Sobre logros y frustraciones de la independencia de América Latina (1790-1830)
Dr. Sergio Guerra Vilaboy
En algunos sectores de la izquierda latinoamericana se ha impuesto el criterio, en este bicentenario, de desvalorizar la epopeya emancipadora de Nuestra América ante la supuesta ausencia de una base popular y la falta de transformaciones sociales. El origen aristocrático de muchos de los líderes criollos ha llevado al menosprecio del alcance histórico de aquella gesta, confundiendo su significado con el derrotero posterior del continente, donde se estableció un capitalismo dependiente, extremadamente desigual, conformado por los intereses de las oligarquías nativas aliadas con las potencias imperialistas. Incluso algunos autores han llegado al extremo de despojar a las guerras de independencia de su contenido anticolonialista, contienda a la que subvaloran por su incapacidad para superar el viejo orden social y económico.
En algunos sectores de la izquierda latinoamericana se ha impuesto el criterio, en este bicentenario, de desvalorizar la epopeya emancipadora de Nuestra América ante la supuesta ausencia de una base popular y la falta de transformaciones sociales.[1] El origen aristocrático de muchos de los líderes criollos ha llevado al menosprecio del alcance histórico de aquella gesta, confundiendo su significado con el derrotero posterior del continente, donde se estableció un capitalismo dependiente, extremadamente desigual, conformado por los intereses de las oligarquías nativas aliadas con las potencias imperialistas. Incluso algunos autores han llegado al extremo de despojar a las guerras de independencia de su contenido anticolonialista, contienda a la que subvaloran por su incapacidad para superar el viejo orden social y económico.
Este trabajo pretende rescatar el legado de nuestra independencia, destacando no sólo el significado histórico de aquel proceso que puso fin a tres siglos de dominación colonial, sino también su carácter revolucionario desde el ángulo social, destinado a barrer el viejo orden socio-económico y dar paso al pleno desarrollo de los pueblos latinoamericanos.
La lucha por la independencia de América Latina no sólo estuvo dirigida a la emancipación de las metrópolis europeas –hecho por si solo de extraordinaria relevancia histórica-, sino que también abrió alternativas para un cambio radical de la sociedad, lo que se manifestó de diferentes formas de un extremo al otro del continente. Durante todo el complejo proceso emancipador latinoamericano, extendido de 1790 a 1830, fue una constante la lucha interna entre los partidarios de una revolución limitada a cambios en la esfera política y los que se proponían realizar, en forma paralela, profundas transformaciones socio-económicas. Este fue, en última instancia, el verdadero dilema de la independencia latinoamericana. La disyuntiva histórica a que se refería José Martí en su ensayo Nuestra América, al señalar que el problema de la separación de las metrópolis europeas no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu.[2]
La independencia latinoamericana comenzó como una revolución social radical con los violentos acontecimientos que estremecieron a la colonia francesa de Saint Domingue. La Revolución Haitiana, iniciada con los levantamientos armados de los mulatos en 1790 y la masiva sublevación de esclavos al año siguiente, culminó con la creación el 1 de enero de 1804 del primer estado independiente de América Latina. La república negra, sin paralelo ni precedentes por sus conquistas sociales, se irguió tras la derrota sucesiva de las principales potencias de la época: España, Inglaterra y Francia.
Desde entonces, el imaginario de la Revolución Haitiana –basado en la abolición de la esclavitud y sus leyes igualitaristas- soliviantó las dotaciones, aceleró la intranquilidad en las regiones de economía de plantación y actuó como catalizador del proceso revolucionario en muchas partes de Hispanoamérica. En este sentido, Haití ejerció una extraordinaria influencia sobre los acontecimientos de las colonias españolas, en particular las del Caribe, aunque se trató de una influencia contradictoria.
Por un lado, fue promotora de la revolución social y la independencia entre los estratos más bajos de la sociedad y, por el otro, su retranca, pues atemorizó a los grandes plantadores esclavistas, alejándolos de la idea de la independencia. Ese efecto doble se puso de relieve en las dos primeras repúblicas de Venezuela (1811-1812 y 1813-1814), donde fue, al mismo tiempo, la esperanza redentora que alteró la tranquilidad de los barracones de esclavos y el fantasma que paralizó las ansias emancipadoras de los mantuanos, esto es, la elite criolla.
El miedo a la revolución social, protagonizada por esclavos negros o la peonada indígena, castró también en otras colonias las potencialidades de liberación y propició la incondicional fidelidad a la corona por parte de la mayoría de los ricos criollos, como sucedió en la Capitanía General de Guatemala y en el Virreinato de Nueva España desde que estalló la insurrección popular de Miguel Hidalgo. Esto fue también lo que sucedió en Perú y Cuba, donde todavía estaban frescas las conmociones provocadas por las rebeliones indígenas de Túpac Amaru y los Katari (1780-1781) y la Revolución Haitiana (1790-1804), respectivamente.
En cada oportunidad que se intentó dar una solución radical a algunos de los problemas heredados de la sociedad colonial, fueron amenazados los intereses de las elites, que cerraron filas para defender el viejo orden socio-económico. Por eso en muchos lugares de Hispanoamérica, el sector conservador de la aristocracia criolla, temiendo por sus privilegios y propiedades, se alió a los realistas españoles en la defensa del status quo.
Los defensores del régimen colonial lograron manipular en determinadas circunstancias a capas y clases populares, -artesanos, peones, esclavos y pueblos indígenas- para situarlos contra la independencia, valiéndose de las tradiciones paternalistas de la monarquía peninsular y el fanatismo religioso. En el caso específico de los pueblos originarios, en ese comportamiento influyó su apegó raigal a las tierras comunales, resguardadas por la legislación de Indias desde el siglo XVI, y su permanente lucha en defensa de su cultura y costumbres, cuyo destino veían incierto con la desaparición del viejo orden. No obstante, la supuesta indiferencia de los indígenas hacia la independencia fue exagerada con posterioridad por políticos e historiadores para justificar las restricciones impuestas en las primeras constituciones republicanas a su participación política.
