La transición de la dictadura franquista a la monarquía parlamentaria ¿Modélica? ¿Pacífica? ¿Pactada?
Una valoración a 36 años de la muerte de Franco
Dra. Áurea Matilde Fernández Muñiz
El 20 de noviembre de 2011 se cumplieron treinta y seis años de la muerte de Francisco Franco, el hombre que gobernó en España con una férrea dictadura militar fascista a lo largo de casi cuarenta años.
En el transcurso de ese tiempo han aparecido, y siguen apareciendo aún, innumerables obras de diversa índole: memorias individuales y colectivas, investigaciones históricas, artículos periodísticos, ensayos, películas y seriales televisivos. Desde ángulos ideológicos diversos, y realizadas por españoles y no españoles, cada una trata de analizar la etapa que abarca los primeros años de la muerte del dictador; etapa que se conoce como “Transición de la dictadura franquista a la monarquía parlamentaria”, sistema vigente hoy en España. Existen incontables referencias al tema de la transición española, como ejemplo peculiar del siglo XX.
Cierto que la España de hoy, difiere sustancialmente de aquella España que, durante siglos, acumuló un profundo retraso en su desarrollo económico y social. Por ello, muchos políticos, periodistas y escritores contemporáneos recurren al ejemplo de España para tratar de propagar transiciones en otros países del orbe. Esta experiencia no podrá reproducirse, como no puede reproducirse ningún hecho o proceso histórico concreto; pero puede servir como estudio de un caso nada común, sobre todo si se tiene en cuenta la historia de ese país en sus últimos doscientos años.
Así lo afirmaba Tuñón de Lara: Se abría a la muerte de Franco, un período de incertidumbre, de miedos y esperanzas, de agitación de fuerzas que se aprestaban a un posible enfrentamiento. ¿Hacia dónde caminaba España? En la cumbre del Estado un rey que era una incógnita; formalmente es el rey del Movimiento y de los principios del 18 de julio, aunque vendrá a ser el rey de la democracia. ¿Cómo pudo operarse este fenómeno? Como hecho histórico es apasionante y me parece poco propicio a servir de modelo; quiero decir que lo creo más bien irrepetible.
Otra valoración diferente es la de Gregorio Morán: ¿Qué fue la transición? ¿Tan sólo un tránsito de un régimen corrupto, que se caía a pedazos, a una monarquía parlamentaria, donde la piedra angular es más el propio Monarca que el Parlamento? Si eso fuera así, como pretenden los cronistas, habría que precisar que o bien al viejo régimen debían quedarle muchos y suculentos pedazos, para que tratara de reducir el proceso de deterioro sin esperar el estrepitoso final, o bien las fuerzas democráticas carecían de capacidad política para arruinar las maniobras de supervivencia de ese régimen. Lo cierto es que el franquismo no se desmoronó, ni fue derribado, y que los planteamientos políticos del conjunto de fuerzas democráticas hubieron de ser rápidamente adaptados para afrontar el año 1977 y las primeras elecciones. (...) La mayor desfachatez de la clase política de nuestra transición es que nos cobró un precio considerable, casi cabría decir abusivo, dando la impresión de que nos hacía un favor. Y la mixtificación ha continuado así durante años sin que nos atreviéramos a evaluar el costo.
Actualmente, se está produciendo en España un debate historiográfico acerca de la Segunda República y, muy especialmente, acerca de la Transición. Las valoraciones de estos tiempos son mucho más críticas con los principales responsables de las maniobras políticas de aquellos años.
Acaba de ser publicado un libro colectivo Memorias, historia, derechos humanos…Un balance revisitado, cuyo coordinador general ha sido Sergio Gálvez, en el cual se recopilan memorias y ensayos que tratan el tema de la guerra civil y el franquismo. Este libro es el resultado de una selección del dossier de formato electrónico titulado Generaciones y memoria de la represión franquista, un balance de los movimientos por la memoria. En la presentación del mismo, los historiadores Julio Aróstegui y Sergio Gálvez Biesca escriben que ha aparecido la reemergencia de la memoria histórica y la aparición de las víctimas del franquismo… y existe aún hoy la memoria traumática del pasado
Mariano Sánchez Soler, en su investigación publicada La transición sangrienta, asevera que entre 1975 y 1983 fueron asesinadas más de 600 personas por lo cual la transición no fue un proceso pacífico como se cree. Al contrario fue un momento histórico de violencia extrema. Terrorismo, represión y guerra sucia son los tres ejes coercitivos de la transición española. El silencio de la Transición oficial sobre esta cuestión supone, en la práctica, la continuación de la política de olvido aplicada a las víctimas de la guerra civil y la represión franquista. (…) Y es justo recordar que las víctimas de la violencia política mueren siempre dos veces: con su asesinato y con el olvido.
Recientemente, en mayo de 2011, se realizó en París el III Encuentro de Historiadores bajo el tema: La Transición Española. Nuevas perspectivas, en el cual Joan Martínez Aller presentó la ponencia La crítica de la Transición en las páginas de Ruedo Ibérico. En una parte de su exposición señala: La transición se hizo a marcha lenta, con control desde arriba, con represión. Fue además una transición excluyente. La violencia vino de los aparatos del Estado y de su entorno y también de algunos de los que fueron o se sintieron excluidos.
Durante la Transición, no se mencionaron las víctimas del franquismo, no solamente las que se habían producido en los casi tres años que duró la guerra, sino aquellas numerosas desapariciones, muertes, cárceles y campos de concentración, persecución implacable a los vencidos a lo largo de todos los años del régimen franquista. Lo que aceptaron los miembros de la clase política de todas las tendencias fue la ley de Amnistía de 1977, en la cual se incluía el perdón a todos los hechos ocurridos durante la guerra civil, sin tener en cuenta la gran diferencia entre los republicanos y los fascistas, y sobre todo, porque se estaban indultando a todos aquellos casos ocurridos en los años de la dictadura.
Hace apenas unos años que se vienen localizando fosas comunes, en las cuales aparecen innumerables cadáveres sin identificar. Algunas personas ya se atreven a hablar de ellas, aunque las conocían desde siempre. En los primeros diez años después de la muerte de Franco, los hombres y mujeres que habían vivido la guerra no se atrevían a pronunciar ni siquiera la palabra “república”, y los más jóvenes no sabían nada de lo ocurrido en aquellos años treinta. Y aún ahora, fuerzas herederas del franquismo se oponen a que se publique acerca del tema y obstaculizan los pasos para que se saquen los restos de las fosas, como desean sus descendientes. El libro publicado por Emilio Silva y Santiago Macías, en el año 2003 bajo el título Las Fosas de Franco, Editado por Temas de Hoy en Madrid, hace referencia a este álgido y doloroso tema. Otras demandas están siendo presentadas para el reconocimiento de las fosas comunes existentes en muchas regiones del territorio, como las del País Valenciano que presento una demanda que prueba que entre el 1 de abril de 1939 y el 31 de diciembre de 1945 fueron enterrados en fosas comunes de esa región 23, 661 personas.
