Palabras de la M. Sc. Elda E. Cento Gómez, al intervenir en nombre de los Académicos Correspondientes Nacionales y los Académicos Concurrentes en la Sesión Solemne de la Academia de la Historia de Cuba el 14 de abril de 2011
Doctor Eduardo Torres Cuevas, presidente de la Academia de la Historia de Cuba
Miembros de su Junta Directiva
Académicos de Número, Académicos Correspondientes Nacionales y Académicos Concurrentes:
Varios pensamientos —algunos recuerdos— acudieron a mi mente al conocer me había sido conferido el honor de pronunciar las palabras en nombre de quienes, en esta Sesión Solemne, hemos sido investidos como Académicos Correspondientes Nacionales y Académicos Concurrentes de la Academia de la Historia de Cuba.
En lo personal, agradezco la consideración que juzgo grande para mis hombros, pero con la cual me reconcilio al identificarla con mi condición de historiadora y asumirla desde mi terruño, el Camagüey, que es decir —desde el de cada quien— toda Cuba.
La constitución de la Academia de la Historia de Cuba —nueva y centenaria—, ha sido noticia de impacto en la vida cultural y académica del país. Existen muchas expectativas sobre su futuro funcionamiento, lo cual juzgo no solo muy bueno, sino también muy saludable, porque demuestra, tanto el destacado lugar ocupado por la Ciencia Histórica en el quehacer científico de la isla y en las preocupaciones del ciudadano común, como la imprescindible existencia de voluntades decididas a unir empeños, estrategias y resultados.
Los retos que se pueden abrir ante nuestras manos son muchos, todos estamos conscientes de ello. Los propios de la construcción revolucionaria hicieron que la Historia reafirmara su papel respecto a la identidad, la política y la unidad nacional y se convirtiera en el centro de numerosos empeños de la Revolución. El nuevo proyecto de presente y de futuro necesitaba una nueva historiografía, requería modos novedosos de ver, de oír, de entender la complejidad de los nuevos caminos de la libertad.
Una verdadera eclosión de personajes y temas de investigación irrumpió en una historiografía que no les había dado espacio antes de 1959, dando vida a un proceso que, para no detenerse, necesita continuar renovándose siempre a la altura de su tiempo.
También lo hicieron nuevos hacedores de la memoria, —que eso somos en esencia los historiadores—, muchos de nosotros con una formación académica particular en esta ciencia a partir de la creación de la Licenciatura en Historia, extendida ya a varias universidades cubanas. No obstante ese indudable avance, en la memoria particular de esta ciencia se fue desdibujando la obra de muchos de sus predecesores, con quienes tal vez podamos no compartir métodos, pero con cuyos libros, amén de la preservación de una cantidad importante de información, se construyó una tradición historiográfica que constituye una herencia a respetar y a la cual, sin embargo, poco hemos hecho por su justiprecio.
Es indudable que la cultura cubana se ha favorecido por el alza general del nivel de escolarización y el consiguiente incremento del número de lectores, lo cual ha sido respaldado por la voluntad del estado cubano de mantener —frente a todas las carencias y dificultades materiales— una política editorial que privilegia los textos de las ciencias sociales en general y de historia en particular; para los cuales existe una reconocida demanda. Ahora bien ¿hasta que punto tenemos fuera del gremio un impacto sistemático de lectura? Dicho de otro modo ¿Cómo estamos llegando a la juventud? ¿Establecemos con ellos una comunicación satisfactoria para ambas partes?
Mucho se ha hecho. Debemos —como en todo en la vida— hacer más. Se precisan estrategias que concurran al auge masivo del conocimiento de la Historia de Cuba, a la sistemática actualización del discurso de los docentes y de los especialistas de los medios de comunicación.
También se precisa asumir, desde todos los ángulos, la necesidad del debate, de la crítica, del intercambio, de los enfoques interdisciplinarios y de la actualización constante de métodos, sin mimetismos, pero sí dispuestos a asumirlos en sus justos valores.
Nos conmueve y preocupa a todos la preservación de las fuentes de nuestro patrimonio —entendido este en su concepción más ecuménica—. Los ejemplos son infinitos.
Una fuente nos debe preocupar de modo particular —con urgencia—, por el protagonismo que nos corresponde y porque esta marcada por lo inevitable del tiempo. Me refiero a la documentación y la memoria de los artífices de la hazaña que posibilitó el triunfo del 1º de enero de 1959 y la de estas cinco décadas recientes, no menos heroicas. Las propias condiciones de la vida guerrillera y de la clandestinidad marcaron límites en la documentación escrita. La memoria de esos hombres y mujeres es decisiva, y los historiadores cubanos no estamos siendo lo suficiente ágiles en recoger esos recuerdos, tampoco en ayudarlos a poner en orden y preservar los papeles que muchos de ellos han conservado.
Todos vemos consternados el deterioro de libros y documentos, deterioro y pérdida que no es solo el resultado de las carencias materiales, ellas son su rostro más visible. También advertimos con dolor como documentos van a parar a manos que no los merecen o como nuestros pueblos, bateyes y ciudades sufren cambios a veces, ya, irreversibles ¿Qué podemos hacer? ¿Cómo podemos contribuir a la creación de una conciencia ciudadana en la preservación de nuestro patrimonio?
Muchos, repito, son los retos que debemos asumir en los próximos tiempos. En ello pondremos empeño. Agradezco en nombre de los colegas y amigos que esta mañana nos iniciamos como miembros de la Academia de la Historia de Cuba la posibilidad y el privilegio de ser protagonistas del esfuerzo. Lo hacemos con modestia y compromiso, conscientes de que nada somos ni nada seremos sin la patria.
Muchas gracias.