El primer esplendor, 1923-1930
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En 1923 se inaugura una nueva etapa para la AHC gracias a la confluencia de varios factores en los años previos, entre los que sobresalen la aparición de los Anales desde 1919, las convocatorias a premios y por último la “depuración” de los académicos de número. De manera más concreta, la apertura de un nuevo ciclo tuvo como pilar la amplia renovación en el transcurso de 1923 de los miembros numerarios.
El primero en ingresar fue René Lufríu y le siguieron el mismo año Joaquín Llaverías, Antonio L. Valverde, Francisco González del Valle, Salvador Salazar, Emeterio Santovenia y José A. Rodríguez García. El hecho de que para su recepción tuvieran que presentar un discurso de ingreso, debió significar mayor rigor y compromiso con las labores académicas.
De esa forma se abrió una floreciente etapa que se tradujo en el incremento de las publicaciones y una mayor incidencia en cuestiones de interés histórico, a lo que se suma el renovado apoyo oficial a los estudios y enseñanza de la Historia de Cuba.
El grupo de nuevos numerarios hasta el fin de este período en 1931 se amplió con la entrada de José A. Cosculluela, en 1925; Rafael Montoro, Néstor Carbonell y Carlos M. Trelles, en 1926; y Manuel Márquez Sterling, en 1929. Otros estudiosos propuestos desde la etapa anterior, como fueron los casos de Emilio Roig y Roque E. Garrigó, no llegaron a efectuar su ingreso sino hasta años más tarde. Tampoco se concretaron otras propuestas de numerarios como la del profesor universitario Eduardo Pulgarón (en 1923) y el reconocido naturalista Carlos de la Torre (en 1925). En el caso de los académicos correspondientes, se integran en este período 15 en la categoría de nacionales, con la presentación de los respectivos discursos de ingreso; además de 40 en el extranjero.
En diciembre de 1923 se procedió a la elección de una nueva mesa directiva, que quedó integrada por Varona, presidente; Ortiz, vicepresidente; Dihigo, secretario; Valverde, tesorero, y Lufríu, bibliotecario; mientras que como director de publicaciones se mantuvo Figarola-Caneda.
Poco tiempo después, en febrero de 1924, fue presentada la propuesta de reforma del reglamento por parte de una comisión integrada al efecto (Santovenia, Valverde y Lufríu). Luego de ser discutida en sesiones del mes de marzo, su aprobación definitiva fue sellada el 3 de junio con la firma del presidente y el secretario.
En estos años las sesiones ordinarias fueron celebradas de forma regular y con mayor asistencia. Las discusiones abarcaron un amplio espectro de asuntos, desde el vestuario de los académicos hasta la mejor manera de aprobar los trabajos de ingreso, a través de su lectura en las sesiones o de un ponente. Mención aparte merecen los debates sobre varias propuestas legislativas relacionadas con la Academia o con la Historia de Cuba en general. El propio año 1923 coincidió con la presentación ante el Congreso de la República de cuatro proyectos de leyes, en las que la AHC intervino de una u otra forma.
Entre los temas que recibieron atención en la Academia se encuentra la propuesta de elaborar un Diccionario Biográfico Cubano, la aprobación de la venta del sobrante de las publicaciones, después de su distribución gratuita y la reserva de un fondo de ejemplares, así como la reseña en lo sucesivo en la prensa de un extracto de sus acuerdos, con vistas al conocimiento del público de la labor que se realizaba. A partir de una moción presentada por Jústiz, se adoptó el acuerdo de que los académicos no percibieran sueldo, gratificación o remuneración por trabajos y servicios prestados a la corporación.
En diciembre de 1925 fue elegida una nueva mesa directiva bajo la presidencia de Ortiz, quien fue sustituido en la vicepresidencia por Jústiz. Tres de los cargos se mantuvieron sin variación y Rodríguez García ocupó el de bibliotecario. Como un homenaje al presidente saliente y en virtud a sus méritos, los académicos acordaron por unanimidad la creación de un nuevo cargo: el de Presidente de Honor, conferido a Varona con carácter vitalicio.