En su reciente libro El holocausto español. Odio y exterminio en la guerra civil y después, Paul Preston expone: En el conjunto de España, tras la victoria definitiva de los rebeldes a finales de marzo de 1939, alrededor de veinte mil republicanos fueron ejecutados. Muchos más murieron de hambre y enfermedades en las prisiones y los campos de concentración donde se hacinaban en condiciones infrahumanas. Otros sucumbieron a las condiciones esclavistas de los batallones de trabajo. A más de medio millón de refugiados no les quedó más salida que el exilio, y muchos perecieron en los campos de internamiento franceses. Varios miles acabaron en los campos de exterminio nazis.
Nada de esto se trató durante la Transición, con el pretexto de no remover las viejas heridas y causar males mayores. Lo cierto que los causantes de todas estas atrocidades seguían tranquilamente disfrutando su calidad de vencedores de la guerra. Como señalan Aróstegui y Gálvez ello equivale a plantear que los reales “costos humanos” de la guerra civil y de la dictadura y, más aún, sus “costos morales”, no han sido considerados en lo que se merecen cualitativa y cuantitativamente.
En un reciente artículo de Vicent Navarro, titulado Garzón y la Transición, el autor aborda la injusticia que se está cometiendo con el juez Baltasar Garzón , por querer éste que se haga justicia con los familiares de las víctimas del franquismo. En dicho artículo señala: La misma concepción que valora la Transición española como modélica (elemento fundamental de la sabiduría convencional existente en el país sobre aquel proceso), también considera ejemplar el compromiso adquirido por las fuerzas políticas mayoritarias de no hurgar en el pasado. Es decir, olvidarse de las enormes violaciones de los derechos humanos, predominantemente realizadas por las fuerzas golpistas en contra de un sistema democrático, olvido que se defendía y continúa defendiéndose como necesario para construir el futuro. Parte de este objetivo asumía que los definidos como los dos bandos del conflicto civil eran igualmente responsables de lo acaecido y que, por lo tanto, era mejor cerrar cuentas y olvidarse de lo ocurrido.
A la muerte de Francisco Franco, casi ningún político español --de derechas o izquierdas-- podía predecir cuál sería el camino que tomaría la política española en los años siguientes. Durante los primeros años después de la desaparición del dictador se produjo un complejo proceso de cambios sociopolíticos que transformaron la sociedad española. Las circunstancias sociológicas, económicas y culturales que hicieron posible la transición, desde la dictadura franquista a la monarquía parlamentaria con visos democráticos, sólo es posible entenderlas partiendo de los antecedentes concentrados en los años finales del franquismo, y en la memoria colectiva y traumática de la terrible experiencia de la guerra civil.
Curiosamente, el espectro de la guerra existía, pero también sus consecuencias en la sociedad. Así lo describe Bernat Muniesa: Franco había muerto sin cancelar el espíritu de la Guerra Civil y lo extremó en sus días postreros antes de ingresar en la agonía. Seguían, pues, oficialmente, una España "victoriosa" y una España "vencida", ambas en cualquier caso pobladas de herederos de uno y otro bando más que de protagonistas de la guerra. Y en medio un amplísimo cuerpo social ignorante, indeciso, desconcertado, pero sociológicamente impregnado de los hábitos de la larga Dictadura.
La Transición no fue un proceso ordenado y controlado desde arriba como pretende defender alguna historiografía, sino más bien, zigzagueante, lleno de temores y esperanzas, en el cual colaboraron sus ejecutores --desde el régimen hasta la oposición-- y toda la sociedad española en su conjunto.
En la presentación del libro Peligrosos demócratas, del autor Alberto Sabio Alcuter, aparece indicada la importancia de la lucha antifranquista para llegar a la transición: En momentos en los que algunos se empeñan en blanquear el franquismo, bastante alejados de la historiografía profesional, este libro pone énfasis, sin embargo, en la tradición antifranquista y democrática española. Hay un deber de transmitir que el dolor causado por la dictadura forma parte de la experiencia histórica del proceso de democratización en España, sin olvidar tampoco que los “peligrosos demócratas” sumidos durante años en la clandestinidad, en las comisarías policiales y en las cárceles no pidieron luego responsabilidades por las atrocidades cometidas durante la dictadura en aras de una supuesta “seguridad” del Estado. Ahí radica también, no lo olvidemos, una de las razones más poderosas del éxito de la llamada Transición.
Para esta etapa de la historia, ya la sociedad española no estaba conformada de la misma forma que años atrás. El desarrollismo de los años sesenta y setenta había generado y consolidado un sector social de la burguesía, que sentía la necesidad de incorporarse al Mercado Común Europeo, y sabía que no lo lograría sin la apertura política del obsoleto régimen mantenido por Franco.
El problema de la tierra, el de la Iglesia, y los conflictos sociales eran menos dramáticos en 1975 que en los años treinta, a los cuales se tuvo que enfrentar la Segunda República. Muchos políticos y periodistas hacían comparación de estas fechas, para amedrentar a la población con una repetición de aquella que culminó en la Guerra Civil.
Sin embargo, otros problemas se mantenían o incluso se habían agravado, como el de las nacionalidades. Los movimientos nacionalistas de Cataluña y el País Vasco --en menor medida el gallego--, con sus reivindicaciones de autogobierno o independencia, habían crecido en amplitud y solidez bajo el franquismo, como consecuencia de la brutal represión de la lengua, la cultura y los símbolos de estas comunidades.
Y el Ejército constituía un peligro y una incógnita. Las Fuerzas Armadas, en su mayoría, seguían considerando la Guerra Civil como algo vivo en tanto "lo republicano" seguía siendo la anti-España, tal cual lo consideró Franco hasta su muerte. Los militares de alto grado, muchos de ellos hijos de los militares que acompañaron a Franco en la guerra, se habían acostumbrado a ocupar puestos privilegiados en la administración del Estado, en las empresas públicas, y hasta en algunas empresas privadas de capital extranjero. Estaban convencidos de que ellos eran la columna vertebral de la nación.
A todo esto hay que agregar como problema latente en los años de la transición, la memoria histórica de la Segunda República, en tanto estaba por definir si, a la muerte de Franco, se establecería un gobierno monárquico o uno republicano.
Desde la aprobación por Franco de la Ley de Sucesión de 1947, había predominado la definición de “Reino” para el Estado español, pero sin rey, pues Francisco Franco era la legitimidad histórica ganada en la Guerra Civil.
Los odios, por los muchos años transcurridos, se habían ido adormeciendo en la medida que las personas mayores, sobre todo aquellas que formaban parte del grupo de los vencidos, no querían acordarse ni hablar de ello a los jóvenes . En las escuelas solo se hablaba de la Cruzada que había salvado a España del comunismo. No obstante, nada hacía olvidar a los españoles las terribles consecuencias de una guerra civil.
La situación internacional había cambiado sustancialmente entre los años treinta y los setenta. Los años treinta vivieron el ascenso del fascismo internacional y la cuestión internacional estaba centrada en la inminente guerra europea y mundial. En la década de los años setenta, Europa occidental marchaba ampliamente hacia la unidad económica, con el Mercado Común y el vertiginoso crecimiento económico ocurrido en las décadas anteriores. En la coyuntura internacional, también hay que tener en cuenta los intereses de Estados Unidos de América en España y sus presiones diplomáticas, abiertas y ocultas, hacia los políticos españoles y hacia el rey. Recientemente se han publicado libros que abordan este tema, los cuales aportan documentación del interés de Estados Unidos en controlar el proceso de transición en España.