La presencia popular en el bando realista se manifestó no sólo en las dos primeras repúblicas venezolanas con los esclavos y llaneros, sino también con los pueblos originarios del sur de Chile, de la sierra andina peruana y de Santa Marta, Popayán y las provincias suroccidentales de Nueva Granada.[3] En estas últimas regiones neogranadinas, por ejemplo, el gobernador español Miguel Tacón logró incorporar a sus fuerzas a indígenas de Pasto y esclavos negros del Patía y Barbacoas ofreciéndoles concretos beneficios sociales -entrega de tierras, suspensión del pago de tributos, manumisión de la esclavitud- para aplastar a los ejércitos patriotas y facilitar la derrota del estado independiente de Quito en 1812.[4]
Lo mismo pasó en Venezuela ese año, cuando los esclavos de Curiepe y Barlovento se levantaron contra la primera república, al grito de ¡Viva Fernando VII!, soliviantados por el desesperado llamado de auxilio del arzobispo de Caracas, Narciso Coll y Prat, dado a conocer en los “lugares donde viven muchos esclavos”.[5] Para Simón Bolívar, quien todavía era un típico mantuano, la primera república quedó entonces atrapada entre dos fuegos: “amenazada Caracas al Este por los negros excitados de los españoles europeos, ya en el pueblo de Guarenas, ocho leguas distante de la ciudad, y al Oeste por Monteverde, animado con los sucesos de Puerto Cabello”.[6]
Algo parecido llevó al traste a la segunda república de Venezuela (1813-1814), cuando los españoles lograron atraerse a las grandes masas explotadas del campo. Valiéndose de declaraciones demagógicas, y del odio ancestral de los llaneros mestizos contra los opulentos mantuanos, el asturiano José Tomás Rodríguez Boves levantó tras el pabellón español a los peones y vaqueros semisalvajes del interior venezolano, jinetes expertos en el enlace de ganado, el contrabando de cueros y el empleo de la lanza.
Para ganar la guerra a los republicanos, el taita Boves no vaciló en soliviantar el régimen de castas –por primera vez negros y mestizos ocuparon cargos en la alta oficialidad-, saquear las propiedades de los ricos criollos y ofrecer la libertad a los esclavos. El tiro de gracia a la segunda república provino de la amenaza palpable de un masivo e incontrolado levantamiento esclavo, como en efecto se produjo otra vez en los valles del Tuy.
Estos trágicos episodios de la historia de la independencia latinoamericana han servido a algunos historiadores para catalogar a la emancipación de “guerra civil”, siguiendo la vieja tesis del intelectual venezolano Laureano Vallenilla Lanz enarbolada en 1911.[7] Esa sesgada evaluación de aquel trascendental acontecimiento pasa por alto toda la connotación del objetivo independentista de la causa patriota, que le otorga a la contienda, aun teniendo en contra a una parte de los estratos populares, su carácter de guerra de liberación nacional y no de “guerra civil”.[8]
En la independencia de América Latina solo el levantamiento mexicano de 1810 tuvo una connotación revolucionaria y popular comparable a la de Haití, aunque nutrida de una diferente composición clasista y étnica. Las demandas sociales, recogidas por Miguel Hidalgo, incluían la devolución de tierras comunales, supresión de gravámenes y estancos, eliminación del tributo indígena, abolición del sistema de castas, de la trata y la esclavitud, con el objetivo de que “cada individuo sea el único dueño del trabajo de sus manos”.[9] La enorme base de masas de la insurgencia mexicana era resultado del programa radical de este sacerdote ilustrado, quien había decretado entre su manojo de disposiciones revolucionarias, en su condición de Capitán General y Generalísimo de América, “Que todos los dueños de esclavos deberán darles la libertad, dentro del término de diez días, so pena de muerte”,[10] amenaza que, por cierto, cumplió al pie de la letra.
La insurgencia novohispana, que tenía de estandarte la Virgen de Guadalupe, fue una violenta revolución social de base popular de inusitadas proporciones y ribetes de guerra santa. El implacable enemigo de Hidalgo, el obispo de Valladolid (Morelia) Manuel Abad y Queipo, reconoció que “esta gran sedición comenzó en Dolores con doscientos hombres y pasaba de veinte mil cuando llegó a Guanajuato. Se engrosaba de pueblo en pueblo, y de ciudad en ciudad, como las olas del mar con la violencia del viento.”[11]
El movimiento revolucionario mexicano, que respondía a concepciones muy avanzadas para su época, fue continuado después de muerto Hidalgo por su alumno y también sacerdote José María Morelos, quien proclamó la independencia junto a un acabado programa de transformaciones sociales y económicas. El 17 de noviembre de 1810, Morelos dispuso en su campamento de Aguacaltillo:
Por el presente y a nombre de S.E. [Hidalgo (SGV)], hago público y notorio a todos los moradores de esta América y establecimientos, del nuevo gobierno, por el cual, a excepción de los europeos, todos los demás habitantes no se nombraran en calidad de indios, mulatos, ni otras castas, sino todos generalmente americanos. Nadie pagará tributo, ni habrá esclavos en lo sucesivo, y todos los que los tengan serán castigados. No hay cajas de comunidad y los indios percibirán los reales de sus tierras como suyas propias.[12]
En sus Sentimientos de la Nación, histórico documento presentado por Morelos ante el Supremo Congreso de América, reunido en Chilpancingo (1813), el líder insurgente profundizó las medidas de Hidalgo al abogar por la abolición de la esclavitud y el sistema de castas, la liquidación de todos los gravámenes feudales y la desigual distribución de la riqueza, considerando como enemigos “a todos los ricos, nobles y empleados de primer orden, criollos o gachupines”.[13]
Pero en la mayoría de los territorios de la América Hispana la lucha independentista se inició de una manera más moderada, sin un programa social, con escasa participación popular y en el mejor de los casos con abstractas consignas igualitaristas, derivado de la dirección de la elite criolla que pretendía liquidar la dominación española sin afectar la tradicional estructura socioeconómica. En varias colonias, el proceso comenzó con muchas indefiniciones, pues no sólo se establecieron gobiernos autónomos, que seguían reconociendo la soberanía de Fernando VII, sino que también evitaban cualquier reivindicación popular. Desde esta perspectiva, algunas de las juntas de 1810 no pueden considerarse revolucionarias, pues no deseaban alterar el orden socio-económico, aun cuando en forma retórica ciertos valores igualitarios comenzaron a ser establecidos.