Los cuatro años de la presidencia de Ortiz fueron una etapa de gran actividad. En el orden interno se caracterizaron por intensas sesiones de trabajo, presentación de numerosos informes y aprobación de diversas mociones. Asimismo se realizaron frecuentes actos públicos, se ampliaron las relaciones con instituciones nacionales y extranjeras y se estrecharon los vínculos con el gobierno de la República y con el de la capital, elementos que contribuyeron a un mejor desempeño.
La creciente actividad de la AHC en asuntos de carácter histórico se reflejó en el aumento de las consultas que le eran hechas. En 1928 Jústiz afirmó que había llegado a cumplir uno de los propósitos desde su creación, “el de ser el más alto centro consultivo del Gobierno cubano en todo cuanto se refería a asuntos de Historia Patria”. De hecho, la cantidad de consultas y solicitudes alcanzó tal número que se vio la necesidad de hacer públicos los artículos 1 y 2 del reglamento, exponiendo que por su carácter oficial sólo existía el deber de emitir informes solicitados por el gobierno de la República.
Entre 1925 y 1930 la Academia disfrutó de un respaldo sin precedentes del gobierno y de otras instancias. Hay que mencionar la entrega más regular de la subvención oficial y la concesión de créditos especiales, como los efectuados por las autoridades municipales o provinciales habaneras. Al final del período se concretó también la instalación de la Academia en una nueva sede con mejores condiciones, un local ubicado en la calle Amargura número 32, piso 7, esquina a calle Cuba. En este lugar, último piso del edificio de la Renta de Lotería, desarrolló sus labores la AHC a partir de enero de 1930 y a lo largo de cerca de tres décadas.
Una de las mejores muestras del mayor apoyo oficial fue la promulgación por Gerardo Machado del Decreto 1 589 del 11 de julio de 1925, que dispuso el envío de una misión permanente en los archivos españoles para obtener copias de documentos sobre historia de Cuba. Con ese fin fue designado el académico correspondiente José María Chacón y Calvo, secretario de la Embajada de Cuba en Madrid, quien debía remitir todos los meses por conducto de la Secretaría de Estado las copias documentales para formar parte del archivo de la Academia y su posterior publicación.
El momento cumbre de esas relaciones entre la Academia y las instancias de gobierno de la República, fue la visita el 24 de mayo de 1928 por parte del entonces presidente de la Cámara de Representantes, Rafael Guás Inclán, con el objeto de intercambiar sobre las vías para intensificar los estudios históricos en Cuba. En las palabras de bienvenida, Ortiz expresó la satisfacción por el interés del “prestigioso representante” por el estudio del pasado, lo que brindaba, “fundadas esperanzas de una mayor protección oficial a la Academia de la Historia de Cuba para que pudiera cumplir las funciones que la Ley le atribuía”. A continuación se dio lectura a dos mociones de los Académicos Trelles y Lufríu, con opiniones acerca de las medidas más eficaces para que la Academia lograra intensificar el cultivo de los estudios históricos.
La moción de Trelles tenía que ver con la conveniencia de convocar a 31 concursos históricos, correspondientes a distintos períodos, con el objetivo de acopiar materiales para escribir en el futuro la historia general de la nación. La de Lufríu se refería a la necesidad de que el cargo de académico, más que una distinción literaria, estuviera revestido de un carácter público capaz de permitir una efectiva labor de supervisión sobre monumentos, textos para la enseñanza, museos e investigaciones. Por otra parte, señalaba la necesidad de mayores recursos económicos para la adquisición de documentos, celebrar concursos, ofrecer conferencias y publicar monografías.
En su intervención, el presidente de la cámara expresó que siempre había acariciado el ideal de que se hiciera una historia de Cuba “que respondiera a la realidad de los hechos con una documentación fiel y exacta”. Aspiraba a que esa historia permitiera exaltar el sentimiento patriótico, poniendo de relieve los grandes sucesos adversos o favorables del pasado, como estímulo y ejemplo capaces de contribuir a la formación de una robusta conciencia nacional cubana. Como resumen de la sesión se acordó, a propuesta de Santovenia, que el presidente de la Academia presentara un informe oficial para que Guás Inclán lo estudiara y llevara a la práctica las recomendaciones señaladas, de modo que la corporación pudiera ser “verdadero centro supervisor de todo lo que tuviera interés para la historia de la Nación”.