Otros cambios se estaban produciendo en la sociedad, sobre todo en las mentalidades, con la consecuente crisis de autoridad. La juventud, aun cuando se dividía entre herederos del franquismo y herederos de los vencidos, se había ido acostumbrando a una sociedad sin las penurias que habían vivido sus padres y abuelos, y deseaban la libertad que iban conociendo en los países europeos más desarrollados. La apertura política que se esperaba la sentían como resultado de sus luchas en la universidad, en las fábricas y en la calle, sobre todo la ocurrida en los años finales de la dictadura.
El proceso desencadenado a la muerte de Francisco Franco no implicó transición de sistema económico, sino político. El exilio político de los años treinta y cuarenta había perdido vinculación y fuerza real. Muchos exiliados habían constituido familias en los países donde fueron acogidos y los hijos que salieron de España muy pequeños se habían integrado a las sociedades en las cuales vivieron por tantos años. A pesar de su amor a la tierra que les vio nacer, tenían intereses muy fuertes en el lugar de radicación y no pensaban regresar a España en forma definitiva. Para 1975 ya había muerto la mayor parte de las figuras políticas republicanas. La oposición al régimen radicaba, principalmente, en el interior; y los pocos grupos que se mantenían en el exterior no contaban con apoyo de ningún gobierno extranjero.
La muerte de Franco dejaba a España en una situación de extrema incertidumbre. La profunda y enconada escisión de la sociedad española entre vencedores y vencidos, fomentada desde el gobierno franquista, permeó la vida entera de los españoles, desde la educación primaria hasta las oportunidades de empleo en la administración pública. En el momento de la muerte de Franco seguían prácticamente sin modificaciones las estructuras políticas y las instituciones estatales creadas en sus orígenes por la dictadura, vaciadas ya de cualquier función operativa, pero capaces de frenar o bloquear la creatividad de una sociedad nueva, joven y dinámica. El anacronismo del sistema franquista contrastaba, de manera espectacular, con la modernidad del sector industrial, la secularización de las costumbres y los impulsos de cambio de la sociedad. La existencia de fuertes movimientos nacionalistas, principalmente en Cataluña y el País Vasco, hacía que, a la muerte del dictador, no solo estaba planteada la democratización del sistema político, sino también una compleja reestructuración del Estado.
El 22 de noviembre Juan Carlos juró ante las Cortes franquistas y fue proclamado Rey de España. En el mensaje al pueblo con motivo de su proclamación, realizado en el hemiciclo de las Cortes, después de un recordatorio elogioso a Franco como "figura excepcional" apuntó ciertos atisbos de reforma.
Como su padre, Don Juan, no había abdicado, la legitimidad de Juan Carlos quedaba opacada ante las leyes monárquicas. La debilidad de la Corona radicaba en su origen. Franco se había referido siempre a la instauración de la monarquía --obra suya-- y no a la restauración. No fue hasta mayo de 1977 que Juan de Borbón formalizó la renuncia de sus derechos dinásticos a favor de su hijo Juan Carlos. La oposición veía al rey Juan Carlos con despego y hasta con recelo, ya que para todos era el continuador del franquismo.
El 23 de noviembre se llevó a cabo el entierro de Francisco Franco, en el Panteón del Valle de los Caídos, tal como él mismo había previsto. En la construcción de ese gigantesco monumento perdieron la vida miles de trabajadores, en su mayoría prisioneros republicanos. Al sepelio del viejo dictador solo acudieron algunos representantes extranjeros, como Augusto Pinochet, dictador en Chile por aquellos años. Sin embargo, a la misa de coronación de Juan Carlos, oficiada la semana siguiente, asistieron representantes de muchos países, entre ellos Valéry Giscard d'Estaing, presidente de Francia, el duque de Edimburgo, por Inglaterra, Nelson Rockefeller, vicepresidente de los Estados Unidos y Walter Scheel, presidente de la República Federal de Alemania. Con esta presencia la comunidad internacional de mayor peso estaba respaldando al rey Juan Carlos I.
Durante los primeros siete meses del reinado de Juan Carlos, las únicas estrategias --excluyentes como señala Javier Pradera-- se designaban con los términos: reforma y ruptura. La primera, defendida por los reformistas del régimen, proponía realizar cambios amparados en la legalidad del franquismo, para que se fuese produciendo una apertura gradual. La segunda, defendida por socialistas, comunistas y demócrata-cristianos, pretendía la formación de un gobierno provisional para determinar después el sistema político a adoptar.
Pronto se comprobó que la situación española no podía evolucionar por ninguno de estos dos caminos. A la ruptura se oponían: la sólida continuidad del poder dada por el rey sustituyendo a Franco, tal como estaba establecido en la legislación franquista y por el apoyo de las Fuerzas Armadas y los cuerpos de seguridad --Guardia Civil, Policía Armada y Cuerpo Superior de Policía-- al sostenimiento de la monarquía. Estos cuerpos de Seguridad seguían dirigidos por los mismos personajes de antes de la muerte de Franco y se mostraban abiertamente en contra de la ruptura.
Tampoco la reforma gradual era posible por los movimientos de protesta de la oposición --en las calles, universidades, fábricas--, pero al mismo tiempo eran débiles para provocar la ruptura. Estos movimientos eran una realidad para acelerar la reforma y clamaban abiertamente por el cambio.
En aquella época, más que una correlación de fuerzas, se estaba en presencia de una correlación de debilidades.
En marzo de 1976, fuerzas políticas de la oposición, desde la derecha liberal hasta la extrema izquierda, contando socialistas, comunistas y nacionalistas --excepto PNV--, acordaron integrarse en un organismo unitario: Junta de Coordinación Democrática, a la cual el pueblo llamó "Plata-Junta". Se disolvían la Junta Democrática de España, fundada en 1974 y la Plataforma de Convergencia Democrática, de junio de 1975, para integrarse en la nueva organización. Con ello pretendían evitar las tácticas divisionistas del gobierno. Su principal objetivo era lograr la ruptura democrática mediante la apertura de un período constituyente que decidiese la forma de Estado y de Gobierno, pues la oposición de izquierda no aceptaba aún la monarquía de Juan Carlos; exigían una amnistía absoluta para los presos políticos; legalización de los partidos; libertad sindical; libertad de prensa; separación de la Iglesia del Estado; todo basado en la consulta popular. Continuaron las movilizaciones populares presionando la concesión de amnistía política, utilizando consignas como ¡Amnistía, Libertad! En Cataluña y el País Vasco se gritaba ¡Libertad, Amnistía y Estatuto de Autonomía!
Muchos historiadores y periodistas han señalado al rey como el motor del cambio. Sin desconocer el importante papel desempeñado por Juan Carlos en el desmantelamiento del franquismo, no se puede dejar de analizar el complejo proceso que se inició con la muerte del dictador, en el cual se manifestaron múltiples grupos de poder, con una fuerte interrelación: dentro del Estado, dentro de la oposición ilegal, y en el seno de la sociedad. La existencia de fuertes movimientos nacionalistas, sobre todo en Cataluña y el País Vasco, exigía una compleja reestructuración del Estado. En medio de estos factores había múltiples tensiones y personajes en lucha por el poder; además de una participación popular de suma importancia: huelgas, manifestaciones reprimidas primero y luego permitidas. La represión desde el poder seguía manifestándose como si nada hubiese cambiado.
