Las etapas de la Academia
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En los 52 años de existencia de la AHC en su primera época se pueden distinguir cinco etapas fundamentales, de acuerdo a su grado de actividad interna y el contexto político, económico y social en que desenvolvió su labor. Al cumplirse sus cuatro décadas, el entonces presidente Emeterio Santovenia distinguió varias fases hasta esos momentos. La primera la sitúa desde su creación hasta 1923, cuando se produjo la entrada de los primeros académicos electos. Le sigue el denominado “período varoniano”, que abarca las presidencias de Varona (1924-1925) y Ortiz (1926-1929), etapa de grandes realizaciones. A partir de 1930 disminuyó de forma brusca la entrada de fondos pecuniarios a la corporación, que se vio afectada también por la crisis política del país. Esta fase crítica se extendió por poco más de una década, hasta que a partir de 1940 se inicia una mejora paulatina en el estado de las finanzas, que comienza a marcar una nueva época.
Esta periodización coincide en líneas generales con la que aquí se emplea. Precisamente la larga etapa de la presidencia de Santovenia, entre 1942 y 1958, se toma como el cuarto período de vida de la AHC, debido a su decisiva influencia durante esos años. A la vez, se podría establecer un sub-período desde 1953, cuando reaparecen las dificultades económicas junto al empeoramiento de la crisis política nacional, pero no se trataría en cualquier caso de una verdadera ruptura. Esta se produjo, por último, con el triunfo de la revolución en 1959, que marca el comienzo del fin de la primera época de la Academia de la Historia de Cuba.
Los años formativos, 1910-1922
La etapa iniciada con el decreto de creación de la AHC en 1910 se extendió en líneas generales hasta 1922. Los primeros años, como se ha visto, fueron sobre todo una época formativa, en que se definieron los objetivos y el carácter de la corporación. Las discusiones en torno a las relaciones con el Gobierno, la necesidad de complementar el decreto inicial con una Ley del Congreso, los debates en torno al encargo a Zayas de escribir una Historia de Cuba, fueron todos momentos importantes para definir el futuro funcionamiento de la entidad.
Durante la primera década fue muy baja la asistencia a las sesiones ordinarias por parte de los académicos de número, que en buena parte de los casos nunca llegaron a involucrarse realmente. En el transcurso de este período se produjo la baja por diferentes motivos de cerca de dos tercios de los fundadores. Del tercio restante, se erigió el núcleo rector de la AHC hasta la década de 1930: Varona, Ortiz, Dihigo, Jústiz, Coronado, Rodríguez de Armas y Zayas. Hacia 1922, la edad promedio se había elevado en diez años, de 46 a 56, lo que junto a otros factores hacía apremiante renovar los numerarios para dar nueva vida a la corporación.
Las comisiones permanentes establecidas en el primer reglamento mostraron una marcha irregular. La de arqueología fue de las más activas, de acuerdo a la primera memoria sobre la labor de la AHC entre 1910 y 1924, escrita por Dihigo. Intervino en temas como mantener partes de la antigua muralla, oponerse al proyecto de destruir una porción de la histórica Alameda de Paula, velar por la perpetuación del trozo de pared en donde fueron fusilados los estudiantes de medicina en 1871, denunciar el propósito de venta de la catedral y el seminario de La Habana, propugnar que se pusiera una inscripción en el monumento que indicaba el lugar de la caída en combate de Antonio Maceo. Asimismo se ocupó de la defensa del Torreón de la Chorrera, cedido a la comisión atlética universitaria, y de la Fuente de la India, amenazada de ser sustituida por un kiosco o pérgola veneciana.
La comisión de manuscritos se trazó desde los primeros tiempos el propósito de tener una delegación permanente en los archivos de España, a partir de una moción de Figarola Caneda y Coronado, junto a la propuesta de Sanguily de gestionar un crédito del gobierno. Influyó en ese sentido la información brindada por la investigadora norteamericana Irene Wright sobre la existencia de legajos de papeles relativos a Cuba que eran dignos de ser publicados para el bien de los estudiosos de la vida cubana. Este empeño no se pudo concretar de momento, aunque la AHC si recibió varios donativos, como el envío por parte del cónsul de Cuba en Gijón de una copia de la memoria de Nicolás Josef de Rivera, Descripción de la Isla de Cuba con algunas consideraciones sobre su población y comercio.
