Azúcar y/o desarrollo. Las economías de las Antillas hispanas después de la II Guerra Mundial

Dr. Oscar Zanetti Lecuona

La Gran Depresión que se inicia en 1929 constituyó un punto de viraje para las economías exportadoras del Caribe sustentadas en el azúcar. Además de sufrir la ruinosa y generalizada caída de los precios, la contracción de la demanda y el proteccionismo generados por la crisis en los mayores mercados, así como las medidas de regulación –sistemas de cuotas, etc.- adoptadas para estabilizarlos, pusieron fin al crecimiento de la producción del dulce, la cual disminuyó incluso en medida muy notable en el caso cubano.

La coyuntura creada por la II Guerra Mundial y en especial el auge experimentado por la producción azucarera en los años de posguerra, posibilitaron que las economías de las Antillas hispanas  se recuperasen hasta superar sus mejores índices históricos previos a la crisis de los años treinta. Se trataba, sin embargo, de una tendencia tan feliz como pasajera; aún los más optimistas reconocían que, una vez normalizada la concurrencia, los mercados del dulce volverían a saturarse y la baja de las cotizaciones limitaría nuevamente las posibilidades de crecimiento. Dotarse de una estructura económica más viable y segura fue el reto encarado por las sociedades insulares.

Fluctuaciones mercantiles y alternativas de desarrollo

A pesar de que la capitulación de Japón en septiembre de 1945 puso fin a la gran conflagración mundial, el comercio azucarero habría de permanecer sujeto a las condiciones bélicas por otros dos años. La persistente insuficiencia del dulce disponible para el consumo norteamericano, así como la lenta recuperación de la producción remolachera europea, inclinaron a las grandes potencias a mantener los controles, conducta que fue apoyada por los principales productores, en particular los cubanos, atemorizados por el espectro del crac de 1920. El tránsito hacia la normalidad en el mercado se produjo así de manera paulatina; primero con  la eliminación del racionamiento en EE.UU., seguido por la reanudación de las operaciones de futuros en la bolsa azucarera de New York y, finalmente, con la restauración del régimen de cuotas por Washington en enero de 1948. La legislación aprobada a tal efecto, que regiría el abastecimiento del “coloso del Norte” hasta 1952, parecía reiterar la distribución consagrada por la ley azucarera de 1937, aunque en realidad introducía una sustancial modificación, pues la participación de los productores domésticos –incluyendo las posesiones insulares- ya no sería proporcional, sino que quedaba determinada en cantidades fijas para todo el período de vigencia del nuevo instrumento legal. Dichos volúmenes, que para algunos de esos abastecedores suponía cierto avance proporcional, descorazonaron a los que en Cuba vivían esperanzados de que la “abnegada cooperación” de los años de guerra sería retribuida por los Estados Unidos con un aumento de la cuota. La proporción concedida a la isla no se alejaba de lo tradicional, aunque su cuota incluiría ahora la asignación del 98% de la diferencia entre la cantidad cubierta por los productores domésticos y el consumo total,  fórmula interpretada como una suerte de premio de consolación por quienes confiaban en un sostenido incremento de la demanda norteña, pero que en realidad consagraban el papel de Cuba como factor de estabilización respecto a la producción doméstica, al asegurar dicha isla la cobertura de cualquier déficit en los abastecimientos. Las esperanzas dominicanas de ampliar sus ventas a EE. UU. quedaron todavía más defraudadas, pues dicha posibilidad se limitó a la exigua cantidad que la secretaria de Agricultura tuviese a bien conceder dentro del margen de consumo no cubierto por la Antilla mayor. 1

Con el abastecimiento norteamericano regulado otra vez por cuotas y la producción mundial en ascenso, el mercado azucarero iba en camino a la saturación, tendencia  aparentemente confirmada por  las cotizaciones que a lo largo de 1948 disminuyeron hasta acercarse a los 4 centavos por libra. Sin embargo,  las grandes zafras realizadas por Cuba y Puerto Rico en ese año -6,1 M de t. m. y un millón, respectivamente- pudieron colocarse sin dificultad y a buen precio gracias a la consistente demanda europea, ahora sustentada por el Plan Marshall. El peligro de los sobrantes, que asomó de nuevo en 1949 al llegar la cosecha remolachera en Europa al nivel de preguerra, pudo conjurarse en esa ocasión porque la zafra cubana experimentó una importante disminución y también porque el consumo mundial superó lo previsto. De todas formas, los reiterados sobresaltos animaron las gestiones para renovar el Convenio Azucarero Internacional concertado en Londres en 1937, cuya existencia constituía ya una mera formalidad, mas el estallido de la guerra en Corea a mediados de 1950 provocó un frenesí de compras que de hecho  prolongaría la transición de posguerra. En agosto de ese año el precio ascendía hasta los 6 centavos por libra (f.o.b. Cuba), y aunque en febrero de 1951 ya había perdido algo más de un centavo, cuatro meses después trepaba hasta los 8 centavos, para caer nuevamente a 4,8 cts. a inicios de 1952. La demanda extraordinaria generada por el conflicto coreano alejó el peligro de la sobreproducción, pero este en modo alguno había desaparecido. Por el contrario, a juzgar por las estadísticas dicho fenómeno se avizoraba como un destino inexorable: con un volumen de 29 M de t. m., en 1950 la producción mundial había recuperado el nivel de 1939 y aumentó en otros cuatro millones de toneladas al año siguiente; en 1952, una zafra cubana de 7,3 M de t.m. terminaría por rebosar la copa. Con el precio mundial rondando los 3 centavos por libra, en agosto de 1953 se reunían en Londres 17 países cuyas exportaciones sumaban más del 80% del azúcar vendido en el mercado “libre”, así como los 7 mayores importadores, para negociar un nuevo convenio internacional.

Concebido sobre mecanismos similares al acuerdo de 1937, este convenio descansaba también en cuotas de exportación, cuyo volumen solo podría ser modificado si el precio excedía en uno u otro sentido una franja de entre 3,25 y 4,35 centavos por libra (f.o.b., Cuba), definida como “zona de estabilización”. En correspondencia con los principios sustentados por el sistema de las Naciones Unidas –principalmente en su Organización para la Agricultura y la Alimentación (F.A.O., según sus iniciales en inglés) y el Acuerdo General de Aranceles y Comercio (G.A.T.T.)- el nuevo arreglo reconocía que los precios, cuotas e ingresos obtenidos bajo su amparo debían corresponderse con un principio general de equidad y, al igual que los restantes arreglos sobre productos básicos, contenía cláusulas destinadas a facilitar ajustes a largo plazo. Sin embargo, la operatividad y los propios efectos del Convenio Internacional Azucarero estaban condicionados por el hecho de que en los 15 años transcurridos desde el anterior arreglo londinense el “mercado libre” había acentuado su carácter residual. El mayor consumidor mundial, EE.UU. se abastecía mediante un sistema de cuotas, mientras que el segundo gran importador, el Reino Unido, acababa de firmar en 1951 un acuerdo azucarero con su Mancomunidad de naciones que acentuaba la exclusividad de esa zona comercial. Los mayores exportadores europeos de azúcar de remolacha, Polonia, Checoslovaquia y Alemania Oriental se habían unido al bloque soviético después de la guerra conformando una nueva área de comercio preferencial, no obstante figurar la propia URSS como exportadora entre los suscriptores del Convenio.