La homilía del Cardenal Vicente Enrique y Tarancón, en 1976, constituyó un alegato a la no intervención de la Iglesia en los asuntos políticos, reservando las fuerzas del clero para batallas como el divorcio, el aborto, y la enseñanza privada subvencionada por el Estado. La Iglesia no era ya un punto de referencia política para la transición democrática, de ahí su fracaso en los sucesivos intentos de relanzar un partido democristiano.
El nombramiento de Adolfo Suárez, un falangista desde sus orígenes políticos, como Presidente de Gobierno (sustituyendo a Arias Navarro) en junio de 1976, sorprendió a todos, dentro del régimen y en la oposición. Los medios de comunicación tampoco habían entendido este nombramiento y se llegó a decir que los ministros nombrados por Suárez, conformaban un gabinete franquista en el posfranquismo. En el momento de su nombramiento, Adolfo Suárez ocupaba la Secretaría del Movimiento Nacional. Era, por tanto, del bando de los "azules", pero lo suficientemente joven para tener menos compromisos históricos con el régimen.
Suárez anunció que su programa reconocía la soberanía popular y prometió realizar un referéndum sobre la reforma política y elecciones generales antes del 30 de junio de 1977. La combinación de Juan Carlos y Adolfo Suárez representaba una opción atractiva para la mayor parte de los españoles no politizados, temerosos de perder las ventajas materiales adquiridas en los quince años precedentes, pero receptivos a la liberalización política.
Al equipo de gobierno le pronosticaban una vida efímera. No obstante, Suárez comenzó a actuar a todo ritmo sobreponiéndose a las advertencias de la desconfianza, a la respuesta huelguística y al terrorismo. Negociaba secretamente con la oposición, incluidos los socialistas y más tarde con los comunistas. Suárez recibía a los dirigentes de la oposición uno a uno, para dividirla, en la misma medida que se acercaba a ella. Y, por otro lado, acometió desde dentro la operación desmanteladora de las Cortes franquistas, con el apoyo de un equipo ministerial bastante abierto a los cambios. Suárez se cuidó de atender personalmente a los miembros del Ejército. Tanto ellos como el bunker mantenían su fuerza y sus recelos; por ello permanecían en acecho y constituyeron un peligro latente para las reformas de Suárez. Los rumores de una sublevación militar eran constantes.
Mientras los partidos políticos de oposición entraban en negociaciones individuales con el Gobierno, la Junta de Coordinación Democrática mantenía su estrategia de movilizar y negociar. El nuevo concepto de ruptura negociada se fue generalizando. La Junta se transformó en Plataforma de Organismos Democráticos. En su primera declaración, reiteró la inmediata formación de un gobierno llamado ya, definitivamente, de amplio consenso democrático que debía proceder a legalizar todos los partidos políticos, decretar una amnistía total, reponer los estatutos de autonomía y convocar elecciones a una asamblea constituyente. En numerosas ciudades del país se realizaron manifestaciones pro-amnistía. El 30 de julio se aprobó una amnistía, en la cual aún se mantenían límites para aquellos prisioneros que durante la dictadura hubiesen participado en actos violentos contra el régimen.
El diálogo con la oposición se canalizó a través de una Comisión de Nueve miembros, en la cual estaban representados los más importantes grupos políticos.
La Comisión se convirtió en el interlocutor válido de Adolfo Suárez para discutir y negociar cuestiones tales como la legalización de los partidos y sindicatos, la amnistía de los presos políticos, la Ley Electoral, y el marco general de las elecciones.
Las relaciones entre el poder y la oposición llevaron a ésta a la renuncia de la posición de ruptura democrática por la de ruptura pactada. Por parte del gobierno la concesión de no realizar reformas unilaterales desde el poder, sin negociar con la oposición, cosa que no cumplió casi nunca. Los grupos de oposición se vieron obligados a hacer muchas concesiones, como abandonar la idea de un gobierno provisional conjunto con los reformistas del régimen; renunciar a exigir responsabilidades a las personas comprometidas en actividades represivas bajo el franquismo, aceptar el Estado monárquico sin consulta popular; los regionalistas aceptaron retrasar la aplicación de sus derechos históricos hasta que tuvieran lugar las elecciones constituyentes. Por parte de los partidos de izquierda, renunciaban a su republicanismo y aceptaban la monarquía con sus símbolos nacionales. La ruptura democrática se transformaba así en una ruptura pactada donde las principales reclamaciones populares quedaban postergadas. Ruptura que fue pactada entre los políticos de la época, sin consulta popular alguna.
El 18 de noviembre de 1976 las Cortes franquistas aprobaron la Ley para la Reforma Política, con lo cual se auto-eliminaron. El éxito principal de la Reforma Política consistió en reunir dos condiciones prácticamente incompatibles: nacer en el seno del régimen franquista, y propiciar el entendimiento con los enemigos del régimen. El texto de la Reforma Política incluía el reconocimiento de las peculiaridades regionales como expresión de la diversidad de los pueblos que constituían el reino.
La presentación en las Cortes del proyecto para la reforma sindical suscitó una inmediata repulsa de militares por considerar una traición a la lucha contra el sindicalismo de los años de la Guerra Civil.
El gobierno decretó la Disolución de la Secretaría del Movimiento Nacional, con lo cual desaparecía el partido único y se eliminaban los símbolos de Falange en los edificios públicos. En diciembre de 1976 se suprimía el Tribunal de Orden Público, de tan malos recuerdos para la población y se creaba la Audiencia Nacional. También fue derogado el decreto sobre el Terrorismo y la Masonería, aunque los masones no fueron permitidos hasta 1979, recuérdese que eran las "bestias negras" para Franco y sus militares.
En abril, se aprobaba la Disolución de los Sindicatos Verticales y se promulgaba la Ley para la libertad sindical, completada por la eliminación de la sindicalización obligatoria. Paralelamente, el rey, en carta personal al Papa Pablo VI, le anunciaba la renuncia del Jefe de Estado de España al tradicional privilegio de "presentación de obispos". Con ello se abría paso a una revisión del Concordato con el Vaticano, al desaparecer la vinculación del Estado y la Iglesia.
