho de sus recuerdos y del proceso al que está sujeto al socializar e integrar dichos recuerdos a la memoria colectiva, e incluso al confrontar ésta con la memoria oficial del proceso que le tocó vivir.
Bien es cierto que la memoria no es la historia, y que entre una y otra puede haber tensión y hasta oposición. Sin embargo, de lo que se trata es de impedir la muerte de esa memoria. Recordar y olvidar son acciones muy complejas, más aún cuando la memoria y el olvido se tornan colectivos. Al pensar en un pueblo que recuerda, que no olvida, somos conscientes de que esa memoria pasada ha sido transmitida de generación en generación gracias a los canales y refugios evocadores de nuestras culturas y civilizaciones. De ahí los esfuerzos permanentes por recuperar tanto la memoria individual, subjetiva, como la colectiva, traducida en representaciones sociales.
Frente a ello es menester hacer referencia a la verdadera dimensión del olvido, el cual se debe confrontar y contra el que hay que luchar.
En consecuencia, habrá que aludir a las formas que éste adopta, a los abusos a los cuales nos habituamos y, en especial, a aquello que permite filtrar, preservar o afianzar la permanente cimentación de la memoria. Para no olvidar es imperativo un ejercicio pleno del recuerdo.
Expurgado éste, existe la posibilidad de la negación o el olvido, representado en ocasiones por la amnistía o, peor aún, por la amnesia. En un mundo dominado por la cibernética, nos encontramos ahora con la disputa por el "derecho a olvidar", suprimir datos y hechos, a la manera de esos "agujeros de la memoria", planteados en 1984, la antiutopía futurista de George Orwell donde su protagonista, Winston Smith, tenía como misión en el Ministerio de la Verdad borrar los hechos pasados para reescribir la historia.
Al rescatar y recuperar las vivencias podemos analizarlas, interpretarlas y comprenderlas, y quizá también ayudamos a que los protagonistas, al elaborarlas luego del tiempo, puedan perdonar y con ello asumir un pasado irrefutable. Lo que no podemos, no debemos, es ignorar esas historias, evadir el pasado, relegar a los muertos y seguir caminando de frente, sin remordimientos, libres de toda culpa.
Hemos estado dispuestos a afrontar dificultades y sorpresas, vencer obstáculos, torpezas, fracasos, venturas y desventuras, para valernos de nuevas formas de ver el mundo, entender nuestro pasado y conspirar en el presente por el cambio y un futuro diferente.
La construcción de la memoria colectiva corresponde como tarea prioritaria a los historiadores. Se trata, como bien decía el sociólogo francés Maurice Halbwachs, de un proceso que recupera las experiencias en su conjunto y define parámetros sociales hasta lograr la articulación de la memoria histórica, asumiendo la pluralidad de los tiempos, así como la diferenciación entre el tiempo cuantitativo y el cualitativo que hoy en día nutren de manera puntual el trabajo propiamente histórico.
Los imaginarios colectivos alcanzan dimensiones diferentes cuando se expresan, y una consecuencia es que esos recuerdos adquieren fisonomía propia. Al proponernos descartar cánones que por trillados se antojan obsoletos —"de eso no se habla", "callar para olvidar", "recordar duele"—, tenemos que encauzar el permanente esfuerzo mnemotécnico en contra del olvido. El carácter del testimonio como revaloración autobiográfica adquiere dimensiones excepcionales cuando las condiciones de vida trascienden lo rutinario, o bien cuando la cotidianidad y los individuos se enfrentan, en circunstancias concretas, a los cambios, las catástrofes y las revoluciones sociales que vienen a transformar en lo fundamental su modo de vida.
Cada uno de nosotros tiene un relato que contar y compartir, sólo así venceremos el olvido. El conjunto de historias fortalece la perspectiva y el horizonte del historiador. Ya no podemos pensar en la historia con mayúsculas, única y científica. Tendríamos, al fin, que volver a aquella maravillosa sentencia que Julio
Cortázar pone en boca de su protagonista en El Perseguidor, cuando asegura contundentemente que "nadie sabe nada de nadie".