En dicho informe, escrito por Jústiz, se elogiaba el hecho de que por primera vez una personalidad tan alta del gobierno de la República acudiera a la AHC para apreciar en persona su desenvolvimiento y su obra. Según sus recomendaciones concretas, un primer problema a resolver era el de la enseñanza de la historia patria en los diferentes grados de las escuelas cubanas. En el caso de las escuelas públicas, el trabajo resultaría más fácil y cada año se intensificaba la labor en ese sentido. En las escuelas privadas, en cambio, dejaba mucho que desear el profesorado de la asignatura, compuesto en su mayoría por extranjeros que desconocían la historia de Cuba o que trataban de falsearla. Por tanto, era necesaria una inspección sana y sabia de esos establecimientos de enseñanza, en busca de incentivar en los estudiantes el amor y el respeto hacia la historia de la patria.
La visita de Guás Inclán a la Academia fue aprovechada para que el secretario Coronado, a instancias de Ortiz, expresara la queja por el abandono en que se tenía a la misión oficial en el Archivo de Indias debido a la irregularidad en el pago por el Estado de la consignación prometida. Precisamente este tema de los envíos de la documentación recopilada por Chacón y Calvo, daría lugar a uno de los conflictos más serios en toda la historia de la AHC. El motivo fue la publicación por éste de su obra Cedulario Cubano, en 1929, como parte de una colección de documentos inéditos para la historia de Hispano-América, editada en Madrid.
En la sesión ordinaria del 15 de junio de 1929, varios de los académicos presentes promovieron el acuerdo de formar una comisión para entrevistarse con Chacón y Calvo, debido al supuesto inconveniente que creaba a la Academia por haber realizado esa publicación por su cuenta. Sin embargo, Ortiz, quien no estuvo presente en esta sesión, discrepó de esa idea y del modo en que había sido redactada el acta por el secretario, dejando entrever un acuerdo unánime que no existía. En sesión extraordinaria del 22 de junio, a la que asistió el presidente honorario Varona, dio lectura Ortiz a una detallada carta que había preparado sobre el tema por si no podía asistir. A su juicio, el Cedulario no originaba problema alguno a la Academia, ni existía cargo efectivo que hacerle a Chacón y Calvo, ni descargos que escucharle, sino por el contrario había que felicitarle.
Recordaba Ortiz su propia intervención directa en la redacción del decreto de 1925 y encomia la labor del comisionado, quien se excedió en su cumplimiento a pesar de que el Estado sólo le había pagado 11 de las 48 mensualidades para gastos de material y retribución de copistas, por lo que tuvo que asumir esos gastos por su cuenta. Tras ofrecer otros argumentos que demostraban que Chacón y Calvo, quien dedicó el repertorio documental al Presidente de la República y a la AHC, no infringió el decreto ni merecía la censura y elogiar la calidad de la obra, expuso el siguiente criterio:
“…la misión de la Academia de la Historia no puede consistir en acumular libros y documentos para atesoramiento particular de la Corporación, sin facilitarlos a todos los estudiosos de la historia de Cuba, académicos o no, que pueden aprovecharse de esos documentos para trabajar en temas que interesan a la historia patria. La Academia tiene por deber que difundir los conocimientos históricos y no establecer monopolio alguno, ni de datos, ni de documentos, ni de ideas, teniendo cada uno de los Académicos la libertad absoluta de hacer sus publicaciones y documentarlas en la forma que estime conveniente, sin que la Academia, naturalmente, asuma responsabilidad alguna por los trabajos individuales de sus miembros”.
Una nueva votación sobre el tema del Cedulario, a partir de la moción de Ortiz para el sobreseimiento de todo lo hecho respecto a las acusaciones e investigación de la conducta de Chacón y Calvo, tuvo el resultado de 8 votos a favor: Varona, Cosculluela, González del Valle, Montoro, Rodríguez García, Trelles y Valverde; y tres votos en contra: Llaverías, Santovenia y Coronado. No obstante, esto no puso fin al conflicto. El propio Ortiz lamentó que lo ocurrido “rompía las normas de cordialidad y estrecha confianza que siempre habían imperado mientras presidió el Dr. Varona” y durante su presidencia, “en lo que podía llamarse la edad de oro (de la Academia) por cuanto corresponde a la única época en que, con verdadera y fructífera intensidad, por la dedicación de un grupo de compañeros, la Corporación ha dado cumplimiento a los fines para que fue creada”.