No obstante, la conflictividad en la calle generaba un estado de inestabilidad que el gobierno no podía contener, a pesar de la represión. El aumento de la violencia en estos años complicaba la situación política. Venía de grupos nacionalistas como ETA, o de ultraizquierda como el Grupo de Resistencia Antifascista 1 de octubre (GRAPO), o de extrema derecha como Fuerza Nueva, Guerrilleros de Cristo Rey y otras. Grupos "ultras" de derechas se oponían a manifestaciones populares, de las cuales resultaban muertes, casi siempre de estudiantes. Enero de 1977 fue extremadamente violento. Uno de los hechos más significativos fue el asalto de ultraderechistas armados a un despacho de abogados laboristas donde celebraban una reunión de trabajo, disparando a quemarropa sobre las nueve personas que estaban en el local. Resultaron muertas cinco y cuatro gravemente heridas. Esta fue la mayor provocación que sufrió el PCE en la transición. El entierro de los abogados laboristas, en medio de aquella tensión, fue una manifestación amplísima que marchó en un impresionante silencio. Era la primera manifestación multitudinaria presidida por banderas rojas, y saludada con puños en alto en un momento en que aún no se había legalizado el partido comunista. Por esos mismos días, en el funeral de dos policías y un guardia civil asesinados por GRAPO, hubo gritos de ¡Ejército al poder! El ambiente estaba sumamente caldeado. Y muchas personas recordaban los días previos al alzamiento militar del verano de 1936.
Un paso importante en el camino hacia la democracia fue la legalización de los partidos políticos, por Decreto-Ley del 10 de febrero de 1977. Todos los partidos podían inscribirse legalmente, excepto el PCE, que no fue autorizado a la legalidad hasta el 9 de abril de 1977, después de violentas presiones de los militares oponiéndose a la medida. Adolfo Suárez dio a conocer la legalización del PCE, el sábado de la Semana Santa, y la noticia --previamente aprobada por el Rey-- cayó como una bomba entre los sectores franquistas más recalcitrantes y entre la mayoría de los militares. La maniobra de Suárez debió ir acompañada de la concesión del Comité Central del PCE de aceptar la bandera de la monarquía como expresión de reconocimiento de la Institución. La legalización del PCE fue, posiblemente, el tramo más difícil y peligroso de la transición. También se legalizaron las organizaciones sindicales, CCOO y UGT. “La legalización del PCE, punto neurálgico de la transición a la democracia, fue la primera decisión política de importancia tomada en España desde la guerra civil sin contar con la aprobación del ejército y aun contra ella”.
Esas medidas contaron con el apoyo de un amplio sector de la burguesía financiera, pues necesitaba el reconocimiento internacional a la monarquía.
Con vistas a las elecciones generales, los Partidos Políticos comenzaron a organizarse; se crearon nuevos partidos y se realizaron coaliciones. En realidad, no había experiencia de acción de los partidos políticos, eliminados todos en 1937. Algunos sobrevivieron, pero en la más estricta clandestinidad, y otros pervivieron en el exilio, con lo cual no ganaban en experiencia para las elecciones. Tampoco la derecha tenía mucha experiencia, dada la existencia de un partido único, el Movimiento Nacional, que no tenía que competir en un marco electoral como el que se avecinaba.
Adolfo Suárez organizó el partido Unión de Centro Democrático (UCD), resultado de la unión de varios grupos, federaciones o partidos políticos democristianos, liberales, socialdemócratas y regionalistas.
Manuel Fraga Iribarne, que había sido ministro de Franco en años de fuerte y dura represión, organizó el partido Alianza Popular. Pretendió agrupar a todos los sectores de derechas, pero los "ultras" decidieron la formación de una Alianza Nacional del 18 de julio, con Fuerza Nueva y un sector de Falange.
El PSOE, un partido histórico surgido a finales del siglo XIX, había sufrido varios cambios sustanciales. Durante los años del franquismo mantuvo la dirección en el exilio, con poca o ninguna relación con el interior del país. Dentro de España se habían ido formando, en la década del setenta, grupos socialistas, la mayoría de carácter regional, que fueron ganando terreno en la dirección, sobre todo a partir de 1972. En el XXVI Congreso de Suresne, en 1974, la dirección del PSOE pasó a manos de los socialistas del interior, bajo el liderazgo de Felipe González. Felipe se sintió más fuerte por el apoyo de la Internacional Socialista.
El Partido Socialista Unificado de Cataluña (PCE-PSUC), llegó a las elecciones al final de la campaña, legalizado en abril de ese año, al igual que su homólogo Partido Comunista de España. Ambos habían abandonado la ideología leninista, antes de la legalización. De otra parte, estaban los partidos nacionalistas. En la primavera de 1977 el pueblo catalán seguía exigiendo, desde la calle, libertad y autonomía. Los vascos, con dos partidos, el Partido Nacionalista Vasco (PNV) y Euskadiko Esquerra (EE), este último apoyado por ETA en aquellos momentos, que exigía la libertad para los presos políticos.
Las elecciones realizadas el 15 de junio de 1977 demostraron que ningún partido alcanzó la mayoría absoluta. Los resultados pusieron de manifiesto la existencia de un equilibrio entre la derecha y la izquierda, al lograr el 34,3% los grupos de centro-derecha agrupados en UCD, y el 34% los socialistas del PSOE y PSP; estos últimos con mayoría en las regiones urbanizadas y los primeros en las zonas rurales y menos desarrolladas. Otro resultado significativo fue el escaso peso de la extrema derecha así como el de los comunistas.
El PCE, a pesar de haber sido la principal fuerza en la lucha antifranquista, sufrió un gran fracaso electoral, el cual se atribuyó por sus dirigentes a la tardía legalización del PCE y a la influencia negativa de la propaganda anticomunista de más de cuarenta años. Habría que agregar que se estaba produciendo una decepción ante las concesiones del partido, agravado con la ya desunión por la decisión de abandonar la línea marxista para proclamar el eurocomunismo, una expresión política sin ideología precisa. Y la no renovación de sus cuadros dirigentes representaba la vieja imagen de la guerra civil.
No solo el franquismo como sistema político fue incapaz de sobrevivir a su "Caudillo", sino que la fuerza electoral de sus seguidores directos se situó en niveles bajísimos desde las primeras elecciones democráticas.
Los resultados electorales de 1977 ampliaron y renovaron la estrategia de compromiso y pactismo.
La sociedad venía cambiando desde los años sesenta, pero en los años de la transición se reflejó un modo de vida que algunos cronistas han dado en llamar "el destape". Como dice un periodista se había destapado la olla de presión de las prohibiciones y saltaron con tal fuerza por los aires que con algunas fue imposible esperar a las elecciones para eliminarlas. La "movida" fue el término acuñado a los movimientos urbanos, para designar las fiestas de jóvenes, casi siempre en las calles alrededor de uno o varios bares, o en las discotecas; en las fiestas se podía o no utilizar drogas de variado calibre pero casi todas se extendían hasta el amanecer. Mientras una parte de la población se dejaba llevar por el desencanto, otra parte, especialmente joven, se desentendía de la política.
Constituido el primer gobierno elegido, con Adolfo Suárez al frente, fue necesario entrar en diálogo con los grupos de oposición para mantener lo alcanzado. En octubre de 1977, como resultado de negociaciones se aprobaron los Pactos de la Moncloa, mediante los cuales todas las fuerzas políticas, sindicales y nacionalistas, se comprometieron a colaborar en las reformas pendientes y trabajar en la elaboración de la Constitución. Tenían como objetivo dar una respuesta común a los problemas del terrorismo, la inflación, el desempleo y el déficit comercial creciente. En muchos aspectos los Pactos de la Moncloa fueron la culminación de la política de moderación y sacrificio que practicaron los socialistas y comunistas durante todo el período de la transición. La clase trabajadora tuvo que soportar la peor parte de la situación económica; en tanto la inflación no se controlaba en correspondencia con los salarios.
