Discurso de recepción al Dr. Gabino La Rosa Corzo como académico de número de la Academia de la Historia de Cuba, por la académica de número de esa Institución, Dra. María del Carmen Barcia Zequeira

Enero 10 del año 2012.
 
Sr. Presidente, Dr. Eduardo Torres Cuevas,
Colegas de la Junta Directiva,
Académicos de Número,
Invitados.
 
Es alentador y prestigioso para la Academia de la Historia de Cuba, contar entre sus miembros con el Dr. Gabino La Rosa Corzo, portador de una larga historia profesional, que inició como docente en los años sesenta.

Aunque somos de la misma generación, el azar hizo que fuese su profesora y también una de sus oponentes en la defensa de doctorado. De nuevo tengo la oportunidad de analizar en público su trabajo.

Durante once años impartió docencia, primero en la Universidad de La Habana y luego en el Instituto Pedagógico Enrique José Varona, dirigió más tarde, entre 1981 y 1988, el Departamento de Investigaciones Históricas del Instituto de  Ciencias Sociales de la Academia de Ciencias de Cuba y ha sido,  y es en la actualidad,  asesor de varios proyectos arqueológicos. Por su relevante trabajo ha tenido estancias de investigación en archivos españoles y norteamericanos al igual que múltiples publicaciones en Cuba y el extranjero, siempre en revistas prestigiosas.

Su presentación se ha enmarcado en el tema de la esclavitud privilegiado por la historiografía cubana desde el siglo XIX, muestra de esta aseveración son las múltiples obras de José Antonio Saco y el libro Los Negros de Antonio  Bachiller y Morales.

En la primera mitad del siglo XX cobró aún mayor importancia con la labor transdisciplinaria de Fernando Ortiz, quien rompió viejos esquemas e inició nuevos caminos.

A partir de los años cincuenta del pasado siglo se editaron obras dedicadas, esencialmente, a su estudio en el contexto de la plantación esclavista, bien en sus particularidades socioeconómicas, o en las formas de resistencia esclava, desde el suicidio hasta la sublevación, tanto en estudios generales como de historia local. Este ángulo, renovado desde el punto de vista metodológico, no ha perdido importancia, tampoco el relacionado con la trata negrera. De igual forma se han destacado los estudios relacionados con las etnias. En fin, la historia de la esclavitud mantiene su actualidad y preferencia a nivel mundial a partir del relieve alcanzado por la denominada historia Atlántica, que viste con nuevos ropajes viejas temáticas.

En los últimos años la visión transdisciplinaria y precursora de Fernando Ortiz, ha cobrado importancia a nivel internacional; la antropología y la etnología se vinculan a la historia porque científicos de estas ciencias utilizan mutuamente sus métodos, apreciaciones y resultados para profundizar en sus  temáticas. En este contexto se ubica el trabajo que La Rosa Corzo nos ha presentado hoy para su ingreso en la Academia de la Historia de Cuba.

Su interés y dedicación por el estudio de los esclavos rebeldes se remonta a los años ochenta. Entre sus libros se destacan Los Cimarrones de Cuba, que se publicó por  la editorial de Ciencias Sociales en 1988, Los palenques del Oriente de Cuba: resistencia y acoso, por la editorial  Academia, en 1991 que se reeditó por la  Universidad de North Carolina bajo el título de Runaway Slave Settlements in Cuba: Resistance and  Repression, en el año 2003.  Tampoco se puede dejar de mencionar su obra Cazadores de Esclavos (Diarios),  que publicaron la Fundación Fernando Ortiz y la Oficina Regional de Cultura para América Latina y el Caribe de la UNESCO en el 2004, ni su última obra Tatuajes étnicos de los cimarrones en Cuba, de la editorial de la Facultad de Antropología de la Universidad de Pelotas, Brasil, que salió a la luz pública este año y será reeditado en los próximos meses por la colección La Fuente Viva de la Fundación Fernándo Ortiz.