La compartimentación del mercado mundial azucarero y la propia condición residual del llamado “libre”,  limitaban la efectividad de cualquier acuerdo para controlar las fluctuaciones mercantiles. Aunque en una medida menor que durante la “Gran Guerra”,  los déficit ocasionados por la II Guerra Mundial también habían propiciado la aparición de capacidades “sobrantes” que ahora presionaban sobre el mercado. Como el proteccionismo,  pese a los principios proclamados por las Naciones Unidas, continuaba prevaleciendo en las relaciones económicas internacionales, las reacciones del mercado no seguían una conducta “natural” y las fluctuaciones de precios se tornaban más acusadas. Contra lo que cabría esperar, al descender el precio mundial del azúcar los mercados protegidos, lejos de incrementar su demanda, tendían a constreñirla mediante la elevación de aranceles, conducta también seguida por los grandes importadores con áreas preferentes como EE. UU., que reaccionaban con una reducción de las cuotas. Por el contrario, en algunos países exportadores, particularmente los marginales con bajos costos, la caída del precio no generaba una contracción de la oferta, sino que trataban de mantenerla, e incluso ampliarla, con la finalidad de ensanchar su participación aprovechando una circunstancial ventaja comparativa. A esto habría que añadir otras tendencias igualmente negativas, como la de almacenar reservas ante el peligro de guerra por parte de los grandes consumidores, demanda extraordinaria y por demás pasajera cuya persistencia propiciaban las continuas crisis originadas por la “guerra fría”. Con estos y otros factores debía lidiar el Convenio Internacional Azucarero en su ímproba misión de equilibrar el mercado. 2

Tal panorama mercantil, en modo alguno alentador,  imbuía de pesimismo a los exportadores de azúcar en los años cincuenta, actitud fundamentada en la percepción de que las perspectivas comerciales de los productos primarios resultaban inciertas, pues su oferta sobrepasaría crónicamente a la demanda, así como en la certeza de que la concentración de las exportaciones en dichos renglones generaba dependencia, inestabilidad y desfavorables términos de intercambio. Tales conceptos encajaban a la perfección con un clima ideológico signado por la creciente preocupación mundial respecto al desarrollo económico, problema que las necesidades de la reconstrucción posbélica y el incontenible proceso de descolonización mantenían en un primer plano. 3

El modelo puertorriqueño

Entre las naciones hispano antillanas, Puerto Rico constituyó el primer escenario en el cual se articuló una respuesta para tales preocupaciones. El triste destino del “jíbaro” en los campos invadidos por los cañaverales, así como el repudio al absentismo de las grandes corporaciones, habían sido capitalizados por el Partido Popular Democrático que desde su fundación en 1940 había formulado un discurso de franco cariz anti azucarero,  como base de todo un programa encaminado a la transformación de la sociedad puertorriqueña. Colocados a la defensiva, los “centralistas” agrupados en la  Asociación  de Productores de Azúcar no cesaban de alertar contra “la progresiva destrucción de esa importante fuente de ingresos y empleo” que, según aseguraban, habría de condenar a la mayor parte de los habitantes de la isla a vivir del socorro público como única alternativa al hambre.

Ciertamente, la economía insular continuaba dependiendo del dulce, ya que al concluir la guerra –y no obstante la política agraria y de fomento aplicadas por el populismo- la “primera industria” todavía aportaba algo más de la mitad de los ingresos. En la posguerra el sector azucarero dio muestras de un renovado dinamismo, expresado en el consistente crecimiento de las tierras dedicadas al cultivo cañero que, de 127 000 has. en 1939, aumentarían hasta 171 000 has. en 1953. La mayor parte de esas nuevas plantaciones se fomentaron en antiguas malezas y pastizales, pero algunas  fincas de café y otros cultivos distribuidas por la Autoridad de Tierras ahora albergarían cañaverales4. Los “pagos de beneficio”, con los cuales el gobierno federal subsidiaba a los cultivadores cañeros, constituían sin duda un poderoso atractivo, reforzado por la expansiva tendencia que mostraban  las exportaciones de azúcar. La cuota concedida a Puerto Rico por la ley de 1948 -910 000 toneladas cortas- estaba muy cercana a la proporción tradicional, pero la isla se benefició además con la posibilidad de cubrir constantes déficit de otros abastecedores, lo cual le permitió realizar ventas adicionales por un total de algo más de medio millón de toneladas entre 1948 y 1952,  cantidad a la que se añadieron otras compras realizadas por la Commodity Credit con destino a mercados que aún sufrían las secuelas de la guerra. Como consecuencia de todo ello, las exportaciones boricuas se mantuvieron por encima del millón de toneladas durante casi toda la década de 1950. Sin embargo, tan respetables volúmenes de producción no impedirían que el peso de la industria azucarera  experimentase una marcada declinación dentro del conjunto de la economía, como resultado de la política de desarrollo impulsada por el P.P.D.

Bajo la consigna de “pan, tierra y libertad”, el populismo había hecho del desarrollo socioeconómico el eje de su discurso. La reforma agraria y la industrialización, presentadas como solución definitiva a la crisis nacional, encontraron un ardoroso respaldo en las clases trabajadoras, posibilitando que la dirigencia intelectual y tecnocrática del Partido Popular Democrático construyese una extensa y perdurable base social. Con el nacionalismo acorralado por la represión y el proyecto “clasista” del Partido Socialista en el más completo descrédito, los populares articularon la sólida alianza de campesinos, obreros y desempleados que les permitió barrer en las elecciones de 1944. Desde tan cómoda posición y en el marco de las nuevas condiciones de posguerra, Luis Muñoz Marín y su equipo imprimirían una significativa reorientación a la política económica. 5

El programa industrial impulsado por el Fomento durante los años de guerra había venido enfrentando crecientes dificultades. Además de sus notorias limitaciones en materia de creación de empleos, los ingresos generados resultaban escasos, pues con excepción de la fábrica de cemento, las restantes plantas en operación arrojaban pérdidas y su sostenimiento parece haber consumido hasta un 15% del presupuesto estatal durante estos años6. A esta difícil situación contribuía si duda el virtual boicoteo de que era objeto la industria estatal por parte de los empresarios privados, cuya renuencia a adquirir sus producciones se tornó más dañina al normalizarse las importaciones en la posguerra. En un caso como el de Puerto Rico, con un mercado que en la práctica constituía una mera extensión del norteamericano, se carecía de los mecanismos de protección indispensables para una industrialización sustitutiva. Por añadidura, la fórmula del “Estado empresario” convertía al gobierno en patrono y suponía un tipo de relación con los trabajadores que podía dejar al P.P.D. un negativo rédito político.  Había pues argumentos diversos para una reconsideración de la política seguida; la sustitución de Rexford Tugwell como gobernador en 1946 y el alejamiento de los liberales roosveltianos de las posiciones de poder en Washington bajo una atmósfera enrarecida por la “guerra fría”, crearían la circunstancia propicia para el viraje. En definitiva este tampoco representaría un cambio radical, pues la política del populismo, fundamentada en las concepciones keynesianas y desarrollada bajo la égida del New Deal, nunca se había propuesto una transformación esencial del régimen de propiedad y ni siquiera consideraba indispensable para el desarrollo de la economía boricua la ruptura del vínculo colonial.7

En 1948 el gobierno populista decidió privatizar las cinco empresas subsidiarias de la Compañía de Fomento; los recursos que el Estado reservaba a la industrialización se dedicarían en lo sucesivo a estimular las inversiones de capital privado. El primer paso en la nueva dirección lo había dado el Fomento –bajo la conducción de Teodoro Moscoso- a principios de 1946, cuando anunció un programa de “Ayudas al Desarrollo Industrial” destinado a atraer los capitales de inversionistas norteamericanos. A tal efecto se aprobaría también, al año siguiente, una ley de Incentivos Industriales y finalmente, en 1948, otra ley de Exención Contributiva; se inició así el proyecto conocido como “Operación Manos a la Obra”. El nuevo programa afianzaba el papel de la industrialización como eje del desarrollo, dada su mayor capacidad de creación de empleo y el impacto que tendría en el nivel de vida de la población, solo que en su nueva modalidad los factores locales –recursos, capitales y empresarios- eran sustituidos por los estadounidenses. El limitado mercado insular se vería igualmente preterido, al orientarse todo el esfuerzo productivo hacia el vasto consumo metropolitano aprovechando la especial relación económica y política que mantenía la isla con los Estados Unidos.