Para el sector aristocrático criollo, situado a la cabeza de la lucha contra España, la independencia era concebida en dos direcciones: "hacia arriba”, contra la metrópoli, y "hacia abajo", para impedir las reivindicaciones populares y cualquier alteración social. Esta contradicción fue la base del dilema latente a todo lo largo del ciclo emancipador latinoamericano: romper el orden colonial con o sin transformaciones revolucionarias.[14] Las reivindicaciones sociales de esta época no eran sólo la supresión del diezmo, los obsoletos monopolios comerciales y los viejos tributos y gravámenes precapitalistas, sino, sobre todo, la eliminación de la servidumbre indígena y la abolición de la esclavitud.
En realidad, el problema de la esclavitud era la piedra de toque de la independencia, y lo que definía entonces el sentido revolucionario o conservador de la contienda anticolonialista, disyuntiva que sacudió todo el movimiento emancipador latinoamericano. En forma descarnada lo formuló Francisco de Miranda en 1798, quien ya había escrito sobre la necesidad de seguir “las huellas de nuestros hermanos los americanos del norte”[15]:
Reconozco que a pesar de todo lo que pueda desear la libertad y la independencia del Nuevo Mundo temo más a la anarquía y al sistema revolucionario. Dios quiera que esos hermosos países, so capa de establecer la libertad, no vayan a sufrir el destino de Santo Domingo [se refiere a Haití (SGV)] escenario de crímenes y hechos sangrientos; antes que eso mejor sería que permanecieran todavía un siglo más bajo la bárbara y dañina explotación de España.[16]
Tal era el pensamiento de Miranda, una de las figuras emblemáticas de la emancipación. La revolución a que aspiraba la elite criolla en toda América Latina era al estilo norteamericano –que hizo la independencia sin abolir la esclavitud-, como confesó sin ambages el propio Miranda a su compatriota Manuel Gual:
Amigo mío, la verdadera gloria de todos los americanos consiste en la consecución de la libertad [...]. Dos grandes ejemplos tenemos delante de los ojos: la Revolución americana y la francesa. Imitemos discretamente la primera: evitemos con sumo cuidado la segunda.[17]
Está claro que para Miranda, Estados Unidos era el modelo y no la Revolución Haitiana o la Revolución Francesa, pues estas últimas provocaron más temores que adhesiones en las elites hispanoamericanas, asustada ante las grandes convulsiones sociales desatadas por estos procesos revolucionarios. Los ricos propietarios criollos de las colonias abogaban por una independencia sin cambios de envergadura; una separación de las respectivas metrópolis europeas que mantuviera la esclavitud y todo el viejo orden de la sociedad, como había ocurrido en Estados Unidos.
Pese a los cortos horizontes impuestos a la independencia por las clases dominantes criollas, desde el comienzo del proceso emancipador se esbozaron por casi todas partes de América Latina genuinos movimientos populares basados en proyectos radicales de reformas sociales, como ocurrió, además de México, en ciertas zonas del Virreinato del Río de la Plata, en particular en la Banda Oriental, en Paraguay y el Alto Perú. En ellos se vertebraron novedosas y avanzadas concepciones del estado y la sociedad, quizás en forma menos definida en el Alto Perú, que durante un tiempo lograron sobrepasar y poner en crisis el restringido marco político, institucional y social trazado para la independencia por los representantes de las elites criollas. En estos territorios, la guerra emancipadora se distinguió por la lucha permanente del pueblo, y sus dirigentes más consecuentes, por enlazar las tareas de la liberación nacional con cambios sociales profundos.
Ese fue el caso del Virreinato del Río de la Plata, donde la gesta independentista se nutrió desde muy temprano de las demandas sociales y estuvo acompañada de una vigorosa y creciente participación de masas, estimulada por los primeros decretos sociales de la junta de mayo de Buenos Aires (1810). Esas disposiciones fueron inspiradas por el grupo jacobino encabezado por Mariano Moreno –al que pertenecían figuras avanzadas como Bernardo Monteagudo, Juan José Castelli y Manuel Belgrano-, aunque nunca llegó a alcanzar al radicalismo insurgente novohispano.[18]
La estructuración más acabada del pensamiento de estos revolucionarios rioplatenses, puede encontrarse en el discutido Plan de Operaciones, que algunos historiadores atribuyen al propio secretario de la junta de mayo, Mariano Moreno. Su principal concreción práctica fueron los decretos sociales de Castelli en la región andina, que despertaron en la población aborigen del Alto Perú un fervoroso apoyo a los libertadores que avanzaban desde el sur. El propio Castelli se refirió al espontáneo respaldo de los pueblos originarios en oficio remitido a la junta de Buenos Aires a fines de 1810, que contenía el parte de la exitosa batalla de Suipacha, cerca de Potosí:
Sin que nadie los mandase los indios de todos los pueblos con sus caciques y alcaldes han salido a encontrarme, y acompañarme; haciendo sus primeros cumplidos del modo más expresivo, y complaciente hasta el extremo de hincarse de rodillas, juntar las manos y elevar los ojos, como en acción de bendecir al cielo.[19]
El entusiasta apoyo a la independencia aumentó todavía más entre el pueblo aborigen de la antigua presidencia de Charcas, cuando Castelli declaró a “los indios iguales a todas las demás clases”,[20] y dio a conocer, en lengua quechua y aymara, una serie de disposiciones revolucionarias que eliminaban el tributo y el servicio personal indígena y repartían tierras y ganado confiscados a los realistas. Las fuerzas virreinales tuvieron que luchar desde entonces en medio de la manifiesta hostilidad de los pueblos originarios pues, como constató el propio general español Joaquín de la Pezuela al atravesar la sierra andina, los canales de aprovisionamiento del ejército realista se cerraban y tenían que ser abiertos a punta de bayoneta, pues sus habitantes eran “tan montaraces como sus llamas.”[21]
También en la Banda Oriental, bajo la conducción de José Artigas, la lucha por la independencia tuvo desde sus inicios, a principios de 1811, una base de masas y un programa social avanzado. En este territorio, de tardía colonización y pocos habitantes, el levantamiento tenía su base social en los gauchos, peones y agregados mestizos de las haciendas ganaderas e incluso sacerdotes del bajo clero, así como algunos esclavos negros e indios charrúas y chanaes. La amplia participación popular en la lucha emancipadora en la tierra oriental fue favorecida por la poca estratificación social y la ausencia de jerarquías y mayorazgos. “Movilizados tras objetivos muy generales (planteados muchas veces como el reconocimiento de derechos consuetudinarios, la aspiración a un mundo más justo o el retorno a una igualdad primigenia) –explica la historiadora uruguaya Ana Frega-, estos grupos sociales –ocupantes de tierras sin título, peones, esclavos fugados entre otros- encontraron en el bando artiguista una posibilidad para la concreción de sus aspiraciones.”[22]