El mayor logro de esta etapa tuvo que ver con el inicio de las publicaciones de carácter científico, a partir de la aparición en 1919 de los Anales de la Academia de la Historia de Cuba, que tuvieron inicialmente una periodicidad semestral. Hasta ese momento sólo se había publicado el Reglamento en 1913 y el elogio en 1915 al académico fallecido Ramón Meza. Bajo la dirección de Figarola Caneda hasta 1924, en los Anales se reprodujeron las actas de las sesiones de la Academia, se dieron a conocer documentos inéditos de valor histórico y se publicaron trabajos leídos en las sesiones solemnes y algunos de los discursos de recepción de académicos correspondientes. En ese período fueron impresos los tomos del I al VI, en 10 volúmenes.
En el primer tomo de los Anales quedaron expuestos los principales objetivos que de una forma u otra quedaron plasmados en los 30 tomos que conforman esta publicación hasta interrumpirse su salida a fines de la década de 1940. En primer lugar se proponía exponer periódicamente la marcha de la vida de la Academia, a través del extracto de las actas de sesiones y otros documentos oficiales, de sus comisiones y la relación de sus académicos numerarios y correspondientes. En segundo lugar, dar a la luz contribuciones con vista a aumentar los materiales que en su día habrían de ser utilizados para escribir la historia de Cuba. En tercer lugar, reproducir trabajos que fueran de “provecho notorio” para el enriquecimiento de la historia de Cuba, bien para salvarlos del olvido por estar agotados o por medio de la publicación de textos inéditos.
Otro hito en estos años fue el inicio de concursos convocados por la Academia sobre temáticas históricas. El primero fue ideado en enero de 1914 en torno al asunto “Procedencia de los Aborígenes de Cuba”, pero no llegó a concretarse. Casi un lustro más tarde, en diciembre de 1918, se acordó aceptar la propuesta de Lendián de dedicar un certamen al cuarto centenario del traslado de La Habana a su emplazamiento definitivo, con el tema de “Historia documentada de la villa de San Cristóbal de La Habana: su fundación traslación y desarrollo durante los siglos XVI y XVII”. En esta ocasión se presentaron dos obras, recibiendo el premio principal la norteamericana Irene Wright y el segundo lugar Calixto Masó. El éxito de la convocatoria debió influir para que en 1920 Jústiz propusiera un nuevo premio sobre el tema “Historia documentada de San Cristóbal de la Habana durante el siglo XVIII”. No se presentó ningún autor esta vez, pero en una nueva convocatoria de 1923 se recibió desde España otra obra de Wright dedicada a la primera mitad del siglo XVIII. Ambos libros de la autora norteamericana formaron parte algunos años más tarde del catálogo de publicaciones de la AHC.
Al iniciarse la década del veinte la Academia mostraba mayor actividad. En 1921 se recibió la amenaza de la rebaja de un cuarto de la asignación presupuestaria oficial, debido a la crisis económica, pero las gestiones junto a la Academia de Artes y Letras con el fin de impedirlo dieron resultado. El propio año se logró el apoyo del nuevo Presidente de la República, el también académico Alfredo Zayas, para conseguir un local del Estado para que la corporación pudiera fijar sus oficinas y dependencias de manera permanente. Por entonces se acuerda dirigir una carta a los académicos que no asistían a las sesiones, en la que se les indicaba que llegado el momento de reorganizarse la Academia, “lo primero que se necesita es estar formada por miembros que asistan a sus juntas, que laboren en ella y que le consagren una parte de su tiempo y de sus actividades”.
Una idea de la forma en la que funcionaba la AHC durante estos años tiene que ver con la creación del puesto de “Historiador de La Habana”, lo que se conoció por carta del Alcalde de la ciudad leída en una sesión del 4 de agosto de 1921. En la misma se comunicaba el nombramiento para ese cargo de Néstor Carbonell y se pedían facilidades para que este pudiera consultar las obras y documentos que poseía la Academia. En las deliberaciones al respecto, se consideró como un descuido la denominación de la plaza, bajo el concepto de que la tradición y el idioma aconsejaban que los historiadores de los municipios y provincias se llamaran “cronistas”. Asimismo se lamentaba muchísimo que no se pudiera acceder a la solicitud hecha, por oponerse un precepto reglamentario que disponía que la biblioteca fuera para el uso exclusivo de los académicos.