Desde su primer libro Los Cimarrones de Cuba, La Rosa mostró una tendencia que se consolidó con los años: su interés transdisciplinario, pues primero la arqueología y luego la antropología sirvieron a su trabajo de investigación histórica. Desde entonces su pesquisa en los archivos fue perseverante y lo aproximó a aristas que fue desbrozando en otros libros y desde otras perspectivas. En ésta, su primera obra, quedaron marcadas dos cuestiones esenciales: una periodización del cimarronaje que da la posibilidad de analizar factores diversos, y la relación de este fenómeno con las regiones de procedencia (etnias para La Rosa)  de los africanos que habían sido confinados a los depósitos de la Isla, en La Habana, Matanzas y Cárdenas. También se destaca algo que se convirtió en un hábito: complementar sus libros con anexos apreciables.

Los Palenques en el Oriente de Cuba, constituye otra muestra de su interés por la resistencia de los esclavos, en este caso de aquellos que, apalencados, creaban plazas fuertes en lugares apartados.  Tras el estudio pormenorizado de veinte y ocho diarios de rancheadores de diferentes regiones de Cuba, La Rosa llega a la conclusión de que existió un sistema represivo diferente en la zona oriental. Al estudio y definición de ese fenómeno dedica este libro; pero antes establece una clasificación de las diversas formas de resistencia y también de-construye la existencia de una ruta mítica, según la cual los esclavos prófugos siempre se dirigían al este, buscando la tierra prometida por sus mayores. Esta obra, al igual que la anterior, se destaca por sus excelentes anexos, especialmente por la confección de los planos vinculados a los palenques. Estamos en presencia de una obra mayor, de esas que marcan la historiografía de un país.

Los diarios que aparecen en otro de sus libros, el titulado Cazadores de Esclavos, reflejan una lectura antropológica de esas fuentes con el propósito de reconstruir y valorar la vida y la conducta de los siervos a través de las muestras de resistencia recogidas por los rancheadores. Con anterioridad a esta obra, sólo se habían publicado dos diarios de ese tipo, el muy conocido Diario de un rancheador, copiado del original de Francisco Estevez por Cirilo Villaverde en el siglo XIX, y el del alférez Gaspar Antonio Rodríguez, trasuntado y publicado en 1988 por Freddy Ramírez, académico correspondiente de nuestra Institución.  El libro de La Rosa, en colaboración con  Mirtha T. González, recoge once entrevistas, cuatro de la región occidental, una de Puerto Príncipe y el resto de Oriente.

Su último libro Tatuajes étnicos de los cimarrones en Cuba se editó, como ya expusimos, en Brasil y no ha circulado en Cuba, y es en ese contexto, el de las marcas, que se inscribe su presentación de ingreso a esta Academia.

Desde el título de su discurso “Las fuentes históricas en el estudio antropológico de los cimarrones”, La Rosa evidencia su propósito; analizar viejas huellas desde otra perspectiva. Estamos ante un investigador que por décadas se ha sumergido en los archivos, como puede apreciarse en los libros a que nos hemos referido y ha tenido, como privilegiado objeto de estudio, a los cimarrones.

En la actualidad existen pormenorizados registros de los esclavos capturados, al igual que ocurre con los emancipados. Por circunstancias diferentes, sobre estos sectores se mantenía un control estricto que se refleja en sus registros, pues para identificarlos y reclamar su propiedad en el primer caso, o su pertenencia en el segundo, era insuficiente referir el color de la piel, la supuesta edad o la altura; entonces se buscaban elementos particulares y específicos como las marcas.

Estas señales, grabadas en la piel o ejecutadas sobre otra parte del cuerpo, tenían diferente carácter, unas eran oprobiosas,  ya que procedían de su condición de esclavos porque sus amos los marcaban con el carimbo para visibilizar su propiedad; las otras eran identitarias y expresaban su pertenencia a grupos étnicos que además tenían en cuenta, entre otros temas, el género y el prestigio social.

En los últimos años se ha investigado bastante sobre el origen regional y étnico de los esclavos procedentes de África, se destacan los estudios de David Eltis, Stephen D. Behrendet, David Richardson, y Herbert S. Klein quienes han construido una importante base de datos con las fuentes inglesas sobre los emancipados; los de Gwendolyn Hall, más generalizadores  y los de Paul Lovejoy, quien incide en las culturas africanas de origen. Para Cuba han estudiado este aspecto Rafael Leovigildo López y Jesús Guanche. En la actualidad se  trabaja en una base de datos con las fuentes de nuestros archivos.