Una de las expresiones más definidas del pensamiento revolucionario de Artigas fue el Reglamento Provisorio de 1815, contentivo de un avanzado programa agrario y social, dirigido a la recuperación económica, que preveía repartos de tierra entre los desposeídos y sus soldados. Entre los objetivos de este decreto artiguista, en cuya elaboración se veía la mano radical del cura José Monterroso –que compartió con Castelli la campaña del Alto Perú-, estaba el poblamiento de los campos y la reconstrucción económica de la Banda Oriental, para ampliar la base popular del federalismo y conseguir, como proclama el propio Reglamento Provisorio, “que los más infelices sean los más privilegiados”.[23] Acorde a la justa valoración del historiador argentino Norberto Galasso: “En el litoral, Artigas resulta en 1815 la expresión de la Revolución a la cual ha incorporado a las masas populares y ha dotado de un ideario contundente que combina distribución de tierras, protección a la producción local, dignificación y democracia para negros, indios y gauchos, con una clara posición contra el absolutismo, contra la burguesía comercial porteña y contra los ingleses”.[24]
También en Paraguay la independencia estuvo asociada a transformaciones sociales radicales. Su artífice fue el doctor José Gaspar de Francia, un culto abogado con manifiestas inquietudes sociales, que consiguió el respaldo de la mayoría de los diputados al congreso reunido en Asunción en septiembre de 1813, gracias a que, según el testimonio del comerciante inglés John Parish Robertson -expulsado de Paraguay en 1815- “las tres cuartas partes de ellos eran pobres.”[25]
Con el ferviente apoyo de los campesinos (chacreros) y peones sin tierra, Francia se las ingenió no solo para proclamar la independencia en 1813, sino también para desalojar del poder a los comerciantes, terratenientes y estancieros, realizar una redistribución agraria e impulsar la revolución popular igualitaria. Dos viajeros suizos, que conocieron este país entre 1819 y 1825, apuntaron que las leyes revolucionarias paraguayas dejaron en manos del estado buena parte de las tierras, que se “componen de pastos y bosques que en tiempo de la dominación española no han sido vendidos ni cedidos a particulares, de las misiones de los jesuitas, de las posesiones de otras corporaciones religiosas, y últimamente de un gran número de casas de campo y cortijos confiscados por el dictador.”[26] Por su parte, el francés Juan F. Ricardo Grandsire, quien recorrió Paraguay en 1824, dejó el siguiente testimonio en una misiva:
[...] debo decir en honor a la verdad que, por todo lo que veo aquí, los habitantes del Paraguay gozan desde hace 12 años de una paz perfecta, bajo una buena administración. El contraste es en todo concepto sorprendente con los países que he cruzado hasta ahora; se viaja por el Paraguay sin armas; las puertas de las casas apenas se cierran pues todo ladrón es castigado con pena de muerte, y aún los propietarios de la casa o de la comuna, donde el pillaje sea cometido, están obligados a dar una indemnización; todo el mundo trabaja.[27]
El contraste a que alude Grandsire probablemente está asociado a las derrotas sufridas por los sectores radicales rioplatense en la capital del Virreinato, cuyo primer revés se produjo a fines de 1810, lo que le permitió afirmar entonces al presidente de la junta de Buenos Aires, Cornelio Saavedra –para quien Moreno era un “Demonio del Infierno”-: “El sistema robespierriano que se quería adoptar en ésta, la imitación de la revolución francesa, que intentaba tener por modelo, gracias a Dios que han desaparecido [...]”.[28]
A pesar de esta adversidad, la victoria conservadora duró poco tiempo, pues los radicales reaparecieron en 1812. Prueba de ello fue la Asamblea del Año XIII, que dotó al proceso emancipador en el Río de la Plata de su propio programa de transformaciones sociales. Gracias a la presión de las tropas de Manuel Belgrano y José de San Martín, este congreso no solo desconoció la soberanía de Fernando VII y aprobó la bandera e himno nacionales de las ahora denominadas, con evidentes pretensiones integracionistas, Provincias Unidas en Sud América; sino también adoptó una serie de disposiciones revolucionarias y democráticas que pocos años después permitirían al Ejército de los Andes de San Martín nutrirse de campesinos humildes y ex esclavos para emprender, entre 1817 y 1821, la liberación de Chile y Perú.
Inspiradas por la Sociedad Patriótica y la Logia Caballeros Racionales, fundadas ambas en 1812 en Buenos Aires, los diputados de la Asamblea del Año XIII aprobaron una ley de de vientres libres y la libertad de los esclavos que se incorporaran a los ejércitos patriotas, la abolición de la trata y los títulos nobiliarios, además de la supresión de mitas, encomiendas, mayorazgos y los servicios personales de la población aborigen. De esta manera, en beneficio de los pueblos originarios se dispuso:
[...] la extinción del tributo, y además derogada la mita, las encomiendas, el yanaconazgo y el servicio personal de los indios bajo todo respecto y sin exceptuar aun el que prestan a las iglesias y sus párrocos [...] y tenga a los mencionados indios de todas las Provincias unidas por hombres perfectamente libres, y en igualdad de derechos a todos los demás ciudadanos que las pueblan, debiendo imprimirse y publicarse este Soberano decreto en todos los pueblos de las mencionadas provincias, traduciéndose al efecto fielmente en los idiomas guaraní, quechua y aymará, para la común inteligencia.[29]
También en Chile, en especial entre los partidarios de José Miguel Carrera, surgió un sector radical entre cuyos exponentes estuvo el jefe guerrillero Manuel Rodríguez, dispuesto no sólo a conseguir la independencia, sino también a imponer avanzadas concepciones sociales. Expresión de esta tendencia, que a la larga no logró imponerse, fue la propuesta del Batallón de Granaderos en 1811 para expropiar bienes de la aristocracia, así como la proclama jacobina del año siguiente formulada por el franciscano Antonio Orihuela, líder carrerista de Concepción, quien llamó al pueblo de Chile a combatir contra “el dilatado rango de nobles, empleados i títulos que sostienen el lujo con vuestro sudor i se alimentan de vuestra sangre [...]” y a reclamar “vuestros derechos usurpados” para levantar “sobre sus ruinas un monumento eterno a la igualdad”.[30]
De igual manera, en el Virreinato de Nueva Granada, en el periodo que la historiografía tradicional denominó la Patria Boba (1810-1816), cobraron gran fuerza los promotores de cambios sustanciales de la sociedad, como ocurrió en Cartagena. Aquí la vigorosa actuación de los hermanos Gutiérrez de Piñeres, apoyados por los mulatos y negros libres del barrio de Getsemaní, encabezados por el herrero mulato cubano Pedro Romero, le imprimieron al proceso emancipador un carácter anti español y anti aristocrático.