El gobierno puertorriqueño continuaría desempeñando un papel muy activo en todo el proceso, pero ya no como inversionista o planificador, sino como promotor, mediante la realización de obras de infraestructura y otras acciones complementarias y, sobre todo, proveyendo un “ambiente” atractivo al capital foráneo cuyas empresas serían eximidas de impuestos durante una década. Para dirigir e impulsar la “operación” se creó una Administración de Fomento Económico, con oficinas en las principales ciudades de EE. UU., que actuaría como enlace con los potenciales inversionistas, mientras que la antigua Compañía de Fomento quedaba reservada para la construcción de “facilidades” y el adelanto de préstamos8. Natural complemento político de semejante proyecto de desarrollo fue la definitiva renuncia del P.P.D. a la independencia, sustituida por la propuesta de crear un Estado Libre Asociado,  antigua fórmula autonómica que al populismo le convino desenterrar. La opción autonomista resultó más que oportuna para los Estados Unidos, pues lo preservaba de los ataques de que estaban siendo objeto casi todas las grandes potencias en medio del proceso mundial de descolonización; por tal razón, el Congreso de Washington no dilató en autorizar al pueblo puertorriqueño a organizar su gobierno y regular sus relaciones mediante una constitución “adoptada por él mismo”.  La constitución del Estado Libre Asociado, elaborada por una asamblea en que dominaban los populares, sería finalmente aprobada mayoritariamente por un referéndum en febrero de 1952, no sin que mediase una violenta rebelión nacionalista.

Lanzada en medio de la coyuntura creada por la guerra de Corea,  cuando en la economía norteamericana se conjugaba la afluencia de capitales con una sensible escasez de fuerza de trabajo, el programa de industrialización arrojó sensacionales resultados. Antes de concluir el año 1950 ya había 80 nuevas industrias en operación; dos años después el número de estas se elevaba hasta 170 y la tendencia continuaría su progresión hasta dejar un saldo más de 2 000 fábricas activas al concluir la década. Como resultado de ello y de inversiones paralelas en otras ramas como la hotelería y el comercio, así como del notable auge constructivo, el PIB puertorriqueño se duplicó en una década, elevándose desde $723, 9 M en 1950, hasta $1 691,9 M en 1960. Semejante crecimiento tuvo un impacto muy notable en la realidad socioeconómica, progreso expresado también por otros indicadores como la esperanza de vida, que aumenta hasta los 69 años, el analfabetismo -reducido a un 17%-, así como en la disponibilidad y calidad de la vivienda.

Tabla 4.1  Puerto Rico: Composición del Producto Nacional Bruto por sectores (%)

SECTOR 1950    1960
Agricultura    17.5 9,8
Manufactura    15,9 21,9
Construcción y minería 4,0 6,0
Transporte y otros serv. públicos 8,1 9,3
Finanzas, seguros, etc. 9.9 11,8
Servicios    5,9 8,4
Gobierno    10,0 11,2
Otros    28,7 21,6

Fuente: James L. Dietz: Historia económica de Puerto Rico, Huracán, Río Piedras, 1989, tabla 3.1

La manufactura, en patente demostración del cambio estructural, se convirtió en el sector dominante de la economía boricua –representaba algo más de un quinto del Producto Nacional Bruto en 1960-, frente a una visible declinación de la agricultura cuya proporción dentro del PNB descendía desde un 17,5% en 1950, hasta solo un 9,8% diez años después. La inmensa mayoría de las inversiones industriales se registraba en la rama de bienes de consumo –textiles y confecciones, calzado, artículos electrodomésticos, etc.-, haciendo un uso intensivo de mano de obra y con requerimientos de capital relativamente moderados. Aunque los salarios comparativamente bajos de Puerto Rico parecen haber constituido para los capitales de la metrópoli un atractivo mayor que las exenciones contributivas, el jornal medio boricua casi se duplicó en la década del 50, pese a lo cual todavía representaba menos de la mitad del promedio estadounidense. El incremento del empleo fue muy notable en sectores como la manufactura -47%-, construcción -62%- o la administración pública -37%-, mas no compensaba los puestos de trabajo  desaparecidos en la llamada “industria de la aguja” y, sobre todo, en la agricultura, sector este último  que experimentó una reducción de 90 000 trabajadores. El éxito incuestionable de la “Operación Manos a la Obra” en materia de crecimiento económico, contrasta así con sus limitaciones en la generación de empleo, pues el número de desempleados apenas se redujo en los años 50 –de hecho creció entre 1950 y 1955-, de manera que si la presión social no se acrecentó, fue porque casi medio millón de puertorriqueños abandonó la isla en esa década para irse a trabajar a la metrópoli.9

Los movimientos que se registran en la distribución de la fuerza de trabajo, y en particular el notable descenso en el empleo rural,  constituyen otra importante evidencia de la transformación estructural que atraviesa la economía boricua y de la menguante importancia de su agricultura. En realidad no se trata de que la producción agrícola retrocediese, pues la zafra azucarera durante casi toda esta década mantuvo su volumen sobre el millón de toneladas y algunos otros renglones como el café, los lácteos y las frutas acusaron incrementos apreciables; lo que sucede es que el crecimiento del sector agropecuario resultaba comparativamente mucho más bajo10. Con su viraje en la política económica, el PPD abandonó el concepto de un desarrollo agrícola integrado; los “populares” se desentendían del problema agrario y, como testimonio elocuente de ello, en 1949 la Autoridad de Tierras realizó su última compra de terrenos en aplicación de la “ley de los 500 acres”, cuando todavía la mitad de las tierras en manos corporativas excedía dicho límite.

El moderado crecimiento del valor global de la producción agropecuaria a lo largo de la década de 1950, era solo uno entre diversos indicios inquietantes respecto al futuro de la agricultura boricua. El número de explotaciones rurales desciende de 53 515 en 1950, a 45 792 en 1959; similar tendencia se apreciaba en el área agrícola en fincas, que disminuye en un 9%, fenómeno todavía más acusado en ciertos cultivos como el tabaco, el maíz y los tubérculos. En el caso del sector azucarero, se registraba también una reducción de un 7% en el área cultivada de caña así como la desaparición de algunas centrales, pero como la producción apenas disminuía y decrecía también la fuerza de trabajo empleada, lo que se evidenciaba, al menos en lo inmediato, era cierto incremento en la productividad.11

Ese era, sin embargo, el talón de Aquiles de la economía azucarera de Puerto Rico, pues para obtener una tonelada  de azúcar en la isla se requería casi el doble del tiempo de trabajo empleado en Luisiana, la menos productiva de las áreas cañeras estadounidenses; en consecuencia, a pesar de los bajos salarios pagados en la industria insular, su coste del factor trabajo era el mayor entre los azucareros “domésticos”. La pérdida de competitividad que ello entrañaba no tenía mayores consecuencias respecto a la colocación del dulce boricua en el mercado, pues este se hallaba distribuido en cuotas, pero sí desde el punto de vista de las expectativas de rentabilidad de los productores, con evidente desmedro del atractivo para las inversiones, vitales en una circunstancia que requería impulsar el desarrollo tecnológico. Incluso en la agricultura el ingreso neto del cultivador cañero se reduce en un 22,5% entre 1947 y 1957, mientras que en los restantes renglones agrícolas aumentaba un 7%. En un contexto de evidente progreso, expresado tanto en la diversificación como en el crecimiento de la economía, la industria azucarera de la pequeña Antilla comenzaba a ofrecer contrastantes síntomas de decadencia.12

El manifiesto descuido de la agricultura, unido al énfasis en la industrialización y la orientación exportadora, acercan el modelo de desarrollo puertorriqueño a las fórmulas de lo que llegaría a conocerse como teoría de la modernización.  Asumiendo la dicotomía simplista de una sociedad dual, con un sector tradicional representado por una agricultura relativamente atrasada y otro moderno constituido por la industria capitalista, los teóricos de la modernización –como Sir Arthur Lewis- proponían impulsar el crecimiento del sector moderno aprovechando los recursos –especialmente la mano de obra- del tradicional. La expansión de la industria, sustentada en una atracción de capitales que no reparaba en medio alguno –la llamada “industrialización por invitación”-, debía generar un dinámico proceso encaminado a superar el atraso y los desequilibrios13. Pero en su desenvolvimiento, la economía boricua más bien tendería a sustituir unas desproporciones por otras, creando una sucesión de desajustes en la que se decidiría la suerte de su industria azucarera.