La Rosa Corzo destaca todos estos aportes y, sobre la base de la amplia información de los depósitos de cimarrones de La Habana, Matanzas y Cárdenas, cuyos libros ha procesado, -cuenta, como ya expuso, con 13 553 descripciones físicas de los esclavos prófugos que incluyen las regiones de origen y sus marcas de identidad o tribales-, lo que le  ha permitido clasificar a los esclavos por regiones y, en algunos casos, por grupos étnicos. Como se pudo apreciar en su presentación el 76,55% de estos esclavos prófugos eran africanos y el 36,6% procedía del área bantú, bajo las denominaciones genéricas de congo, macuá y mozambique. Esta presencia mayoritaria corrobora algunos de los estudios realizados con diversas fuentes hasta el presente para La Habana, Placetas, Bayamo, Santiago de Cuba, Sagua la Grande, Villa Clara, Cienfuegos y Camajuaní e influye en una revalorización de la influencia de ésta cultura en la cubana.

Desde hace algunos años La Rosa Corzo se preocupa por estudiar las marcas de los esclavos, en el año 2004 publicó un artículo titulado “La carimba o marca de fuego”  en el que explica sus diferentes tipos: las que se hacían: por introducción, bajo el amparo del poder real,  los que se realizaban por indulto, para amnistiar pago mediante a los propietarios que tenían esclavos “de mala entrada”,  y los hechos por propiedad, estampados por iniciativa de  los amos para identificar a sus esclavos. Demuestra La Rosa, con los casos encontrados, que estas últimas continuaron usándose a pesar de que estaban legalmente  prohibidas desde 1784 por Real Orden.

El tema de las escarificaciones tribales ha sido tratado en su último libro que aún no ha circulado en Cuba y en cierta medida es objeto de su discurso de ingreso. En este se mezclan la antropología, la etnología y la historia para abordar un asunto que se vincula al origen social y cultural de las marcas étnicas. Se trata de un tema de reciente abordaje a nivel mundial y prácticamente inexplorado para el espacio cubano, en el que únicamente existen aproximaciones vinculadas a la medicina, en etnias muy específicas de la región etiópica, específicamente los nuer, entre los cuales, aún en la actualidad, se conservan  ceremonias de iniciación  para los varones, que se realizan cuando los  niños transitan a adultos, éstas se producen en el último día estival denominado “gar.  De ese ritual se encargan los ancianos quienes inflingen  marcas en los cuerpos que implican diferenciación étnica, social y de prestigio.

La bibliografía sobre esta temática es sumamente escasa a nivel mundial, algunos trabajos, vinculados a la política colonial inglesa, se inscriben en los primeros veinte años del siglo pasado.  En la segunda mitad aparecen pocos, referidos esencialmente a Nigeria,  y sólo conocemos de uno que aborda los tatuajes de Lunda (sic) en Angola. 

En este contexto cobra indiscutible importancia el abordaje del tema, si además se tiene en cuenta que en Cuba confluyeron africanos de diversas regiones y etnias y que las marcas tribales, constituyen un elemento de identificación que permite precisar la filiación de los africanos y su distribución regional.