A principios de 1811, las fuerzas populares de la costa neogranadina aplastaron el intento sedicioso de los comerciantes españoles aliados al regimiento Fijo de Cartagena. Según el relato de un teniente del batallón de pardos, el pueblo humilde detuvo de manera espontánea a los conspiradores europeos, con “una furia de más de 400 hombres con lanzas, sables, machetes, hachas, etc.”; por lo que “toda la noche fue de revolución: más de tres mil almas estaban patrullando y andando por las calles”.[31]
Nueve meses después, los mulatos y negros libres armados, sin duda influidos por la República de Haití, con la que estaban en contacto directo, impusieron a la moderada junta aristocrática criolla de Cartagena el Acta de Independencia y en 1812 una constitución igualitarista –prohibía la trata y creaba un fondo para la manumisión de los esclavos-, aprobada por un congreso popular donde “todos se hallan mezclados los blancos con los pardos, para alucinar con esta medida de igualdad, una parte del pueblo”, según escribiera desconsolado al rey, desde su refugio en La Habana, el arzobispo de Cartagena fray Custodio Díaz.[32]
Al año siguiente, el propio cónclave dispuso la confiscación y reparto de todos “los bienes que correspondieran a los enemigos de la libertad americana.”[33] Para el historiador conservador colombiano José Manuel Restrepo, contemporáneo de estos líderes populares del litoral caribeño de Nueva Granada, ellos eran “semejantes a los Jacobinos que agitaron a París y a la Francia entera durante la República”.[34]
En Venezuela la contienda por la independencia se convirtió desde 1816 también en una causa popular. La masiva incorporación del pueblo –en particular llaneros y esclavos-, y su ascenso social en las líneas de mando -José Antonio Páez fue el prototipo-, produjo una mutación radical en los miembros de los ejércitos libertadores que permitió la derrota final de España. En la generosa patria de Louverture, donde Bolívar debió radicarse tras la reconquista española de 1815, el Libertador quedó impactado por la espontánea solidaridad haitiana, por aquella sociedad de hombres libres –la única en todo el continente-, que determinó un cambio profundo en su pensamiento y convicciones revolucionarias. A tal extremo, que todavía once años después de su estancia en este territorio caribeño, en 1826, al dirigirse a los diputados al congreso constituyente de Bolivia, puso a Haití como modelo de nación, a la que calificó “de la República más democrática del mundo”.[35]
De los antiguos esclavos, y en particular del presidente Petion, Bolívar recibió recursos materiales imprescindibles para reemprender la lucha por la independencia. Desde su desembarco en suelo venezolano, a principios de 1816, con dos centenares de hombres, el Libertador quedó ligado a las demandas populares y al principio de la igualdad. Convencido de la imperiosa necesidad de hacer coincidir la aspiración independentista con la abolición de la esclavitud, Bolívar escribió a Francisco de Paula Santander en los primeros meses de 1816: “Me parece una locura que en una revolución de libertad se pretenda mantener la esclavitud”.[36]
En consecuencia, lo primero que hizo el Libertador cuando pisó tierra venezolana en Ocumare, el 6 de julio de 1816, fue dar a conocer un decreto abolicionista editado en la pequeña imprenta obsequiada por los haitianos, donde señalaba:
La desgraciada porción de nuestros hermanos que ha gemido hasta ahora bajo el yugo de la servidumbre ya es libre. La naturaleza, la justicia, y la política, exigen la emancipación de los esclavos. En lo futuro no habrá en Venezuela más que una clase de hombres: todos serán ciudadanos.[37]
La movilización de los esclavos fue una de las claves del éxito de los republicanos a partir de 1816. El otro, fue el claro sentido igualitarista dado desde entonces a la contienda contra España por Bolívar y otras figuras carismáticas de la independencia, expresado no sólo de palabra, sino en hechos concretos, como el ascenso a la oficialidad por méritos y no por la condición étnica y social, así como la confraternidad establecida entre jefes y soldados. Eso explica que el propio Bolívar pudiera escribir a principios de 1817: “La opinión cambiada absolutamente en nuestro favor vale aún más que los ejércitos.”[38]
En Angostura, convertida en capital provisional de la restablecida República de Venezuela, Bolívar lanzó otro decreto trascendente que establecía el reparto de bienes y tierras entre los miembros del ejército libertador, en premio a sus méritos de guerra. Esta ley de 1817, dirigida en última instancia a democratizar la propiedad rural, junto a la abolición incondicional de la esclavitud, contribuyó de manera decisiva a consolidar el respaldo de las amplias masas y a consagrar su autoridad personal. De ahí que el Libertador escribiera varios meses después al recién electo vicepresidente de Venezuela Francisco Antonio Zea:
Los españoles temen, no solamente al ejército sino al pueblo, que se manifiesta extremadamente afecto a la causa de la libertad. Muchos pueblos distantes del centro de mis operaciones han venido a ofrecer cuanto poseen para el servicio del ejército y aquellos que encontramos en nuestro tránsito nos reciben con mil demostraciones de júbilo, todos arden por vernos triunfar y prestan generosamente cuanto puede contribuir a darnos la victoria.[39]
La obsesión antiesclavista de Bolívar hizo temer a los norteamericanos que pudiera afectar a los propios Estados Unidos, donde la oprobiosa institución estaba en pleno apogeo como base de la expansión de la economía algodonera de sus estados sureños. El cónsul de Estados Unidos en Lima, William Tudor, en insistentes mensajes a Washington consideraba al Libertador un “peligroso enemigo futuro” y, en un informe del 24 de agosto de 1826, fundamentaba sus criterios contra Bolívar, en que “su principal seguridad para conciliar el partido liberal en todo el mundo se funda en la emancipación de los esclavos, es sobre este punto que secretamente puede atacarnos.”[40]
También Bolívar se preocupó del problema indígena, como demostró en 1820, en su condición de presidente de la gran Colombia, cuando dispuso “corregir los abusos introducidos en Cundinamarca en la mayor parte de los pueblos de naturales […] por haber sido la más vejada, oprimida y degradada durante el despotismo español [… por lo que] se devolverá a los naturales, como propietarios legítimos, todas las tierras […].”[41] La misma política siguió después en Perú y al Alto Perú.