Cuba: de las ambigüedades a la revolución

En Cuba la posguerra tuvo efectos contrapuestos: si por una parte la recuperada producción de azúcar consiguió sobrepasar sus máximos históricos, diversos renglones de la agricultura y la industria que habían prosperado en las especiales circunstancias creadas por la guerra, se vieron perjudicados por la normalización de la concurrencia. Producciones como el alcohol, los caramelos y algunos licores, que se colocaban con buenos dividendos en los mercados exteriores, así como otras bien posesionadas en el mercado interno -calzado, aceite de maní, confecciones textiles, artículos de vidrio y ciertos medicamentos-, comenzaron a sufrir los embates de la competencia y entraron en un proceso recesivo, matizado por la drástica reducción de  operaciones y el cierre de fábricas y talleres. Los empresarios de las ramas afectadas, que por lo general operaban con un equipamiento de baja productividad, reaccionaron solicitando la protección del gobierno, que apenas podría brindarla sin enfrentar muy serias complicaciones. Las ayudas más usuales, ya fuese la elevación de aranceles a las importaciones competidoras, la supresión de cargas fiscales o las rebajas salariales, al implementarse afectarían los intereses de los comerciantes importadores, de las colectividades obreras, de la burocracia pública y hasta de la imponente burguesía azucarera, sectores todos cuya airada reacción podía darse por descontada. Con tan cerrado margen de maniobra, a finales de los cuarenta la sociedad cubana se convirtió en escenario de enconados debates.

El más sonado de aquellos foros fue quizás la Conferencia para el Progreso de la Economía Nacional, convocada en octubre de 1948 por las corporaciones económicas -principalmente las de industriales y comerciantes- para formular propuestas y lineamientos que se pondrían a la consideración del nuevo equipo gubernamental encabezado por Carlos Prío Socarrás, el segundo líder del Partido Revolucionario Cubano –“autentico”- que asumía la Presidencia de la República. En correspondencia con los intereses de sus promotores,  en su declaración final la Conferencia comenzaba por proclamar a la inversión privada como fuente de toda dinámica económica, asignando al Estado la responsabilidad auxiliar de crear el clima apropiado para que esta se materializase. Aparentemente relegado en su rol de agente económico, el

Estado resultaba ser, sin embargo, protagonista predilecto del documento, pues la mayor parte de los señalamientos y recomendaciones de este se referían a las funciones que el ente público debía desempeñar. Entre las propuestas de mayor relevancia se encontraban una reforma fiscal que desgravase las actividades productivas, la creación de un Banco Central e instituciones oficiales de crédito agrícola e industrial, el fomento del turismo, así como el establecimiento de un órgano coordinador de la política comercial, idea esta última que fue rechazada por las asociaciones de hacendados y colonos.

Tampoco faltaron las sugerencias en el terreno laboral, ámbito en el cual la Conferencia, a la vez que prevenía contra un excesivo intervencionismo, clamaba por la introducción de regulaciones disciplinarias y fórmulas expeditas de despido. Coincidentemente, una misión del Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento, invitada por el gobierno como paso previo a la concertación de un empréstito, reconocía poco después en un detallado análisis –conocido como “Informe Truslow”- que la economía cubana se hallaba en un “circulo vicioso” debido a la excesiva dependencia del azúcar, pero su examen de los problemas apenas trascendía el plano de lo funcional, mientras que las recomendaciones  formuladas seguían las pautas ya trazadas de la diversificación productiva, el ensanchamiento de mercados para la exportación, los estímulos a la inversión y la flexibilización de las regulaciones laborales.14

Las dificultades para articular una política económica en el caso cubano, como puede apreciarse, no estribaban tanto en la identificación de las carencias o el enunciado de sus remedios, como en la imposibilidad de llegar a un consenso social en torno a las acciones y en la escasa capacidad gubernamental para llevarlas a cabo. La propia ejecutoria de la administración Prío lo evidenciaba: creó el banco de emisión y redescuento –Banco Nacional de Cuba- así como un Banco de Fomento Agrícola e Industrial para financiar la diversificación productiva, pero esa última entidad desplegó su gestión con tan conservador criterio que minimizó los beneficios que ella podía reportar. En el plano comercial negoció con los Estados Unidos en el marco del GATT un convenio exclusivo -modelado a satisfacción de los intereses azucareros-, el cual prolongaba las condiciones de dependencia implantadas por el viejo régimen de la reciprocidad, y después, como para salvar la cara, otorgaría puntual protección arancelaria a los textiles y algún otro renglón industrial abatidos por la competencia de las importaciones. Carente de una mínima sistematización, la actividad gubernamental se desplegaba además en medio de la corrupción más desfachatada, de manera que si la nación gozaba de estabilidad, y hasta de cierto bienestar, ello debía atribuirse más que todo a la bonanza azucarera propiciada por el conflicto coreano.

En 1952, cuando la guerra en la península asiática se aproximaba a su fin, la situación cubana experimentó un fatídico vuelco. Un golpe de estado escenificado por el general Fulgencio Batista vino a quebrar el orden constitucional, justo cuando el país se hallaba embarcado en la realización de una zafra que prometía alcanzar un monto extraordinario. Aunque todos los pronósticos advertían que la cosecha cubana desequilibraría el mercado, el gobierno de facto se abstuvo, por razones obvias, de imponer una restricción productiva y dejó que la molienda continuase hasta superar los 7 millones de toneladas. Tras el esperado desplome del precio, la dictadura apeló a viejas recetas; primero instauró un “vendedor único” para frenar la oferta, y cuando ese recurso se mostró inefectivo, segregó una “reserva estabilizadora” de 1 750 000 tns. de la zafra de 1952, para ser vendida en años sucesivos en partidas de 350 000 tns. La operación, financiada por el Banco Nacional, parecía un calco del antiguo Plan Chadbourne, solo que no incluía compromiso alguno respecto al control de los mercados.

Para conseguir esto se promovió la negociación del nuevo convenio azucarero internacional, a la cual Cuba concurrió habiendo restringido de antemano a 5 millones de toneladas su zafra de 1953. La cuota que le fue asignada resultó lógicamente inferior al volumen de sus ventas en el mercado mundial durante el trienio anterior  y, para mayor desdicha, el Consejo administrador del convenio decidió reducir los cupos para la campaña 1953-1954 en un 15%, pues por haberse sobrestimado el consumo los precios continuaban deprimidos. Como el aporte cubano al mercado de los Estados Unidos también se había visto disminuido al modificarse la ley azucarera de aquel país en 1951, la restricción de las zafras se acentuó -a 4,7 M de tns en 1954 y a 4,4 en 1955- ocasionando una sensible contracción en el valor de las exportaciones.15

Pese a todo, durante la etapa que examinamos, es Cuba el país antillano que mayor aumento registra en su producción de dulce, aunque si se exceptúa el circunstancial “pico” de 1952, las cosechas de los años 50 apenas superaron en un 8% la media alcanzada en el quinquenio precedente a la crisis de 1929. De tal suerte, el azúcar reafirmaba en la posguerra su tradicional importancia para la economía cubana, pero al mismo tiempo se mostraba incapaz de sustentar el crecimiento. No es menos cierto que la productividad de la industria avanza en esos años gracias al incremento de su capacidad de molida diaria y mejoras en la eficiencia fabril. Pero esa tendencia, indicativa del esfuerzo del empresariado por conservar su margen de ganancia en una situación de costos crecientes -dado el aumento en los salarios y el precio de la materia prima-, no implicaba un progreso sustancial dentro de una dinámica técnico económica  que conservaba su carácter extensivo, con un agricultura cañera considerablemente atrasada y una mecanización obstaculizada por el grave cuadro de desempleo prevaleciente en la sociedad cubana.