En las sesiones siguientes se mantuvo cierta tirantez, con amenazas de renuncia por Ortiz y por Coronado, hasta que se llevó a votación la renuncia irrevocable del segundo. Según el resultado, ésta no fue aceptada por cinco votos contra cuatro; pero en la siguiente sesión varios académicos presentaron una carta de protesta al considerar que el resultado real de la votación fue de cinco a cuatro a favor de acceder a la renuncia. Este incidente llevó a Ortiz a presentar verbalmente la renuncia a la presidencia, pero los demás académicos no la aceptaron y poco después envía una carta con la promesa de retirarla. Sin embargo, pronto solicitaba una licencia de tres meses con motivo de un viaje a Estados Unidos y más tarde envía un cable demandando una prorrogara por otros seis meses.
El 5 de diciembre de 1929 se procedió a la elección de una nueva mesa directiva, que quedó integrada por Zayas, presidente; Jústiz, vicepresidente; Lufríu, secretario; Santovenia, tesorero; Rodríguez de Armas, publicaciones; Trelles, bibliotecario y Llaverías, archivero. Poco después, la Academia entraría en una larga crisis arrastrada por la convulsa situación económica y política del país. En sesión ordinaria de noviembre de 1930 se informaba de la rebaja sufrida en la consignación del Estado, por lo que se acuerda la reducción de los sueldos a los tres empleados fijos.
En el propio 1930 vuelven a emerger conflictos internos entre los académicos de número. El 3 de abril, en sesión extraordinaria, se revoca por unanimidad el acuerdo de no publicar el acta de la sesión donde se trató el tema de la aparición del Cedulario Cubano. Una nueva moción, firmada por Cornado, Santovenia, Salazar, Llaverías y Lufríu, retomaba la idea de que Chacón y Calvo infringió los preceptos del decreto que estableció su misión en los archivos españoles, al anticiparse a la AHC en la publicación de los documentos transcritos. Por tanto, se resolvía comunicarle que “en lo sucesivo debía abstenerse de publicar por su cuenta los documentos cuyas copias está remitiendo… mientras no sean publicados por la Academia”.
Otro conflicto se produjo a partir del acuerdo unánime del 16 de octubre de 1930, de declarar vacantes los asientos que ocupaban los académicos Valverde y González del Valle, debido a sus ausencias sin justificar durante un año sin contar con licencia, lo que se consideraba como una renuncia tácita. Como consecuencia, en la sesión siguiente se dio a conocer la comunicación de Varona renunciando a su sillón, y a su cargo de Presidente de Honor, y la de Ortiz en igual sentido. Los académicos presentes lamentaron esa actitud, en el concepto de que el acuerdo adoptado era legal y justo, sobre todo teniendo en cuenta que el mismo fue adoptado en otros casos durante las presidencias de Varona y Ortiz. Por tanto, se les solicitaba retirar la renuncia, a lo que accedió el primero. En el caso de Ortiz, en diciembre del mismo año reiteró su posición, pero se acuerda dejarla sobre la mesa teniendo en cuenta las circunstancias que determinaban su ausencia del país.
Un hecho significativo en 1930 fue el testamento ológrafo de Rodríguez de Armas, fallecido el 29 de marzo, a favor de la Academia. El mismo incluía una casa, número 26 de la calle Crespo en la capital, con el objetivo de establecer un concurso anual para premiar una obra sobre historia de Cuba, por valor de 400 pesos. En la sesión ordinaria del 18 de diciembre quedó instituido el Premio anual, “Dr. Rodolfo Rodríguez de Armas”, con el tema que se fijara previamente, cuya primera convocatoria sería a partir de 1932. De quedar desierto el premio, se publicaría un trabajo histórico inédito en cuya portada se haría constar que fue pagado con este legado.