En su marcha triunfal hacia el cerro de Potosí, después de la aplastante victoria de Ayacucho, el Libertador complementó sus reformas en favor del indio con la abolición de la servidumbre, el tributo y de todo tipo de trabajo forzado (Cusco, 4 de julio de 1825), que incluía la devolución a los indígenas de las tierras confiscadas por los españoles en represalia por la sublevación de Pumacahua en 1814. A continuación, eliminó el tributo (22 de diciembre), sustituido por una contribución igualitaria para todos los habitantes, y estableció el derecho de los aborígenes a sus tierras, pues como el mismo comunicara a Santander:
Los pobres indígenas se hallan en un estado de abatimiento verdaderamente lamentable. Yo pienso hacerles todo el bien posible: primero por el bien de la humanidad y segundo porque tiene derecho a ello [...].[42]
Bolívar fue el mejor exponente del genio militar y político de la etapa final de la independencia, avalado por sus ideales de integración y brillantes victorias de armas. Además sintetizó, desde 1816, lo más avanzado del pensamiento criollo, al enarbolar un programa social radical. Así lo resumió el propio Libertador, en la instalación del congreso de Angostura, el 15 de febrero de 1819:
Un Gobierno Republicano ha sido, es, y debe ser el de Venezuela; sus bases deben ser la Soberanía del Pueblo: la división de los Poderes, la Libertad civil, la proscripción de la Esclavitud, la abolición de la monarquía, y de los privilegios. Necesitamos de la igualdad para refundir, digámoslo así, en un todo, la especie de los hombres, las opiniones políticas, y las costumbres públicas.[43]
El ejército bolivariano –la única institución fuerte y organizada en el campo patriota- se hizo portador desde 1816 de la iniciativa revolucionaria: abolición de la esclavitud y de la servidumbre, eliminación de privilegios y gravámenes feudales, repartos agrarios, régimen republicano de gobierno, etc. Con este programa de amplias transformaciones sociales y económicas, se logró en forma temporal compensar tanto la extrema debilidad del componente burgués de la revolución, como la derrota o neutralización de los representantes más radicales del movimiento popular.
Nos referimos en particular, a Hidalgo y Morelos en México, Moreno y Artigas en el Río de la Plata y, en menor medida, Manuel Rodríguez en Chile. Esto vale también para el caso del doctor Francia, aislado en Paraguay, aunque el único de esos dirigentes revolucionarios de la independencia que no pudo ser vencido, aunque quedó enclaustrado en el corazón de la América del Sur. Los reveses y fracasos del movimiento popular fueron, sin embargo, las premisas que permitieron concretar un virtual bloque de clases anticolonial que en varios lugares -de manera paradigmática en los territorios liberados por el ejército bolivariano- amplió la base social de la lucha independentista tras objetivos más acordes a las posibilidades históricas.
A la formación de este amplio frente poli clasista también contribuyó el terror contrarrevolucionario, desatado por los realistas en las áreas reconquistadas que afectó sin distinción de clases o raza a los diferentes estratos de la sociedad hispanoamericana. La brutal e indiscriminada represión colonial, creo poco a poco las condiciones para una mayor participación de las masas populares en la lucha independentista, al mismo tiempo que compulsó la radicalización de muchos dirigentes, como ocurrió con el propio Bolívar.
En estas nuevas circunstancias, las guerrillas, que gozaban de un auténtico respaldo popular, devinieron en importante auxiliar de los ejércitos libertadores. Así ocurrió con las republiquetas altoperuanas de Juana de Azurduy, Ignacio Warnes, José Miguel Lanza y otros caudillos, las montoneras del Padre de los Pobres, Martín Güemes, en Salta, los insurgentes de Vicente Guerrero en México, las guerrillas chilenas de Manuel Rodríguez o las peruanas de Isidoro Villar y José Félix Aldao.
Todos estos ejemplos de la historia demuestran que la perspectiva social de la independencia estuvo presente en el programa del proceso independentista latinoamericano a través de las aspiraciones de las clases oprimidas y del ideario de Bolívar, Moreno, Hidalgo, Morelos, Artigas, Francia, Petion y demás representantes de la corriente criolla más avanzada. Ellos aportaron el indispensable componente social a la emancipación, pues no sólo lucharon por la liberación política, sino también por una amplia redistribución agraria y la liquidación del régimen de explotación basado en la esclavitud y la servidumbre.
Aunque la emancipación desató incontenibles ansias de justicia social, al final no dio lugar a un cambio sustancial de las viejas estructuras económicas y sociales. La posibilidad histórica de realizar la independencia de España junto con una profunda transformación socio-económica de América Latina, fue cortada por las elites criollas, que crearon las condiciones para revertir las conquistas sociales inmediatamente después de conseguida la emancipación. Tras el programa social impuesto a la lucha emancipadora por las clases explotadas y algunos dirigentes de la talla de Bolívar, se produjo, una vez conseguida la derrota de España, el retroceso, pues para los grandes comerciantes, propietarios y hacendados criollos -que ocupaban el lugar que correspondía a una inexistente burguesía nacional- la revolución de independencia había ido demasiado lejos.
En realidad, los principales logros democráticos de la independencia comenzaron a revertirse desde 1826, o incluso en algunos lugares desde antes, cuando los grupos conservadores de la aristocracia criolla, aliados a la iglesia, aprovecharon la debilidad de los elementos más radicales para imponer un brusco giro a la derecha y echar por tierra las principales conquistas populares. Como parte de ese proceso, la mayoría de los libertadores fueron apartados en forma violenta del poder, como ocurrió con Artigas en 1820, San Martín en 1822, O´Higgins en 1823, Sucre en 1828 y Vicente Guerrero en 1830 –ambos asesinados poco después-, así como el propio Bolívar en este último año.