Un testimonio histórico sobre la esclavitud, de especial importancia por su visión de otredad,  fue el de Alfonso de Sandoval. Este sacerdote jesuita vivió en Cartagena de Indias junto a los africanos por medio siglo. La Rosa Corzo lo cita en su trabajo.  En su texto sobre la esclavitud, Sandoval dedica cierto espacio a las marcas étnicas como símbolos de identidad. Cuando analiza las “castas” de Cabo Verde hasta Angola refiere que los angolas y congos se agujerean las orejas,  que los banunes “tienen dos o tres ordenes de pintas con gran proporción e igualdad unas tras otras, del gruezo de un pequeño garbanzo puntiagudo, que les corre por toda la frente, y ciñe hasta muy abaxo de las sienes con alguna gracia y hermosura. Otros tienen en los dos lados de las sienes, dos cuadros de hileras de seis pintas redondas en gran proporcion y gracia”.  Añade que los balantas tienen “tres signos de escrivano en las dos sienes, y encima de la nariz en el entrecejo”, y que otros parecen tener una especie de “gorguera labrada de unas medias lunitas”.  Señala que los biafaras llevan “un circulo redondo que les ciñe todo el ombligo”  en tanto los nalues, zapes y cocolies tienen “dos rayas algo profundas y apartadas, que les coge toda la frente, a lo largo”.  Con respecto a los zapes, cuya presencia temprana en La Habana se conoce porque en 1585 existió una cofradía mina-zape bajo el título de “Nuestra Señora del Rosario”, dice además que sus marcas eran muchas, vistosas y graciosas y refiere la de uno que “tenía a lo largo de la frente dos rayas de pintas azules, agradables a los lados de las cienes hasta las mexillas, cinco largas, que le cogian casi todo el rostro y debaxo de los ojos en las mexillas tres mas pequeñas azules: en la garganta a modo de collar, tenia tres rayas anchas, que rematava en cada lado con otras cuatro largas. En el costado derecho tenia cuatro, prologadas por todo el lado. En los pechos tenia dos castillos dibuxados de color azul: y los molledos etavan cubiertos de otras varias señales (…)”.

No es posible relatar todo lo contado por Sandoval, quien también se refiere a los popó, los arda, los lucumí, los carabalí, los Angola, los congo, los monicongo, los macuá y muchas otras etnias, pero si es interesante señalar que aunque esta información se limita a dar las características de cada marca, y no refiere el significado que tenían, ni las diferencias que entrañaban con respecto a la jerarquía social, permite comparar las descripciones del sacerdote con las que se encuentran en otras fuentes,  las que utiliza La Rosa, por ejemplo que pertenecen al siglo XIX.  Llama la atención que Sandoval no refiere ninguna escarificación o cicatriz sobre el cuerpo femenino, como las encontradas por nuestro disertante.

De su universo de 13 553 cimarrones, La Rosa seleccionó una muestra de 3887 casos, el 28,7% del total, -el 9,3% de mujeres y 19,4% de hombres,- que precisaban el origen africano.  La proporción es amplia, porque como bien señala “el objetivo [de los amos] era identificar con exactitud casi fotográfica al prófugo”, cuestión que remonta la utilización de una técnica de control similar a la de los retratos hablados, a un pasado remoto. No obstante,  solo 1047, individuos, el 31,4% de los seleccionados, presentaban marcas tribales. La Rosa expresa que estas se presentaban con mayor frecuencia entre los lucumí y los macuá, y disminuían entre los carabalí y los mina, hasta hacerse escasamente perceptibles entre los congo, los gangá y los mandinga, Estos últimos, según Sandoval,  apenas se marcaban el cuerpo.

A los lucumí y macuá, también  se refiere Sandoval, quien dice que sus marcas se asemejan a las de los ardas (arará). Se hacían rayas profundas en la frente, las sienes y en los lados del rostro, también precisa las diferencias étnicas de ese grupo referidas a las etnias lucumí barbas y lucumí chabas. Con respecto a los macuá dice que se horadaban ambas quijadas y las mejillas desde las puntas de las orejas hasta la boca con tres o cuatro agujeros de cada lado por los cuales se les veían los dientes y las encías,  en los agujeros de las orejas se ponían palillos, y precisaba “cuando se enojan, o les sucede alguna cosa de tristeza se lo quitan todo y quedan con tanto agujero (…) que no hay con quien compararlos”, No refiere, sin embargo, el registro de medias luna encontrado por La Rosa, por lo cual es posible que estas diferencias refieran diferentes grupos étnicos dentro de los macuá. Otra cuestión interesante es que el número de mujeres de este grupo portadoras de marcas tribales era superior al de los hombres. Algo similar ocurrió con las lucumí y arará. Sin embargo las mujeres mandinga no portaban marca alguna, al igual que se apreció en la mayor parte de los varones clasificados como tales.