El desplome de la “variable estratégica” de la economía cubana a mediados de los años 50, ocasionó un deterioro generalizado de los indicadores económicos. Para enfrentar la recesión, el gobierno de Batista se propuso sostener el empleo apelando al gasto publico, primero mediante la emisión de un empréstito interior y, finalmente, con la formulación de todo un “plan de desarrollo económico y social”. La base del ambicioso proyecto eran los capitales acumulados durante la guerra y la posguerra, para cuya movilización se apeló a procedimientos compulsorios, forzando la adquisición de valores públicos por parte de la  banca privada.

Con tales recursos se constituyó una red de instituciones financieras paraestatales que, en conjunto, extendieron créditos por más de 1 250 millones de pesos durante los siete años de dictadura. Pero el desarrollismo en el proyecto económico batistiano era más bien cuestión de rótulo, pues su práctica resultó esencialmente keynesiana, como lo evidencia el absoluto predominio de los capitales destinados a obras y servicios públicos sobre los que se aplicaron a inversiones reproductivas, esfera esta última en la cual el turismo ostentaba, además, absoluta primacía. Del inmenso caudal de capitales canalizado por la banca oficial, la industria no azucarera recibió poco más del 10% y la agricultura apenas un 8%, claro indicio de la escasa prioridad concedida al incremento y diversificación de la producción nacional.

Para estimular la inversión de capitales privados se apeló a la fórmula de las industrias mixtas, remedo –a más pequeña escala-  de la “industrialización por invitación” ensayada en Puerto Rico, solo que en el caso cubano se llegaría a extremos tan aberrantes como el de financiar la expansión de inmensas corporaciones norteamericanas –la Standard Oil o la American Foreign Power, por ejemplo- con el crédito público. Pero sin duda lo peor en esta política de “desarrollo” era que el flujo de capitales sufría frecuentes e importantes drenajes hacia las arcas de los principales personeros gubernamentales, que además de enriquecerse con los recursos públicos estaban monopolizando importantes renglones de la economía.16

De tal suerte, aunque el sector de la construcción adquirió indiscutible dinamismo y se registró   cierto crecimiento en renglones de la industria no azucarera, la economía nacional continuaba sujeta a los avatares del azúcar y su limitada oferta de trabajo propiciaba el aumento incontenible del desempleo.  Si a la relativa efectividad de la política compensatoria para mitigar el impacto de la crisis añadimos la naturaleza fraudulenta del gobierno de Batista, así como su proceder corrupto y represivo, no ha de sorprender que la situación social y política del país se tornase cada vez más tensa. El rechazo al golpe militar, convertido muy pronto en resistencia activa, tomó entre la juventud un cariz francamente insurreccional cuyos propósitos, como lo advirtiese el  asalto al cuartel Moncada en 1953, iban bastante más allá del simple retorno al viejo orden constitucional. La falaz maniobra de la dictadura para legitimarse mediante unas elecciones espurias y las reiteradas burlas a las propuestas de solución política planteadas por la oposición legal, dejaron en claro que la insurrección armada constituía la única salida al régimen de fuerza.  En diciembre de 1956, el desembarco de una expedición encabezada por Fidel Castro en la región oriental de Cuba dio inicio a una guerra civil que, desde su foco inicial en la Sierra Maestra, se iría extendiendo por todo el país hasta culminar en la derrota militar de la dictadura.

El joven liderazgo que llegó al poder con la victoria del 1º de enero de 1959 enarbolaba un radical proyecto de transformaciones económicas y sociales. Tras las primeras decisiones encaminadas a democratizar la vida nacional, así como algunas medidas de alivio a la economía popular, el Gobierno Revolucionario emprendió el camino de los cambios estructurales con la promulgación de una Ley de Reforma Agraria. Esa legislación, unida a otras disposiciones de finalidad redistributiva, así como a la búsqueda de nuevos mercados para las exportaciones por parte de las autoridades cubanas –entre estos, y en posición prominente, el de la Unión Soviética-, suscitaron la creciente hostilidad de los Estados Unidos, cuyo gobierno desencadenaría una sucesión de acciones de hostigamiento que habría de culminar en la supresión de la cuota azucarera de Cuba.  Envuelta en letal enfrentamiento,  la dirigencia revolucionaria iría escalando también sus acciones hasta terminar con  la total nacionalización de las propiedades norteamericanas en la isla, entre las que se incluían 37 centrales. El Estado cubano, en lo que ya se perfilaba como un claro rumbo socialista, continuaría desplegando una política de nacionalizaciones que dejaría en sus manos los principales recursos del país, entre estos a la totalidad de la industria azucarera. El programa de crecimiento adoptado, formulado un tanto sobre la marcha, se orientaría primero hacia una diversificación productiva para sustituir importaciones, en relativo detrimento de la producción azucarera, aunque poco después volvería sobre sus pasos y haría de esta el pivote de toda su concepción del desarrollo.17

El desarrollo según Trujillo

En la República Dominicana, la política económica seguiría un curso muy peculiar, determinado por el absoluto control de Rafael Leónidas Trujillo sobre el aparato estatal y la irrefrenable codicia del tirano.  La coyuntura creada por la guerra mundial propició la definitiva articulación de los mecanismos en que habría de sustentarse la dinámica económica del país; la posibilidad de manejar libremente el régimen tributario tras el tratado Trujillo-Hull, unida a la carestía de artículos de consumo, posibilitó incrementar la recaudación fiscal, ofrecer estímulos, manipular precios y aplicar otros “controles de guerra” encaminados a paliar la escasez, pero que al mismo tiempo permitían al dictador acrecentar su fortuna mediante el cobro de comisiones sobre licencias de importación o fijando precios de monopolio a mercancías que el mismo importaba. Con los capitales así acumulados, el dictador comenzó a invertir en industrias y ciertos renglones agropecuarios que sustituían importaciones, consolidando su condición de empresario, ya acreditada en la década precedente mediante la adquisición de una cervecería, un matadero industrial y otras pequeñas manufacturas. Bajo las provisiones de la nueva Constitución de 1942, que facultaba al Congreso a eximir de impuestos y ofrecer otros estímulos a la inversión,  prosperaron proyectos como el de la Fábrica Dominicana de Cemento o la Chocolatera Sánchez en los que el capital privado se enlazaba con los de Trujillo y su familia.18

El auge exportador de la posguerra, prolongado por el conflicto coreano hasta los años cincuenta, originó saldos favorables en la balanza comercial dominicana que nutrieron al proyecto económico trujillista con las reservas necesarias para financiar obras de infraestructura, adquirir equipos e insumos para el desarrollo industrial y hasta sufragar la costosa modernización del aparato represivo. Medidas como la creación del Banco Central y la emisión de la moneda dominicana en 1947 –el peso, equivalente al dólar-, así como la posterior creación del Banco Agrícola, tuvieron apreciable influencia en la actividad financiera, por más que la triste experiencia nacional en ese terreno indujese a mantener los controles para garantizar la estabilidad económica y política. Ello probablemente explica también el cuidadoso manejo y la temprana liquidación de la deuda interna –presumiblemente creada por Trujillo para cubrir algunas de sus primeras operaciones en el sector azucarero con fondos públicos-, así como el apresuramiento en amortizar el remanente de la deuda externa, un acto cargado sin duda de valor simbólico pero que también dejaba más libres las manos al dictador.