El terrorismo, el temor a los militares y la situación económica generaron una decepción popular, que la prensa definió como "desencanto". El terrorismo de los dos extremos golpeó con dureza el proceso de transición política. Y la represión desde el poder seguía imponiendo el miedo.
El año 1978 había transcurrido en la confección de la Constitución, al mismo tiempo que crecía el terrorismo y las consecuentes reacciones militares. El aumento de los delitos callejeros, la entrada de la droga y el aumento de la prostitución generaban un sentimiento de inestabilidad ciudadana que fue muy bien aprovechado por la derecha tradicional. El periódico El Alkazar llegó a escribir: “¿Qué pasa en España? La respuesta es sencilla: Francisco Franco ha muerto”.
La elaboración de la Constitución fue la principal labor de la etapa, en la cual uno de los más debatidos y acuciantes problemas fue la cuestión de las nacionalidades. Este era un problema de larga historia de conflictos desde finales del siglo XIX y las tres primeras décadas del XX. En los años de la dictadura, la represión impidió el uso del idioma y de las fiestas nacionales, después de liquidar los Estatutos Autonómicos logrados con la Segunda República en Cataluña y el País Vasco. En estas regiones la lucha antifranquista se vinculó con la lucha por la defensa de la nacionalidad.
La reforma política que debían desarrollar los constitucionalistas tenía que abordar el cambio del modelo de Estado centralista. El rey lo mencionó en su primer discurso institucional al señalar que debía crearse un orden justo para todos, que permitiese reconocer dentro de la unidad del Reino y del Estado las peculiaridades regionales, como expresión de la diversidad de pueblos que constituían la sagrada realidad de España. El Rey –señaló--, quiere serlo de todos a un tiempo y de cada uno en su cultura, en su historia y en su diversidad.
La Constitución fue aprobada en Referéndum el 6 de diciembre de 1978 y en las Cortes el 27. La abstención al referéndum fue de un 32, 3 %, lo cual reflejaba la apatía creciente.
Del Estado centralizado se pasaba al Estado de las Autonomías. Los principios básicos de la Constitución española de 1978 se fundamentan en la libertad (religiosa, educativa, ideológica, informativa), igualdad y pluralismo político.
La Constitución aprobaba así la fórmula de generalizar desde el comienzo el autogobierno, extensivo tanto a las nacionalidades históricas, como a las regiones; y estructurar la organización territorial del Estado en Comunidades Autónomas. Con la aprobación de la Constitución de 1978, y su cláusula derogatoria de leyes anteriores, se producía la ruptura con la legislación del régimen franquista. No fue una ruptura violenta, sino una ruptura jurídica como la llamó Antonio Hernández Gil, Presidente de las Cortes.
El período 1979-1982 se vio colmado de convocatorias eleccionarias de diversa índole: generales, que refrendaron los resultados obtenidos en el 77; municipales, y la serie de referéndum de las Comunidades Autónomas, seguidas de elecciones para sus parlamentos autonómicos, entre 1980 y 1982.
El 1 de marzo de 1979 se realizaron elecciones generales, en las cuales UCD aumentó sus votos respecto a las de 1977. Para estas elecciones se habían unido el PSOE y el PSP y, sin embargo bajaron su porcentaje respecto a las anteriores. El PCE subió algo, mientras AP, que se presentó como Coalición Democrática, retrocedía considerablemente. Las primeras elecciones municipales de la transición --los comicios locales anteriores se remontaban a 1931-- realizados en abril de 1979, produjeron una sustancial novedad en la vida política española. El acceso de los partidos de izquierda (PSOE y PCE) y de las fuerzas nacionalistas a posiciones de poder político permitió, por vez primera en la transición, que los ciudadanos sintieran las posibilidades de cambios reales en las instituciones del Estado.
Las elecciones parlamentarias y municipales de 1979 fortalecían la transición sin guerra, pero no por ello se eliminaban todos los peligros. El mayor provenía de las Fuerzas Armadas, ya que la aceptación del nuevo régimen era cautelosa, condicional y con frecuencia determinada por su lealtad al Rey. El caso concreto de las Fuerzas Armadas era algo más complejo y difícil. Si bien parece que la diversidad era mayor de lo que se creía, era difícil detectar el grado de unidad o divergencia en sus filas. No se puede olvidar que en el ejército continuaban muchos de los generales triunfadores de la guerra civil y sostén permanente del franquismo.
A pesar de esto, la política de consenso entre las principales fuerzas políticas permitió un sólido apoyo a la Constitución, la legitimación de los partidos y la aplicación de un nuevo pragmatismo que sustituía la intolerancia, la exclusión y la rigidez anterior. El peligro permanente de la extrema derecha y del terrorismo contribuyó a la comunicación permanente entre los partidos y los líderes, del gobierno y la oposición, para evitar confrontaciones que pusiesen en crisis el recién iniciado proceso de cambio.
Junto a la espectacular renovación del poder municipal, la segunda legislatura democrática fue escenario también de la negociación y aprobación de los Estatutos de Autonomía. Esta fue la mayor dificultad en el contexto español; la Constitución introdujo un esquema complejo, lleno de ambigüedades.
Ante el retroceso de votos del PSOE en las elecciones generales de 1979, Felipe González, propuso en el XXVIII Congreso, celebrado en mayo de 1979, un cambio de estrategia al solicitar la supresión del término marxista al Partido. Con ello pasaría de una izquierda declarada, como lo había sido tradicionalmente, a un centrismo izquierdizante. La coyuntura política y la vinculación a la socialdemocracia europea le hacían prever un éxito mayor si el PSOE caminaba en esa dirección. Una mayoría de los delegados al Congreso no aceptó el cambio y Felipe González renunció a su cargo. Le sustituyó una Comisión que debería analizar lo sucedido. No tardarían mucho, pues en septiembre de ese mismo año, en una convocatoria extraordinaria, se aprobó la propuesta y se suprimió de los Estatutos del PSOE la definición de partido marxista. Felipe González ganaba así nuevamente la Secretaría General, y dirigiría el Partido con mucho mayor poder.
La crisis económica y el creciente terrorismo minaban la popularidad de Adolfo Suárez. Por otro lado, el PSOE fortalecido, pasó a la ofensiva parlamentaria y en diciembre de 1980 presentó en el Congreso una Moción de Censura al gobierno de Adolfo Suárez.