En la investigación que nos presenta, La Rosa Corzo vincula las marcas a las regiones y al género y también a acciones sociales vinculadas a distintos elementos, algunos de los cuales como  la pertenencia, la identidad, el parentesco, el prestigio social, y la disposición ceremonial, establece. A estos pudieran añadirse otros significantes, como marcas de valor, eróticas, de jerarquía, de ritos de traspaso o destinadas a evitar las enfermedades y los “espíritus malignos”, entre otras causales que también pudieran ser analizadas. Esas marcas, podían ser ejecutadas de diferentes maneras, por tatuaje, por escarificaciones, por cicatrices o queloides producidos por  cortaduras, por quemaduras  e incluso mixtas. También las ablaciones dentarias, a las que se refirió Fernando Ortiz.  Sus diferencias y formas pueden también vincularse a su origen y formas de producirse.

Con respecto a las mutilaciones dentarias,     que Sandoval refiere para algunos macuá  que se afilaban los incisivos superiores y se extraían dos de los inferiores, La Rosa refiere que el 34 % de los individuos de la muestra analizada tenían mutilaciones dentarias, que el 18,8 % se habían  extraído incisivos y que el 15,2 % se los habían afilado. Coincide en lo relatado por el sacerdote, pues esta práctica era más frecuente en ese grupo. Destaca La Rosa algo interesante: que el 9,2% de los criollos mostraban marcas étnicas, posiblemente por la influencia cultural que ejercieron sus padres, lo cual revela la persistencia de sus mentalidades en un nuevo contexto.
Insiste La Rosa en que las marcas tribales estaban desprovistas del carácter de estigma, que tuvieron otras, por ejemplo la de los carimbos, o las aplicadas en los siglos XIX y XX a minorías como presos, dementes, etc. No obstante, quedaría como objeto de análisis psicológico la manera en que esos tatuajes, vinculados a la marginalidad y a la delincuencia, se han puesto de moda.

En las marcas de los africanos introducidos en América se deben encontrar los símbolos de sus respectivas culturas y etnias, por lo que los registros de los cimarrones, estudiados por La Rosa, constituyen una fuente de excepcional valor para acercarnos, desde un ángulo novedoso, al  estudio de los grupos étnicos que llegaron a nuestro país. Esto implica, desde luego, un trabajo comparativo y transdisciplinario, no basta el relato descriptivo depositado en esas fuentes, es necesario acceder a otras como las narraciones realizadas por los exploradores que se introducían en los espacios tribales, los relatos de etnógrafos y antropólogos, el  estudio de objetos de arte que reproducían la figura humana con sus diferentes marcas, las trasmisiones de cultura oral realizadas por los griots, el análisis comparado de las lenguas y el examen de las costumbres de las comunidades actuales, muchas de las cuales mantienen las escarificaciones y los tatuajes. También recordar, como expone La Rosa, que no todos los integrantes de una etnia tenían marcas, cuestión que constituye, sin lugar a dudas otra incógnita: ¿Eran menos considerados? ¿Carecían de prestigio suficiente? ¿Tenían las marcas un carácter optativo?

Como subraya La Rosa Corzo, no debe establecerse una correspondencia entre las marcas identitarias y la esclavitud, como si ocurría con las marcas de propiedad o carimbos. Una implica origen y prestigio, la otra representa la cosificación de un ser humano que pasa a ser propiedad de otro.

Al finalizar este comentario al discurso de ingreso de nuestro colega, quisiera destacar su actualidad e importancia, porque nos ha presentado una investigación meritoria, que refleja la dedicación de largos años a sus estudios sobre los esclavos y el cimarronaje a la vez que incluye un ángulo escasamente trabajado a nivel mundial y prácticamente inédito a nivel de nuestra historiografía, el de las marcas tribales. Su investigación puede contribuir además a obtener precisiones, generales y regionales,  sobre los grupos étnicos que arribaron a nuestra Isla  durante el siglo XIX.

Sea el Dr. Gabino La Rosa Corzo, bienvenido a ésta, nuestra Academia, con el deseo de que encuentre en este espacio un lugar propicio para su desenvolvimiento profesional.