Si se excluyen los aranceles aduanales, el azúcar proporcionaba el mayor caudal de  contribuciones a las finanzas públicas dominicanas. El impuesto a su exportación, fijado en 1945 en una proporción ascendente de acuerdo al precio y reforzado al año siguiente en un 0,5%, representó por si solo casi la cuarta parte de las recaudaciones del Estado en 1947. Mediante dicha contribución, el gobierno captaba la mayor parte del ingreso extraordinario que el alza de precios podía reportar a las compañías azucareras, y su peso exorbitante fue la razón alegada por cinco ingenios para declarar pérdidas en ese mismo año. Siempre resulta difícil precisar el impacto de las cargas fiscales en el real estado financiero de las empresas, pero la proporción que estas representaban en el caso dominicano resulta indiscutiblemente alta, al extremo de que suele considerársele el factor determinante del estancamiento - en torno a las 450 000 t.m- que muestra la producción del dulce durante esos años. En la conservadora conducta de las corporaciones azucareras también pesaban las perspectivas mercantiles, ensombrecidas por la virtual exclusión de sus producciones del mercado preferencial norteamericano y el peligro visible de una saturación del mercado mundial, pero lo cierto es que ni los favorables contratos concertados con Gran Bretaña y Canadá a principios de los años cincuenta parecen haber constituido estímulo suficiente para impulsar la producción, que en 1951 todavía totalizaba 474 000 t.m. Contemplada desde este ángulo, la política fiscal dominicana mantenía prácticamente paralizada a la principal fuente de ingresos del país.19

Tal proceder, a primera vista absurdo, se torna inteligible desde el punto de vista de la estrategia económica y los intereses de Trujillo. El ascenso del precio del azúcar  provocado por la gran conflagración mundial, había despertado las apetencias del “Generalísimo” que comenzó a considerar la conveniencia de incluir al dulce en el expansivo ámbito de sus negocios. Desde esa perspectiva, la presión fiscal sobre la industria resultaba un muy útil instrumento pues, además de presentarse como una formal defensa del interés nacional, incrementaba los recursos del gobierno y limitaba la rentabilidad de las empresas hasta el punto de hacer del azúcar un negocio carente de atractivo. Para allanar el camino a sus ambiciones, el dictador desató una campaña de prensa orquestada por algunos intelectuales del régimen como Ramón Marrero Aristy y Félix Benítez, quienes a la vez que insistían en los males tradicionalmente asociados con la plantación azucarera –bajos salarios, pagos con vales, latifundio, etc.-, denunciaban la inercia de las compañías extranjeras ante la favorable coyuntura mercantil como una prueba de su indiferencia respecto al desarrollo de la economía nacional. Bajo tales auspicios inició Trujillo su ofensiva azucarera, no mediante nacionalizaciones como habían llegado a proponer algunos de sus consejeros, sino de manera muy modesta, con el fomento de un pequeño ingenio, el Catarey, en 1948. Tres años después, el dictador decidía lanzarse “en grande” fomentando el central Rio Haina, con una molida diaria inicial de 2 500 toneladas de caña, pero que según lo anunciado debía convertirse en la mayor fábrica azucarera del país. A partir de entonces continuaría su avance adquiriendo fábricas en operación; primero cuatro ingenios pequeños –Amistad, Montellano, Porvenir y Ozama- de propietarios individuales, seguido de la compra en 1956 de los 4 centrales de la West Indies  por 33,8 millones de dólares y, casi simultáneamente, el Santa Fe, -por $ 2,5 millones- a la South Puerto Rico Sugar Co. Como resultado de estas operaciones, la propiedad extranjera en el sector azucarero dominicano quedaría circunscrita a La Romana;  descontado ese coloso y los tres ingenios de la familia Vicini, en menos de una década Trujillo había logrado hacerse con el control de 12 de los 16 centrales existentes en el país, convirtiéndose en su mayor productor de azúcar.20

La avasalladora presencia de los intereses de Trujillo en el sector del dulce tuvo lógicas repercusiones sobre la política azucarera. Para que las inversiones rindiesen la ganancia esperada, se necesitaban mercados que permitiesen ampliar la producción y precios remunerativos. Ello explica la agresiva posición de los negociadores dominicanos en el Convenio Internacional londinense de 1953, que supieron sacar partido de la debilidad del mercado para obtener una cuota de 600 000 toneladas –cifra superior a cualquiera de las exportaciones realizadas por su país en años precedentes- y consiguieron incrementarla todavía más, lo cual permitiría realizar ventas por más de 750 000 tns. en 1957. Por otra parte, las modificaciones de la ley azucarera de Estados Unidos posibilitaron ampliar, aunque moderadamente, las ventas de dulce dominicano a tal destino. El acceso a ese mercado de precios preferentes constituía el desiderátum para Trujillo, que no escatimó recursos tratando de ganar el favor de los congresistas estadounidenses cuando estos elaboraban una nueva ley azucarera en 1956. Aunque dicho esfuerzo obtuvo escaso éxito, la oportunidad dorada se presentaría cuatro años después, cuando el presidente Dwight Eisenhower, en el fragor de su enfrentamiento con la Revolución Cubana, decidió suprimir la cuota del vecino país. La posibilidad de cubrir el déficit de abastecimiento creado por dicha medida elevó las ventas de dulce dominicano a EE. UU. hasta 464 000 tns. en 1960 y se crearon expectativas todavía mayores para cuando la cuota  de Cuba se redistribuyese al año siguiente. Sin embargo, visto el impacto del proceso cubano en Latinoamérica, para Washington resultaba perjudicial estrechar relaciones con un tirano paradigmático como Trujillo, por lo cual el presidente norteamericano intentó excluir a República Dominicana de la redistribución de cuotas y, al no conseguirlo, fijó un impuesto extraordinario al azúcar de ese país que de hecho anulaba los efectos del precio preferencial. De cualquier manera, el mayor acceso al mercado estadounidense permitiría que las zafras dominicanas se mantuviesen sobre el millón de toneladas, por más que el “Generalísimo” –muerto en un atentado en mayo de 1961- ya no podría disfrutarlas.21

El lado interno de la política azucarera dominicana se adecuó todavía más –y con mayor facilidad- a los intereses del dictador. La emisión de bonos mediante empréstitos interiores hasta un monto superior a los 30 millones de pesos entre 1947 y 1953, permitió acumular un capital que según todos los indicios fue utilizado por el dictador para el fomento de Catarey y Rio Haina, así como para sus primeras adquisiciones de ingenios. Claro que las maniobras financieras no se limitaban a esto, como lo indica insólita operación de venta y casi inmediata recompra del central Rio Haina en 1953 al paraestatal Banco Agrícola, entidad cuyos recursos también fueron aplicados  al desarrollo de otros proyectos conexos como los sistemas de regadío para la caña. A semejantes formulas de capitalización deben añadirse otras acciones destinadas a garantizar las utilidades del “Benefactor”, como lo eran el sistemático privilegio de que disfrutaban sus ingenios en las distribuciones de cuotas de producción y las no menos regulares exenciones de impuestos decretadas en su beneficio. La singular simbiosis del aparato estatal con los intereses privados de Trujillo y su familia, reportarían a estos una ganancia estimada de más de 40 millones de dólares durante la década de 1950, solamente en el negocio azucarero.22