Pero la frustración del programa revolucionario de la independencia, y su incapacidad para imponer un nuevo tipo de sociedad en América Latina, no pueden opacar las trascendentales conquistas históricas de aquel acontecimiento, que ni el auge ulterior de la reacción clerical terrateniente de signo conservador pudo liquidar en forma completa.[44] Por eso, el retorno registrado en los alcances de la independencia, debe ser entendido sólo en forma relativa, pues en modo alguno significó un regreso al mismo punto de partida, ya que la sociedad nunca volvería a ser la misma de antes, como sucedió, por ejemplo, en el convulso escenario de las zonas mineras de Nueva Granada o en las plantaciones venezolanas.
En estos lugares, aunque la esclavitud persistió jurídicamente, en la práctica el viejo régimen había quedado desarticulado para siempre y sería imposible restablecerlo a plenitud. Todavía en 1845 un hacendado neogranadino se quejaba de que cuando recuperó su hacienda, tras la independencia, solo encontró “unas pocas herramientas en muy mal estado, igualmente recibí muy pocos negros inválidos, por cuya razón existían, porque los mozos y alentados, unos se los había llevado el general Bolívar, y otros se hallaban prófugos en el monte.”[45]
Además, la guerra independentista terminó con un profundo desquiciamiento de la sociedad, que alteró la correlación de fuerzas de clase, cambió la ideología dominante, las mentalidades, la vida cotidiana y, en general, toda la supra estructura forjada durante varios siglos de coloniaje. En síntesis, la magnitud de la lucha popular convirtió a la independencia en un movimiento social de profunda envergadura histórica. En este sentido, hay también que registrar el impulso dado al largo y complejo proceso de formación nacional, la eliminación definitiva de las formas más retrógradas de explotación -como la mita-, el establecimiento del sistema de gobierno republicano -con excepción de Brasil- y el principio de la igualdad legal, así como la abolición de viejos tributos feudales, monopolios comerciales, títulos nobiliarios y el vejaminoso régimen de castas.
Aunque los resultados de la independencia de América Latina -logró sus objetivos políticos nacionales, pero quedó muy por debajo en sus aspiraciones económicas y sociales- no dieran respuesta a todas las expectativas, ella constituyó, sin duda alguna, un importante paso de avance histórico. A pesar de sus incuestionables limitaciones, la independencia, conseguida a costa de dramáticos sacrificios humanos y de acontecimientos heroicos que no pueden olvidarse ni menospreciarse, fue un punto de inflexión en la historia del continente que dio inicio a la vida republicana de los países latinoamericanos, abriendo espacio a un amplio espectro de procesos sociales y revolucionarios que de otra manera no hubieran sido posibles o se habrían postergado durante mucho más tiempo.
Así lo comprendió el propio Bolívar cuando, acosado en todas partes por sus implacables enemigos, declaró el 20 de enero de 1830, en mensaje al congreso de Bogotá para renunciar al poder supremo: “¡Conciudadanos! Me ruborizo al decirlo: la independencia es el único bien que hemos adquirido a costa de los demás. Pero ella nos abre la puerta para reconquistarlos bajo vuestros soberanos auspicios, con todo el esplendor de la gloria y la libertad.”[46]
Bibliografía
- Un ejemplo reciente en Tomás Pérez Vejo: “¿Por qué volver sobre las guerras de independencia”, en Memoria, Revista de Política y Cultura, Centro de Estudios del Movimiento Obrero y Socialista, México, octubre de 2010, n. 247, p. 5 y ss.
- José Martí: “Nuestra América”, publicado en El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891. Tomado de sus Obras Completas, La Habana, Editorial Lex, 1946, t. II, p. 109.
- Véase el connotado caso de Pasto en Jairo Gutiérrez Ramos: Los indios de Pasto contra la República (1809-1824), Bogotá, Instituto Colombiano de Antropología e Historia, 2007. La llamada “revolución de las sabanas” en Corozal, en la costa atlántica neogranadina, dirigida contra los patriotas de Cartagena, puede seguirse en Anthony McFarlane: “La ´revolución de las sabanas´:rebelión popular y contrarrevolución en el Estado de Cartagena, 1812”, en Haroldo Calvo Stevenson y Adolfo Meisel Roca, editores: Cartagena de Indias en la independencia, Cartagena, Banco de la República, 2011, p. 215 y ss.
- Jorge Núñez Sánchez: De la Colonia a la República: el patriotismo criollo, Quito, Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la Lectura, 2009, p. 155. Mas detalles en Oscar Almario García: “Racialización, etnicidad y ciudadanía en el Pacífico neogranadino, 1780-1830”, en La Independencia y transición a los estados nacionales en los países andinos: Nuevas Perspectivas, Bucaramanga (Colombia), Universidad Andina Simón Bolívar/Organización de Estados Iberoamericanos, 2004, pp. 326-343. Vale mencionar también el caso de la postura realista asumida por las milicias de pardos y morenos en la Costa Chica de Guerrero, México, favorecidos con exenciones de tributos y otros privilegios. Véase Marco Antonio Landavazo: La máscara de Fernando VII. Discurso e imaginarios monárquicos en una época de crisis. Nueva España, 1808-1822, México, El Colegio de México/Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, El Colegio de Michoacán, 2011, pp. 314 y 315.
- Tomado de las memorias del arzobispo Narciso Coll y Prat, fechadas el 25 de agosto de 1812. En Clément Thibaud: Repúblicas en armas. Los ejércitos bolivarianos en la guerra de independencia en Colombia y Venezuela, Bogotá, Editorial Planeta, 2003, p. 109. También en la revuelta “de las sabanas” en el litoral neogranadino la contrarrevolución fue alentada por los curas realistas, como explica McFarlane, op. cit., pp. 230 y 231.
- “A las naciones del Mundo”, Simón Bolívar: Obras Completas, Caracas, Editorial Piñango, [s. f.], t. III, p. 574. La política de atraerse a los esclavos utilizada por los españoles ya se había puesto en práctica en Santo Domingo, donde muchos negros fueron incorporados a las Tropas Auxiliares de España para enfrentar a los representantes de la Francia revolucionaria.
- El planteo inicial de Vallenilla Lanz apareció en una conferencia suya en 1911 titulada “Cesarismo democrático”, la que amplió después en un libro homónimo publicado por primera vez en 1919. Véase Laureano Vallenilla Lanz: Cesarismo democrático, Caracas, Monte Ávila Editores, 1994, pp.39-45.