A partir de la situación interna de su partido, y de la enemistad --declarada unas veces y velada otras-- del Ejército, llevaron a Suárez a la dimisión. El 29 enero de 1981 apareció Adolfo Suárez por televisión explicando su renuncia: He llegado al convencimiento de que en las actuales circunstancias, mi marcha es más beneficiosa para España que mi permanencia en la Presidencia (...) Como frecuentemente ocurre en la historia, la continuidad de una obra exige un cambio de personas y no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España. Estaba alertando claramente contra un posible golpe militar. Algunos autores señalan, en estudios recientes, que no fue el ejército el principal causante de la dimisión de Suárez . Si bien las discrepancias y diferencias en el seno del partido UCD fueron determinantes, las decisiones políticas tomadas por Adolfo Suárez que afectaban la continuidad del franquismo, sin contar con la anuencia del poder militar, hizo que muchos mandos militares manifestasen abiertamente su descontento, y siempre estuvo presente la crítica al Presidente, y una profunda inquietud. Las razones de la inquietud y el descontento militar hay que buscarlas en las profundas transformaciones que, con la progresiva implantación de un sistema democrático y pluralista, afectaban a la posición del ejército en la sociedad. Las fuerzas armadas españolas, caracterizadas durante el largo período franquista por un alto nivel de autorreproducción endogámica, habían forjado una doctrina, que procedía del siglo XIX, según la cual su misión más relevante era la defensa de la unidad de la patria contra el enemigo interior. Los ideólogos del golpismo se dedicaban a atribuir al régimen franquista la entera responsabilidad del desarrollo económico y acusaban al gobierno establecido de debilidad ante la crisis económica y ante el terrorismo.
El nuevo Presidente fue Leopoldo Calvo Sotelo. Era sobrino del dirigente derechista José Calvo Sotelo, considerado un mártir del régimen franquista. De acuerdo con la Constitución, el Presidente necesita la mayoría de los votos del Congreso para ser investido en la primera votación, cosa que no logró Calvo Sotelo el 20 de febrero. Se convocó a una nueva sesión para el 23 de ese mismo mes pues en segunda votación solo se requiere la mayoría relativa para ser aprobada su investidura.
En la jura del nuevo presidente, el 23 de febrero de 1981, se produjo una intentona de golpe de Estado militar, con la ocupación de las Cortes. El teniente coronel Antonio Tejero Molina hizo su aparición en el Congreso y a los gritos de: ¡Quietos todos! ¡Nadie se mueva! ¡Todos al suelo!; obligó a los asistentes a tirarse al suelo, mientras una ráfaga de su ametralladora cruzaba el recinto. Allí estaban 350 parlamentarios, que constituían la representación popular, entre ellos el gobierno en pleno. Como la sesión de investidura se estaba televisando, el pueblo pudo ver la violenta irrupción de este grupo militar en las Cortes y pudo escuchar la voz de uno de ellos conminando al camarógrafo que se había mantenido en el aire con esta frase: "Apaga eso o te mato". Esta imagen congeló a muchísima gente que estaba viendo lo que pasaba en las Cortes. Muchos sintieron que Franco había resucitado. El golpe militar de Tejero estaba coordinado con el Capitán General de Valencia, Jaime Milans de Bosch y con el general Alfonso Armada. Milans de Bosch declaró el estado de guerra en Valencia e hizo salir los tanques a la calle; según su mensaje, se esperaban las órdenes del rey. Los golpistas decían estar de acuerdo con el rey, lo que llenó de expectativa a los militares ajenos a la rebelión, y a los millones de españoles que querían saber si la monarquía estaba de acuerdo en acabar con las libertades alcanzadas.
El golpe militar, o los golpes, necesitaban del apoyo del monarca, y éste no solo no los respaldó, sino que asumió su papel de Jefe del Estado en sustitución de las Cortes, y ejerció su poder como Mando Supremo de las Fuerzas Armadas, potestad recibida de la Constitución. Mientras tanto, una concentración popular rodeaba el Palacio de las Cortes en Madrid, manifestando su rechazo al golpe y el respaldo a la democracia. En la madrugada del día 24 aparecía el rey Juan Carlos ante las cámaras de la televisión, vestido con el uniforme militar de Jefe del Ejército, y anunciando al pueblo que la legitimidad constitucional no sería suprimida. Al pueblo le volvía la tranquilidad, después de horas de angustia. La actitud del Rey ante este intento golpista constituyó la definitiva reválida de la monarquía.
Ante el temor de ver resucitar la dictadura, los sectores sociales más diversos aplaudieron al rey, y aceptaron la monarquía, incluso aquellos que aún no estaban muy convencidos. Esa impresión y el temor desatado fueron algunos de los factores que favorecieron al PSOE en las elecciones de octubre de 1982.
La violencia no cesaba, tanto por parte de ETA y GRAPO, como por los poderes de Orden Público. En ese ambiente político comenzaba Leopoldo Calvo Sotelo su gobierno. Una de las más importantes medidas tomadas por el nuevo Presidente, fue solicitar el ingreso de España en la OTAN, asunto que se venía debatiendo desde 1976 y que en el Congreso de 1977 tuvo una fuerte oposición de todas las fuerzas de izquierda. El debate en el Congreso se producía los días 27 y 29 de octubre de 1981, dos días después de la entrevista del rey Juan Carlos con el presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan. El ministro de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja, declaró en Bruselas en 1979: Hasta ahora la posición norteamericana parecía consistir en propugnar nuestra presencia en la OTAN con el fin de asegurar y consolidar el Tratado Hispano-Norteamericano, sin modificarlo ni sustituirlo. Esta medida favoreció la popularidad del PSOE que estaba en contra de la incorporación de España al pacto atlántico. No obstante, en torno al eje europeo y atlántico girará, a partir de entonces, la política exterior española. Con anterioridad, la política exterior giraba en torno a Hispanoamérica y a los países árabes-musulmanes. La pertenencia a la OTAN no implicó facilidad para la incorporación plena y sin rechazos en el Mercado Común Europeo.
La Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA) acordó la organización de 17 Autonomías. Unas correspondían a las nacionalidades históricas y otras a regiones que no contaban con aval nacionalista como las primeras. Con esto se restaba poder y preeminencia a las nacionalidades catalana, vasca y gallega, al mismo tiempo que creaba diferencias entre ellas y el resto de las regiones autonómicas. Se habló de autonomías de primera y segunda clase. En cierta medida, esta ley que limitaba a catalanes y vascos, era una especie de concesión al sector militar.
Mientras el partido de gobierno UCD se fraccionaba en varias opciones y se reforzaba la derecha de AP, y el PCE se desmembraba igualmente, el PSOE presentaba una unidad cuando logró suprimir el término marxista al programa del partido, con un dirigente joven cada vez más carismático, Felipe González.
En esta situación, con la desaparición de hecho del partido UCD, y ante los problemas económicos y de terrorismo no resueltos, Leopoldo Calvo Sotelo convocó elecciones generales anticipadas para el 28 de octubre de 1982. El PSOE obtuvo mayoría absoluta, y el segundo partido más votado resultó el derechista Alianza Popular.
La noche del 28 de octubre fue de fiesta, baile y gritos de alegría en casi todas las ciudades y pueblos de España. La televisión informaba de los resultados mientras en los intermedios se oían las canciones de Joan Manuel Serrat, Paco Ibáñez y otros cantautores que habían estado prohibidos durante los años del franquismo. La noticia del triunfo enardeció a las multitudes y se repetía la alegría de haber llegado, por fin, al comienzo del cambio.
En el mensaje de Felipe González de esa noche, después de enfatizar que los socialistas estaban dispuestos y preparados para asumir la responsabilidad que el pueblo español les había conferido, aclaraba: La Constitución española aprobada por el pueblo y sancionada por el Rey en 1978 ha funcionado correctamente, facilitando la alternancia en el poder que es uno de los principios esenciales de la democracia. Por ello, por encima del ánimo que pueda embargar a cada uno, cabe decir con satisfacción que se han celebrado con limpieza las terceras elecciones generales, y con ello, quien gana, más que un partido, es la democracia y el pueblo español.