Pero la “política de desarrollo” trujillista se desplegaba también en otros terrenos no menos gananciosos. Decidido a mantener el proceso de sustitución de importaciones iniciado durante la guerra, así como para aprovechar el relativo incremento del consumo interno, el gobierno dominicano impulsó un conjunto de exenciones impositivas, incentivos arancelarios, y otras concesiones especiales para estimular la inversión industrial, lo cual favoreció la instalación de un buen número plantas con participación de capitales privados, tanto nacionales como extranjeros. Entre 1946 y 1952 se establecieron unas 600 nuevas manufacturas, todavía con un franco predominio artesanal según lo indican el capital invertido y el bajo numero de trabajadores empleados, pero de 1953 a 1960 se desata una clara tendencia a la concentración, pues mientras se reducía en casi un tercio el número de instalaciones, el capital casi se triplica y aumentaban en un 40% -hasta 24 718- los trabajadores ocupados. Expresión palmaria del crecimiento, las ventas del sector manufacturero se elevaron durante esos tres lustros desde 50,5 millones de pesos en 1946, hasta 164 millones en 1960. Como cabe suponer, el dictador, su familia y sus allegados eran los principales protagonistas de esta industrialización, en ocasiones asociados a inversionistas privados -como la familia Armenteros o el empresario salvadoreño Gadala María-, pero generalmente con el pleno control de las empresas. En la larga lista de firmas industriales en manos Trujillo figuraban Molinos Dominicanos, la fábrica de sacos y tejidos, la de pinturas PIDOCA, la de calzado FADOC, la desmotadora de algodón y muchas otras, al extremo de estimarse en un 80% la producción industrial controlada por la elite trujillista. Para asegurar los mayores beneficios a semejante emporio, no solo el Estado hacia a sus firmas objeto indefectible de las medidas de “estímulo” antes apuntadas, sino que se apelaba a procedimientos tan pintorescos como prohibir andar descalzo en lugares públicos,  disponer la compra de leche para los empleados gubernamentales u obligar a que se pintasen las casas dos veces por año, con lo cual se aseguraba la demanda necesaria a las fábricas de zapatos, pinturas y a la industria láctea del “Benefactor”.23

Bajo la égida de Trujillo, la República Dominicana constituyó singular escenario de un desarrollo capitalista compulsado por el Estado –aunque dicha entidad apenas pudiese diferenciarse del patrimonio personal del dictador-, no solo a través de la inversión directa o encubierta de fondos públicos y las medidas habituales de estimulación, sino mediante el empleo desembozado de procedimientos coercitivos contra los trabajadores para asegurar el más bajo costo de la mano de obra, lo que en la industria azucarera incluía la importación masiva de braceros haitianos. La tendencia a sustentar los beneficios en salarios artificialmente deprimidos tenía, sin embargo, resultados contraproducentes al restringir el mercado, precisamente una de las limitantes fundamentales en el proceso de industrialización dominicano. Esa circunstancia unida a la bajísima integración de la planta industrial, determinaban la persistente preponderancia del sector exportador y especialmente de la industria azucarera dentro de la economía dominicana, así como el interés del “Generalísimo” por conservar a esta última bajo su control. Sin que se llegase a formular algo parecido a un proyecto de desarrollo socioeconómico, en el caso dominicano la codicia del dictador desencadenó un proceso de crecimiento de notable envergadura en un plazo, además, relativamente breve. De igual manera, y a pesar de que Trujillo no era propiamente un nacionalista, su insaciable afán de apropiación lo llevaría a sustituir  la abrumadora influencia de los intereses económicos extranjeros por los suyos propios, reduciendo en cierta forma la tradicional dependencia de su país. De tal suerte, tras caer la dictadura y confiscarse las propiedades de Trujillo y su familia, el Estado dominicano quedó en posesión de gran parte del aparato productivo nacional, incluyendo a la mayoría de los centrales azucareros.

La devastadora experiencia de la crisis en los años 30 y la coyuntura que posteriormente propiciaran la II Guerra Mundial y el conflicto coreano, impulsaron tendencias similares en las Antillas hispanas, por más que estas se concretasen de manera muy distinta en cada uno de esos países. En todos los casos el Estado devino agente económico fundamental; en Puerto Rico en tanto artífice de un vasto programa de desarrollo económico –aunque no así como empresario-, en República Dominicana gracias a la desmedida ambición de poder –político y económico- de un tirano y en Cuba por obra de un prolongado enfrentamiento de intereses que, al culminar en una revolución, extendería la propiedad estatal a las más diversas ramas de la producción y los servicios.

La importancia económica del azúcar también registra variaciones, aunque en este sentido no se aprecia una similitud de tendencias. En las tres islas el carácter monoproductor de las economías se atenúa, pero mientras en Puerto Rico una pujante industrialización  relega la manufactura del dulce a un segundo plano –sin que esta experimente, de momento, una disminución apreciable-, en Cuba el azúcar continúa siendo la primera industria, a pesar de que su producción se halle prácticamente estancada y otros renglones industriales y agrícolas acusen crecimiento. República Dominicana exhibe en este sentido la más marcada diferencia, pues al mantenerse su producción sacarífera en vigorosa expansión -al extremo de duplicar su monto en la década de 1950- es el único de estos países en el cual el sector azucarero se acrecienta, por más que su peso proporcional también mengua levemente en el marco de una economía que tiende a diversificar su producción y alcanza a desarrollar una industria, muy pequeña si se le compara con sus vecinas, pero sin duda notable en un país donde hasta poco antes la planta fabril solo se hallaba representada por los centrales.

Esos cambios, entre los cuales no pueden perderse de vista los registrados en la esfera laboral –igualmente diversos, tanto en niveles salariales como en otros órdenes- hicieron sentir en mayor o menor medida sus efectos sobre las condiciones operativas del sector azucarero, replanteando la importancia perspectiva de este para el desarrollo de las economías insulares. La evolución de la producción azucarera en las Antillas hispanas a partir de la II Guerra Mundial contribuyó sin dudas al restablecimiento económico de las islas, pero en modo alguno representó una recuperación de la antigua condición de esta como exclusiva impulsora del crecimiento.