Un balance de la labor de la Academia entre 1923 y 1930, muestra avances en todos los frentes. Las publicaciones superaron el número de 75, para un promedio de 8.5 anuales, muy por encima de las diez en total entre 1910 y 1922. Gracias a su calidad, las ediciones de la AHC obtuvieron medalla de plata en la Exposición Internacional de Filadelfia (1927) y Gran Premio en la de Sevilla (1930). Entre estas se pueden destacar Historia de la Isla y Catedral de Cuba, de Agustin Morell de Santa Cruz, con prefacio de Coronado (1929) y dos tomos con las obras de Ignacio José de Urrutia (1931).
De igual manera, fueron publicados los estudios premiados en los concursos convocados por la Academia en 1927 y 1929. El primero de la autoría de Roque E. Garrigó, Historia documentada de la conspiración de los Soles y Rayos de Bolívar (1929, en dos tomos) y el segundo de Adrián del Valle, Historia documentada de la conspiración de la Gran legión del Águila Negra (1930). El concurso convocado para 1930 tuvo como galardonado a Diego González, por su obra Historia documentada de los movimientos revolucionarios por la independencia de Cuba de 1852 a 1867, pero por la crisis iniciada estos años no fue publicada sino hasta 1939, en dos tomos.
Algo similar ocurrió con la obra laureada como parte del concurso extraordinario promovido en 1929 para conmemorar el centenario de Bartolomé Masó, a través de una sesión solemne y la entrega de un premio al mejor estudio biográfico dedicado a su figura. Dicha sesión, trasmitida por radio, fue celebrada el 22 de diciembre de 1930. La obra en cuestión fue la escrita por Rufino Pérez Landa con el título Bartolomé Masó y Márquez, cuya publicación no tuvo efecto hasta 1947.
Pasos de avance se dieron también durante este período con respecto al archivo y la biblioteca de la Academia. En 1926 se dispuso la creación del cargo de archivero, para el que fue elegido Joaquín Llaverías. Un año después informaba este haber culminado el catálogo de los fondos, con un índice clasificado por asuntos, por individuos y por orden cronológico.
Para ofrecer una idea del valor de la documentación reunida ya por la AHC, basta con mencionar la adquisición de los originales del Centón Epistolario de Domingo del Monte, las copias mecanuscritas de los Archivos españoles remitidas por Chacón y Calvo o el donativo hecho por Néstor Carbonell, en 1928, de gran número de copias de documentos del Archivo de Indias, seleccionadas por él durante un viaje a Europa para documentarse acerca de la historia de La Habana. Otras gestiones se hicieron para adquirir archivos particulares o institucionales, como el caso de las efectuadas en 1929 para recobrar el archivo de la Delegación Cubana en Nueva York durante la guerra del 1868.
En la elección de 1927 el cargo de bibliotecario fue ocupado por Carlos M. Trelles, quien presentó un extenso informe sobre la situación de la biblioteca, sus posibilidades y las reformas que requería. Puso énfasis en la pobreza de la sección de Historia de Cuba, con menos de un 25% del total de los libros, por lo que llamó a dedicar esfuerzos para enriquecer dicha sección. Entre las adquisiciones bibliográficas durante este período se encuentran la entrada de varias cajas de libros pertenecientes a la biblioteca del hacendado Emilio Terry y principalmente la compra íntegra de la biblioteca particular del académico Figarola Caneda, fallecido en 1926.
Algunos de proyectos de este período que no lograron concretarse fueron el de crear un museo de la AHC o el de formar un mapa arqueológico de Cuba. Acerca de este último tema, Ortiz lanzó un llamado de atención con respecto a la falsificación de objetos arqueológicos, lo que motivó el acuerdo de alertar a través de la prensa con el propósito de impedir la continuación de esas estafas. De igual forma, la Academia mantuvo su implicación en temas como la supervisión, preservación o erección de monumentos, inscripción de lápidas, cambio del nombre de calles y otros que tenían que ver con la geografía patriótica cubana.
En reconocimiento a esta labor y en especial por los aportes a la bibliografía histórica, Antonio Iraizoz escribió en 1931: “...ella ha puesto los sólidos sillares de ese monumento de la Historia nacional, necesario, imprescindible, para una colectividad que tiene conciencia de sí misma; y que desea perpetuarse en lo futuro por la confianza que le inspira el esfuerzo de las generaciones anteriores”.