Al narrar sus historias, los actores van recordando, revalorando y, quizá sin protagonismo, son capaces de transmitir y compartir circunstancias por demás dramáticas o violentas. Quienes escuchamos descubrimos otras dimensiones del dolor y el esfuerzo por no olvidar. Así sucedió, por ejemplo, con Esterlina Milanés, una de esas heroínas de la lucha contra la dictadura de Batista, quien, a sus casi cincuenta años, se enfrentó con valor inusitado a la agresión, la tortura y la violación. Esterlina tuvo la enorme generosidad de recordar y compartir experiencias muy penosas. Lo hizo con una tranquilidad asombrosa, y luego de la conexión logró librarse de una añeja carga de dolor, liberarse del pasado:
Yo estaba horrorizada, no dije ni media palabra, y entonces me da con el codo en el pecho, que me dejó doblada... Me llevan por las axilas, me jalan [...] se me cayó un zapato. yo medio descalza y [...] el capitán, el superior ahí, un hombre joven y buen mozo me dice: —Creo que está usted equivocada.
—¿Estoy equivocada? —y me da una trompada en el maxilar, unos salvajes [...] y viene uno y me lleva. con aquello que me acababa de romper, no echaba sangre, pero tenía un dolor desesperante, y cuando estaba en el descanso de la escalera me da una patada que me caigo de rodillas para el piso de abajo, era un dolor [. ] Entonces me arrastró y me llevó a un cuarto donde tenían una luz eléctrica muy baja, que casi no se veía [. ] y me doy cuenta de que estaba lleno de heridos y presos, una especie de calabozo. Y los estudiantes me decían: —Que no se le olvide esta cosa, profesora, que no se le olvide [. ]
Como en tantos otros casos, para ella y para sus jóvenes alumnos, víctimas de innumerables horrores, era menester no olvidar y en consecuencia, mantener la memoria siempre fresca, a manera de denuncia. Callar se entendía como sinónimo de indiferencia y hasta de complicidad. De no ser así, ¿qué podría haber guiado la pluma de autores como el italiano Primo Levi, al legarnos La tregua, o del húngaro Imre Kertész, al dejar un testimonio como Sin destino?
Y en verdad, como decía Víctor Hugo, la vida es un laberinto que debemos ir transitando hasta encontrar la salida. La memoria nos juega a veces malas pasadas. En apariencia no registra o no quiere registrar lo que sucedió, sino que va construyendo una idea aproximada de ese acontecer. Con ello se recuperan formas primitivas de la historia, como el mito con su propia lógica interna, y la crónica, cuya propiedad, que no siempre cualidad, relata los hechos desde el punto de vista de intereses concretos o específicos.
En ese combate permanente para no olvidar nos hacemos de todo tipo de recursos, incluso los inventamos, de tal suerte que la memoria esté presente y viva para poder seguir construyendo historias diversas y plurales. Para ello hay que insistir en la permanente interrogante: ¿cuál es la responsabilidad del historiador? ¿Desentrañar los discursos que concurren en el espacio público y contribuir con ello a la democratización de las reglas narrativas con las que construimos nuestras identidades colectivas?
Así de simple, esto concreta en buena medida la razón por la que muchos de nosotros hayamos optado por la estafeta de la historia oral desde hace tanto tiempo. En el empeño por construir un corpus que nos permita reflexionar sobre el quehacer del historiador comprometido con la oralidad y las narrativas de vida, por fuerza debo enunciar el qué, el por qué, el para qué y el cómo de nuestra tarea y su inherente compromiso social. La investigación fría y aislada no responde a las ciencias sociales. Quizá, y sólo quizá, a las ciencias duras que surgen de la observación precisa.