- Por este camino hasta la conquista española puede calificarse de “guerra civil”, pues como se sabe los españoles se valieron del enfrentamiento de poblaciones indígenas para establecer su dominación en el continente. La historia demuestra que, en determinadas circunstancias, las masas populares pueden defender causas injustas.
- Citado por Landavazo, op. cit., p. 143.
- Disposición del 6 de diciembre de 1810. En La Independencia de México, textos de su historia, México, Secretaría de Educación Pública, 1985, t. 1, p. 119.
- Carta pastoral del 12 de septiembre de 1812 citada por Martín Tavira Urióstegui y José Herrera Peña: Hidalgo Contemporáneo. Debate sobre la independencia, México, Escuela Preparatoria Rector Hidalgo, 2003, p. 51.
- Tomado de La independencia de México, loc. cit., 1985, t. 1, p.111. Las cursivas en el original.
- En “Medidas políticas” (1812), en La Independencia de México, loc. cit., t. 1, p. 323.
- Véase el desarrollo de esta tesis en Sergio Guerra Vilaboy: El Dilema de la Independencia. Las luchas sociales en la emancipación latinoamericana (1790-1826), Santafé de Bogotá, Ediciones Fundación Universidad Central, 2000.
- Citado por Carmen L. Bohórquez Morán: Francisco de Miranda. Precursor de las independencias de la América Latina, Caracas, Universidad Católica Andrés Bello/Universidad del Zulia, 2002, p. 199.
- Carta al inglés John Turnbull fechada el 12 de enero de 1798. En Archivo del General Miranda, edición y prólogo de Vicente Dávila, Caracas, Tipografía Americanas, 1938, t. XV, p. 207.
- Carta del 31 de diciembre de 1799. Tomado de Pedro Grases: Preindependencia y emancipación (Protagonistas y testimonios), Barcelona, Editorial Seix Barral, 1981, t. III, p. 269.
- Hay que decir que Belgrano, y sobre todo Monteagudo, se inclinaron más tarde por el régimen monárquico. Monteagudo inclusive renegó de sus ideas revolucionarias y democráticas en el texto elaborado en Perú en 1823. Véase su “Memoria sobre los principios que seguí en la administración del Perú y acontecimientos posteriores a mi administración”, Escritos políticos, Buenos Aires, La cultura argentina, 1916, p. 320 y ss.
- Carta del 10 de noviembre de 1810. Tomada de René Danilo Arze Aguirre: Participación popular en la independencia de Bolivia, La Paz, OES, 1979, p. 141.
- “Proclama de Tiahuanaco”, 25 de mayo de 1811. Ibid., p. 163.
- Citado por Brian R. Hamnett: Revolución y contrarrevolución en México y el Perú. Liberalismo, realeza y separatismo, (1800-1824), México, Fondo de Cultura Económica, 1978, p. 290.
- Ana Frega: Pueblos y soberanía en la revolución artiguista, Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 2007, p. 267. Las cursivas en el original.
- Tomado de Frega, op. cit., p. 285.
- Norberto Galasso: Seamos libres y lo demás no importa nada. Vida de San Martín, Buenos Aires, Ediciones Colihue, 2000, p. 142.
- G. P. y J. P. Robertson: La Argentina en la época de la Revolución, Buenos Aires, Imprenta de la Nación, 1920, t. I., p. 192. Un análisis más amplio en Sergio Guerra Vilaboy: Paraguay: de la independencia a la dominación imperialista 1811-1870, Asunción, Carlos Schauman Editor, 1991 y Richard Alan White: La primera revolución popular en América, Paraguay (1810-1840), Asunción, Carlos Schauman editor, 1989.
- Juan Rengger y Marcelino Lomgchamp: Ensayo histórico sobre la revolución del doctor Francia, París, Imprenta de Moreau, 1828, pp. 252-253.
- Tomado de Julio César Chaves: El Supremo Dictador. Biografía de José Gaspar de Francia, Madrid, Ediciones Atlas, 1964, p. 40.
- Carta a Feliciano Chiclana del 15 de enero de 1811. En El pensamiento de los hombres de Mayo, Buenos Aires, El Ateneo, 2009, p. 164.
- En El pensamiento de los hombres de Mayo, op. cit., p. 220.
- Tomado de Luis Vitale: Interpretación marxista de la historia de Chile, Santiago de Chile, Prensa Latinoamericana, 1969, t. II, pp. 26-27.
- Citado por Alfonso Múnera: El fracaso de la nación. Región, clase y raza en el Caribe colombiano (1717-1821), Bogotá, Banco de la República/El Áncora Editores, 1998, p. 184.
- Tomado de Múnera, op. cit., p. 202.
- En José Manuel Restrepo: Historia de la Revolución de la República de Colombia en la América Meridional, Bogotá, Banco de la República, 1942, t. II, p. 69.
- Restrepo, op. cit., t. II, p. 193.
- “Discurso del Libertador al Congreso Constituyente de Bolivia”, 25 de mayo de 1826, loc. cit. t. III, p. 765.
- Carta del 10 de mayo de 1816. Bolívar, loc. cit., t. I, p. 435.
- Ibid., t. III, p. 665.
- Carta del 5 de enero de 1817. En Obras Completas, loc. cit., t. I, p. 227.
- Carta del 13 de julio de 1819. En Obras Completas, loc. cit., t. I, p. 391.
- En Gustavo Vargas Martínez: Bolívar y el poder. Orígenes de la Revolución en las Repúblicas entecas de América, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1991, p. 113.
- Decreto de El Rosario de Cúcuta, 20 de mayo de 1820. En Giuseppe Cacciatore y Antonio Scocozza [Compiladores]: El Gran Majadero de América, Simón Bolívar: pensamiento político y constitucional, Nápoles, La Cittá del Sole, 2008, p. 231
- Carta del 28 de junio de 1825. En Obras Completas, loc. cit., t. II, p. 159.
- Obras Completas, loc. cit., t. III, p. 683.
- Véase el impacto de ese proceso entre la elite intelectual criolla en Rafael Rojas: Las repúblicas de aire. Utopía y desencanto en la revolución de hispanoamérica, México, Santillana ediciones Generales, 2009.
- Tomado de Oscar Almario García, op. cit., p. 350. Se ha actualizado la redacción del documento original.
- En Cacciatore y Scocozza,op. cit., p. 399.