Bibliografía

  1. Ese margen, que representaba menos del 2% del consumo total, debía además distribuirse entre 27 países. En realidad el mayor “favor” recibido por Cuba era la privilegiada posición que se le concedía para cubrir el 95% de cualquier déficit que se registrase entre los proveedores domésticos, pues el 5% restante se prorrateaba entre los abastecedores de derechos plenos, incluida la República Dominicana. Ballinger, ob. cit., pp. 64-67. Ello representaba una ventaja indiscutible en lo inmediato, dado el desastroso estado de la producción filipina,  sin embargo, como A. Dye y R. Sicotte advierten en “Legislative Shocks to the U.S.-Cuban Sugar Trade: The Seismic Information in Stock Prices” (The Journal of Economic History, vol. 64, no. 3, 2004, pp 673-704)  la seguridad de que Cuba cubriría cualquier déficit permitía también llevar las cuotas domésticas hasta el tope de las posibilidades de las áreas productoras, sin correr riesgo alguno de desabastecimiento.
  2. Boris C. Swerling: “The International Sugar Agreement of 1953”, The American Economic Review, Vol. 44, No. 5, 1954, pp. 837-853.
  3. G. B. Hagelberg: The Caribbean Sugar Industries: Constraints and Opportunities, Yale University Press, New Haven, 1074, p. 103.
  4. Según los reportes, en algo más de 6 000 hectáreas de tierra anteriormente dedicadas al café y frutos menores se plantaron cañaverales. Véase Robert B. Hoernel: “A Comparison of Sugar and Social Change in Puerto Rico and Oriente, Cuba: 1898-1959” Johns Hopkins University, Baltimore, 1977. Tesis doctoral. (Xerox University Microfilms), pp. 273 y 299.
  5. Al hacer del desarrollismo el componente central de su discurso, los “populares” relegaban el debate sobre la necesidad de transformar el status político y el sistema social en Puerto Rico, concentrándose en la tarea de hacer funcionar el orden existente. Emilio Pantojas García: “Puerto Rican Populism Revisited: the PPD during the 1940’s”, Journal of Latin American Studies, vol. 21, no. 3, 1989, pp. 549-552, ofrece una sugestiva interpretación de las acciones del PPD para consolidar su base social.
  6. En 1941 los legisladores populistas lograron aprobar una Ley de Tierras que permitiría la expropiación de terrenos que excediesen los 500, los cuales, a través de un organismo creado al efecto –Autoridad de Tierras-  serían distribuidos en pequeñas parcelas y fincas individuales algo mayores, o convertidos en cooperativas –“fincas de beneficio proporcional”- bajo control estatal. Como complemente del programa reformista, la año siguiente fue creada Compañía de Fomento, encargada de aprovechar y desarrollar los recursos insulares mediante la creación de fábricas; cinco de esas industrias se pusieron en marcha durante los años de guerra.
  7. Tugwell fue sustituido por Jesús Piñero, el Comisionado –representante- boricua en Washington, quien había sido el primer presidente de la Asociación de Colonos de la isla. Esta fue la primera ocasión en que un puertorriqueño asumía el cargo de gobernador, posición que una ley aprobada por el Congreso estadounidense en 1947 dispondría hacer electiva. Al celebrarse los comicios al año siguiente, Luis Muñoz Marín resultó electo gobernador. Un análisis detallado de todo este proceso en  James L. Dietz, Historia económica de Puerto Rico, Huracán, Rio Piedras, 1989, pp. 225-239 y 249-254.
  8. Además de las campañas de publicidad y los programas de incentivos, las agencias del gobierno insular emitieron bonos para financiar las indispensables obras de infraestructura, entre las que figuraban carreteras, acueductos, plantas eléctricas y aeropuertos. Eliezer Curet: Economía política de Puerto Rico, 1950-2000, M.A.C., San Juan, 200321-23
  9. En la industria de la aguja desaparecieron 40 000 empleos y el número de personas empleadas se redujo en 60 000 entre 1950 y 1960. Véase César Ayala: “The Decline of Plantation Economy and the Puerto Rican Migration of  the 1950’s”, Latino Studies Journal, vol. 7 no. 1, 1966, pp. 75-85.
  10. Entre 1950 y 1960 el valor de la producción agrícola se incrementa en un 19,5% mientras que el de la manufactura crece en un 207%, el transporte y los servicios públicos en un 155% y la construcción en 216%. Calculado con datos de Dietz, ob. cit, tabla 5.5.
  11. Richard Weisskoff: Factories and Foodstamps, Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1985, pp. 129-135.
  12. El análisis comparativo de costes en United States Department of Agriculture, Sugar Reports, septiembre, 1958, tabla 32. Dye y Sicotte, en su artículo citado, gráfico 1, muestran una consistente caída a partir de 1953 en las cotizaciones bursátiles de las compañías azucareras norteamericanas que operaban en Puerto Rico
  13. Para un análisis del contexto histórico y los fundamentos teóricos de ese modelo de crecimiento, véase P. W. Preston: Una introducción a la teoría del desarrollo, Siglo XXI, México, 1999, cap. 9.
  14. La misión del Banco Mundial era encabezada por el norteamericano Francis A. Truslow; su extenso informe puede verse en   Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento: Informe sobre Cuba,  Banco Nacional de Cuba, La Habana, 1951. Las recomendaciones de la Conferencia para el Progreso… en Conferencia para el progreso de la economía nacional, La Habana, 1949, cap. III.  María Antonia Marqués en Estado y economía en la antesala de la revolución, Ciencias Sociales, La Habana, 1994, pp. 32-39, ofrece una visión general de estos y otros proyectos.
  15. En virtud de esta modificación de la ley estadounidense, las ventas cubanas a ese mercado se redujeron en 230 500 tns en 1953.  Calculando a partir del valor exportado en 1952, las pérdidas totales  en el trienio 1953-1955 representaron casi 250 millones de dólares. Dicha situación se agudizaría en 1956, cuando una nueva ley azucarera redujo la proporción cubierta por Cuba en los aumentos del consumo norteamericano de un 96% a solo un 29,59%. Para una evaluación general de la política azucarera de la dictadura de Batista, véase Raúl Cepero Bonilla: “Política azucarera, 1952-1958”, en Obras históricas, Instituto de Historia, La Habana, 1963, pp. 309-450.
  16. Como resultado del derrame de recursos sobre sectores mayoritariamente improductivos, esta política de “gasto compensatorio”  deterioró aún más la balanza de pagos e hizo descender las reservas en divisas desde 532,2 M de dólares en 1951 hasta 77,4 M. en 1958. Cuba. Ministerio de Hacienda: Informe al Consejo de Ministros, La Habana, 1959, pp. 80-82. Un testimonio justificativo de esa política lo ofrece Joaquín Martínez Sáenz en Por la independencia económica de Cuba, La Habana, 1959; para un balance crítico de la gestión económica del régimen batistiano, véase Oscar Pino Santos: Los años 50, Instituto Cubano del Libro, La Habana, 2001, pp. 177-180
  17. Sobre este proceso existen múltiples estudios y disímiles interpretaciones. Un análisis bastante pormenorizado puede encontrarse en José L. Rodríguez y otros: Cuba: revolución y economía, Ciencias Sociales, La Habana, 1985.
  18. En otros casos, como la Textilera Dominicana o la fábrica de hilados de Benedek, en los que Trujillo no tenía una participación directa, el dictador sacaba una buena tajada a cambio de los privilegios concedidos a los inversionistas. Frank Moya Pons: “Import-Substitution Industrialization Policies in the Dominican Republic, 1925-1961” , Hispanic American Historical Review, vol. 70, no. 4, 1990, pp. 551-555
  19. Gran Bretaña, que continuaba siendo el principal cliente del azúcar dominicano, a principios de los años cincuenta contrató compras en términos muy favorables, mientras Canadá, en el marco de las negociaciones del GATT, concedió a República Dominicana en 1951 una cuota que representaba el 43% de sus importaciones de azúcar fuera  de la Mancomunidad británica. Estados Unidos, por su parte, amplió levemente sus posibilidades de compra de dulce quisqueyano al modificar su ley azucarera en 1951. Véase Héctor Cuevas, El azúcar se ahogó en melaza. Quinientos años de azúcar, INTEC, Santo Domingo, 1999. pp. 162-163.
  20. Robert Crassweller, en Trujillo. The Life and Times of a Caribbean Dictator, (McMillan, New York, 1966) pp, 253-255, describe algunos de los “recursos” empleados por Trujillo para inducir las ventas.  Tanto Roberto Cassá en Capitalismo y dictadura, Editora de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, Santo Domingo, 1982, pp. 240-246- como Cuevas –ob.cit. caps. 22, 24 y 25- tratan extensamente ese proceso; Franc Báez, en Azúcar y dependencia en la República Dominicana, Editora de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, Santo Domingo, 1978, pp. 110-111, adelanta una sugestiva hipótesis sobre las razones por las cuales los centrales de Vicini escaparon a esta campaña de compras.
  21. Hall, ob. cit., cap. 4 y Bernardo Vega: Eisenhower y Trujillo,  Fundación Cultural Dominicana, Santo Domingo, 1991, pp. 146-152 y  176-181.
  22. Trujillo vendió Rio Haina al Banco Agrícola en noviembre de 1953 y lo compró nuevamente diez meses después, lapso en el cual el banco saneó las finanzas del central e instaló en este un nuevo tándem. La operación de recompra se realizó a crédito, sin pago inicial y con un plazo de veinte años para su amortización. Véase Cuevas, ob. cit., pp. 169 y 176-178.
  23. Cassá, Capitalismo y…, pp. 285-303 y Moya Pons, “Import-Substitution…” pp.  557-563 y 574-575.