La experiencia me ha llevado a concluir que no existe manual que nos diga verdaderamente cómo realizar una entrevista de historia oral, cómo alcanzar resultados óptimos, porque cada historiador lo hace de manera diferente y cada sujeto entrevistado reacciona de manera distinta y particular. A fin de cuentas, ni los libros ni los documentos muestran los sentimientos, las impresiones y aflicciones del sujeto historiado. Sólo la práctica y la observación permiten apreciar los silencios que sirven de contención temporal a una cascada incontenible de lágrimas, o bien los suspiros, los enojos y hasta los arrepentimientos súbitos, así como también algo que con el tiempo he llegado a apreciar e incluso añorar: compartir los recuerdos, contribuir a rescatar la memoria, revalorar la existencia vivida, ser cómplices de profundas catarsis o bien recuperar el pasado, revalorarlo y comprender, en cada caso, en cada circunstancia, que ha valido la pena el recorrido, el esfuerzo y el profundo intercambio emocional entre entrevistador y entrevistado.
Confesarnos vulnerables y subjetivos ayuda a realizar un trabajo más profundo, más comprometido. Estamos obligados a valorar, respetar y entender la afectividad del narrador, sus sentimientos, renuencias, disimulos, enojos y frustraciones. Atendemos un mar de sensaciones, ciertamente desconocidas, que habrán de conducirnos a una mayor comprensión de los hechos, toda vez que muchas veces la verdad de estos hombres y mujeres poco tiene que ver con la verdad impuesta por las versiones oficiales de los hechos, mucho menos aún con lo que los textos nos dicen. Sin duda, siempre toma tiempo entender la realidad de los otros.
Sólo entonces comprendemos la importancia mayúscula de considerar, respetar y aprender de otras formas de pensar y actuar, valorando a cada uno de esos individuos que generosamente compartieron con nosotros su pasado como querían recordarlo, como el tiempo y la distancia contribuyeron a edificar.
Así se generan, voluntaria e involuntariamente, sentimientos de solidaridad, empatía, confrontación y hasta de indignación al reparar en la forma en que cada testimonio logra deshacer los nudos del complejo entramado que se constituye a partir de la memoria y los usos del olvido. Hombres y mujeres se arriesgan a compartir sus recuerdos, a permitirnos la complicidad de la recuperación del pasado contra el paso inexorable del tiempo, para contradecir la conseja popular de que el tiempo lo borra todo.
De hecho, llevamos a cabo el ineludible proceso de investigación: acudimos a las fuentes, las leemos y "escuchamos" sin asumirlas como dogmas de fe o verdades absolutas. Nos cuestionamos sobre las razones y los motivos tanto de los hechos como de quienes los "historian", tras lo cual sacamos nuestras propias conclusiones, es decir, procedemos a la tarea propia de nuestro quehacer: construir interpretaciones que nos permitan alcanzar conclusiones, quizá igualmente subjetivas y parciales.
Creo que todo ello está dado por un aprendizaje forzoso y forzado, a contracorriente, que vamos adquiriendo al paso y el ritmo que nos marcan los informantes, porque escuchar sus historias finalmente nos ayuda a crear las nuestras personales y, sobre todo, a participar en la fantástica aventura de proceder a una historia de resistencia y oposición.
Parafraseando al historiador y filósofo francés Michel de Certeaux, quien concluye que nos pasamos el tiempo viendo en lo visible lo que no sabemos que vemos, agregaría que pasamos el tiempo escuchando en el silencio lo que no sabemos que escuchamos, o bien lo que no queremos saber. En consecuencia, nos toma mucho tiempo aprender a escuchar y observar, para luego analizar e interpretar los pasados individuales y también, por qué no, a partir de ellos, nuestras vivencias personales.
Incluso asumo que ello complica y cambia nuestras vidas, esas otras historias nos hacen confabular con cada uno de los hombres y mujeres con los que nos relacionamos. De ahí también que se genere una verdadera necesidad de buscar nuevos caminos, usar instrumentos de trabajo inéditos para proceder al análisis y la interpretación propiamente históricos. Cabe insistir en que, además de la tarea histórica, nos enfrentamos a una realidad que quizá nos llega de sopetón: aceptar la categoría complementaria de protagonista porque, a fin de cuentas, uno no puede despojarse de su ideología, maneras de pensar y actuar, educación, parámetros sociales en los que se ha formado y la ética a la que se referían los clásicos y no clásicos. Todo cuenta, y cuenta con claridad en ese propósito siempre inalcanzable de llegar a las verdades, que no a la Verdad.