Varias circunstancias llevaron al triunfo arrollador del PSOE en las elecciones generales de octubre de 1982. En primer lugar, el abandono que el PSOE había hecho del marxismo, en 1979, lo cual atrajo a sectores de clases medias y profesionales reformistas. El Partido se definió como reformista radical, en la línea de la socialdemocracia. Su oferta fundamental para las elecciones era el no a la OTAN y la creación de 800 000 puestos de trabajo. La crisis de los partidos UCD y PCE había dejado al PSOE en una posición ventajosa. Por otra parte, el intento golpista del 23-F contribuyó a polarizar los votos hacia la izquierda moderada que representaba el PSOE. Por él también votó una buena parte de la membrecía comunista, con el llamado voto útil, a favor de quienes garantizasen que no volviesen nunca más a gobernar los militares. No obstante, este mismo factor actuó sobre elementos conservadores, o de centro, para votar por la derechista Alianza Popular, dirigida por Manuel Fraga Iribarne, que no había tenido éxito en las anteriores elecciones. AP había salido beneficiada con la crisis de UCD. Su éxito en las elecciones de 1982 responde, en gran medida, al reflejo defensivo de los sectores de la sociedad española que formaban los eclesiásticos, gentes procedentes del franquismo, algunos militares y no pocos grandes empresarios.
Otro aspecto a resaltar fue la caída del PCE y UCD. En contra del PCE, además de su crisis interna, con lo cual se desmoralizó el partido en su base social, actuaban factores históricos, como el anticomunismo machacado día a día en cuarenta años de dictadura; por otra parte la Guerra Civil no era un recuerdo grato para las gentes, y los principales dirigentes del PCE seguían siendo los dirigentes de cuarenta años atrás. La división entre los militantes que en el interior lucharon contra la dictadura, y la dirección que procedía del exilio, no favoreció a la hora de presentar una imagen al pueblo de un partido joven, renovado.
Las fuerzas políticas se polarizaron en dos partidos, uno de centroizquierda y otro de derechas. El liderazgo de Felipe González que se había consolidado se presentaba ante la opinión pública mayoritaria como el hombre joven capaz de promover el verdadero cambio de la sociedad. El PSOE conservaba las siglas históricas del Partido que había comenzado el gobierno de la Segunda República y que había sido derrotado en 1939, pero su sangre joven, nueva, le hacía diferente ante la población.
En el editorial de Diario 16 del siguiente día se puede leer: Con el mayor respaldo popular obtenido por medios democráticos por un político español en los últimos cincuenta años, Felipe González instala al socialismo en el poder, paradójicamente, al amparo de una institución --la Corona-- y bajo la advocación de una enseña --nuestra bandera rojigualda-- que históricamente simbolizaron todo aquello contra lo que el partido de Pablo Iglesias (el fundador) luchó en las primeras nueve décimas partes de su centenaria andadura (...) La bipolarización política ha coincidido con la prosperidad de grandes países occidentales. Para nosotros regresa envuelto en recuerdos con connotaciones trágicas.
Un resultado importante de la victoria electoral del PSOE, en 1982, con la arrolladora mayoría absoluta, fue la desaparición de los últimos residuos del franquismo en las altas esferas del poder político. Lo cual no implicó la desaparición de muchos elementos franquistas en las universidades, editoriales, centros de investigación y escuelas, además de los puestos económicos en las más lucrativas empresas.
En 1982, tras elecciones constitucionales, legislativas y municipales, el gobierno seguía respaldado por los mismos sectores sociales que lo habían detentado durante más de cuarenta años; con una diferencia considerable: bajo un régimen de democracia burguesa representativa, similar a cualquiera de las existentes en los países de Europa occidental.
Con las elecciones de 1982 la transición desde la dictadura franquista hacia la democracia estaba prácticamente lograda de acuerdo a los objetivos que se habían trazado las fuerzas políticas, tanto de derechas como de izquierdas. Faltaba el completamiento de los gobiernos autonómicos y la entrada de España en la CEE, que se aprobó en 1985 --había sido solicitada por Suárez en 1977--: entraría en vigor el 1 de enero de 1986. Felipe González hizo un giro en el asunto de la OTAN, después de que la diplomacia norteamericana opinase al respecto. España entraba en la vida europea, con el mismo componente político que el resto de los países de Europa occidental.
Las diecisiete autonomías concluyeron su conformación en 1983, proceso que había comenzado en 1980. El sistema político del franquismo había sido sustituido por una monarquía parlamentaria de tipo democrático, en un proceso de transición complejo y traumático, con altas cotas de violencia, aunque sin guerra civil. Los sectores sociales que controlaban el poder económico no se habían visto afectados por el cambio, antes bien, se beneficiaban con la entrada en la economía europea.
En el marco internacional, los cambios políticos en España fueron bien recibidos, sobre todo, por los países de Europa Occidental.
En el editorial del periódico El País, diez años después de la muerte de Franco, se hicieron las siguientes valoraciones: Diez años después no puede decirse quizá que seamos mucho más felices, pero es del todo seguro que somos más libres. Incluso para equivocarnos.
Y treinta años después, Gerardo Iglesias acepta que la transición fue llevada a cabo de acuerdo a las circunstancias de su época, verdaderamente desfavorables para la oposición democrática. Lamenta que se siga hablando de transición pactada y, lo que es peor, de transición modélica, y piensa que la amnesia se apoderó de cómo fue aquello. Y lo que resultó no fue una transición modélica, sino un modelo de impunidad. ¿Qué a pesar de ello suponía un gran paso adelante? Cierto ¿Qué permitió a España importantes progresos y el período más largo de su historia en convivencia democrática? También es verdad. Pero las atrocidades de la dictadura, que siguen humillando y doliendo a tantos ciudadanos que por cierto, no dicen nada a favor de una democracia digna de tal nombre; lo que, en bien de la convivencia pacífica, hubo que admitir y callar en aquellos momentos de enormes resistencias al cambio de régimen político, no hay razón democrática para mantenerlo más de treinta años después.
A pesar de todo, la sociedad española se encaminó hacia sus vínculos europeos, con nuevos y complejos resultados. La transición política –sin guerra civil pero con muchos muertos y mucha violencia-- dejó, según buena parte de los españoles, un saldo favorable, al lograr salir del largo período franquista, pero también, un costo social y político muy alto. Con la transición se mantuvo mucha de la herencia franquista que aun hoy perdura, y se generaron nuevos problemas, alguno de los cuales aún tienen plena vigencia en la sociedad de hoy.
La movilización social comenzada el 15 de mayo de 2011, cuyos participantes se autodefinen como indignados, viene a plantear los problemas no resueltos y los nuevos problemas de su época, pero aún no sabemos hasta donde podrán llegar con sus denuncias y sus demandas. Habrá que esperar, con esperanza verdadera, lo que traerán estas movilizaciones populares y sociales que se extienden, no solamente por la geografía española, sino por otras regiones del orbe. La Historia dirá la última palabra.
La Habana, enero 2012