Si bien la historia se define sobre los modelos de escritura, los hechos que la motivan pueden ser interpretados de muy diversas formas. En ese tenor, la historia oral recoge el factor testimonio como una constante de la presencia humana, tanto en los acontecimientos históricos como en los procesos cotidianos, y redescubre la otredad, la condición de ser otro.
El testimonio individual es por definición subjetivo. Y no escapa a nuestra atención que por el mero hecho de serlo es asimismo parcial, en ocasiones hasta partidista y voluble, lo que implica de antemano la cautela con que este material debe manejarse. El olvido voluntario o involuntario, y la muy difícil reconstrucción de ciertos hechos pasados, constituyen elementos cuya naturaleza es conveniente estudiar. Cada narración de vida enriquece el conocimiento en el cual nos inspiramos para allanar nuestro camino personal como individuos e historiadores. Insisto: allanarlo, no borrarlo o ignorarlo. Y sí, en efecto, siempre hay que agradecerles a ellos, los informantes, la capacidad de sorprendernos, de entregarnos enseñanzas inolvidables y de su contribución, involuntaria o inconscientemente, para cambiar nuestro presente, nuestra percepción de las cosas y, sobre todo, una más precisa y justa apreciación de la historia.
Resulta esperanzador que prevalezca la necesidad imperiosa de salvaguardar la memoria, de oponernos al imperio del olvido para así aprender a vivir en tolerancia. Día a día comprobamos, con cierto temor y quizás azoro, que a nuestras tareas se les adjudican funciones alternativas en un tiempo irremediablemente concluso. Esto nos obliga a no cejar e impedir que nuestros esfuerzos se vean fragmentados.
El trabajo de historiar es complejo, y el compromiso del historiador determinante. Por lo tanto, tenemos frente a nosotros la posibilidad inmensa de contribuir a la comprensión y el entendimiento, de buscar respuestas y soluciones tanto para los problemas cotidianos como para los trascendentes. Alejados del bullicio y la ostentación que siempre caracterizan el poder, o los poderes, no cabe duda de que el quehacer del historiador se distingue por la soledad en el que se realiza y la inmensa carga de responsabilidad que llevamos a cuestas. Sí, hay que comprometerse, pues actuaremos de acuerdo con nuestra forma de pensar, sin despreciar a quienes opinan y actúan de manera diferente a nosotros. Frente a las otredades cabe incluir un tema fundamental: la tolerancia y el respeto.
Es entonces cuando recurrimos a la simbología que determina nuestro trabajo y permitimos que los imaginarios temporales sean sustituidos por realidades trascendentes, en tanto se configuran nuestros tiempos, sean personales, sociales o colectivos.
En el compromiso inalterable por recuperar el pasado, el historiador pugna por representaciones realistas —y agregaría creíbles—, a fin de colaborar con la revelación y denunciar las injusticias en aras de una defensa de los valores éticos en los cuales cree. Sin quedar al margen de los procesos que nos corresponden como testigos y protagonistas, habrá que continuar con las operaciones sustantivas del discurso histórico: la prueba documental, la explicación clarificadora y la representación historiadora, a partir de un lenguaje comprensible. Se ha insistido con frecuencia en que la alocución histórica es, finalmente, la rememoración de los hechos humanos. Por ende, persiste ese tránsito de la realidad fáctica al discurso social.
A manera de testamento intelectual, Edmundo O'Gorman, maestro de muchas generaciones de historiadores mexicanos, aseguró que tememos a los fantasmas del esencialismo y la causalidad, así como a la desconfianza en la imaginación. Como él, yo también ambiciono una historia imprevisible, susceptible de sorpresas y accidentes, de venturas y desventuras, una historia de atrevidos vuelos.