Reglamentos y cambios en la AHC

En la primera de las sesiones ordinarias de la Academia se eligió una comisión para elaborar un proyecto de reglamento, que estuvo integrada por Enrique José Varona, Juan Gualberto Gómez, Juan Miguel Dihigo, Ezequiel García Enseñat y Evelio Rodríguez Lendián. En la sesión siguiente, de acuerdo con la recomendación de Varona, fue incluido Francisco de Paula Coronado, en atención a haber sido el primero en gestionar la creación en Cuba republicana de una Academia Nacional de Historia y también el primero en ofrecer “un curso de historia patria con puntos de vista netamente cubanos”. Como ponente de esta comisión fue elegido el académico Rodríguez Lendián.

Una propuesta de Coronado sirvió de orientación para las discusiones, a partir de tres puntos: primero, la inclusión en el proyecto de todos los preceptos del Decreto de creación; segundo, tomar de las corporaciones análogas los que se estimaran que debía figurar en el proyecto; y tercero, tratar de afianzar la personalidad propia de la Academia, con autonomía semejante a la de sus similares en otras naciones. Para esto, Coronado puso a disposición del ponente, los estatutos y reglamentos de las Reales Academias Españolas de la Lengua y de la Historia, del Instituto de Francia, de la Academia de Inscripciones y Bellas Artes de París, de las Academias Nacionales de Historia de Venezuela, Colombia y Perú, y de la “Asociación Histórica Americana”, con sede en Washington.

Juan Miguel Dihigo Mestre

Juan Miguel Dihigo Mestre

El proyecto de reglamento presentado por Lendián, compuesto por 41 artículos, recibió íntegro la aprobación de los miembros de la Comisión. No obstante, a petición de García Enseñat, se decidió presentarlo a los restantes académicos para que presentaran las enmiendas convenientes. Con ese motivo, en febrero de 1911 el Secretario de Instrucción  Pública y Bellas Artes remitió a los 30 numerarios copias de ese proyecto de reglamento, a cuya discusión se dedicaron cinco sesiones. Finalmente, el 9 de octubre del mismo año se aprobaron los Estatutos y Reglamento de la Academia de la Historia, con la firma de Fernando Figueredo, Presidente de la Mesa de Edad y de dos secretarios.

La versión definitiva, impresa en 1913, contenía en total 103 artículos, distribuidos bajo seis Títulos con sus capítulos respectivos. En el Capítulo 1 del Título Primero fueron expuestos de un modo preciso los objetivos. La  Academia  tendría la misión de cultivar y promover el estudio de la historia de Cuba y para cumplir sus fines se ocuparía de investigar, adquirir, clasificar, coleccionar y conservar los documentos, manuscritos o impresos, que pudieran contribuir al enriquecimiento de la historia nacional, así como de la adquisición y conservación de libros, folletos, periódicos, cartas geográficas, estampas y en general todo objeto que constituyera un recuerdo histórico de algún valor. Otros deberes señalados fueron contribuir a la historia de Cuba por medio de memorias, disertaciones y obras de carácter histórico, mantener relaciones con corporaciones científicas similares en el extranjero y estimular el estudio de la historia patria a través de concursos a premios.

Juan Gualberto Gómez

Juan Gualberto Gómez

El reglamento ratificó que la Academia estaría integrada por 30 miembros de número e igual cantidad de correspondientes y por un Presidente honorario, el Secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes. El Título II incluía los requisitos y responsabilidades de los académicos y del modo de cubrir las vacantes. Entre los designados serían elegidos, en votación secreta y por un período de tres años, los cargos de Presidente efectivo, Secretario y Bibliotecario. Para ser Académico de número, era condición indispensable ser ciudadano cubano y residir en La Habana. En el Título tercero se atendía lo relacionado con la administración, las atribuciones de los cargos, los empleados subalternos y las comisiones permanentes. A los trabajos de la corporación se dedicó el Título IV, que contemplaba las sesiones, las votaciones, el quórum y lo concerniente a las publicaciones. Por último, el Título V se dedicó de modo exclusivo a la futura biblioteca de la Academia y el VI a los premios y a la modificación del Reglamento.

A pesar del acuerdo sobre el reglamento, la AHC tardó algún tiempo en rendir sus primeros frutos. Los años iniciales consumieron buena parte del tiempo en varios conflictos, que a la larga sentaron las bases para su funcionamiento al margen de filiaciones partidistas de sus numerarios, en muchos casos prominentes figuras de los liberales o los conservadores. Uno de los debates más animados se produjo a partir de la sesión de diciembre de 1912, con motivo de una carta en la que el Secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes manifestaba su pesar por el estado de inacción en que había permanecido la Academia y pedía que cumpliera con sus deberes “en beneficio de la cultura y de los intereses morales confiados a su iniciativa, celo y patriotismo”.

Luis Montané Dardé

Luis Montané Dardé

En la ocasión varios académicos expusieron las causas que a su juicio determinaron la  marcha anormal de la institución. Por desacuerdos en el cumplimiento de sus funciones, desde marzo el secretario Coronado y el presidente Figueredo presentaron su renuncia, que no fue aceptada por el resto de los académicos. Pero ante la reiteración de esa renuncia por parte de la directiva, Sanguily le brindó su apoyo si en verdad permitía que la Academia se desenvolviera sin tropiezos, e instó a que en la elección se presentaran todos los académicos con un espíritu libre de prejuicios, con el único deseo de colocar al frente de la Academia a miembros cuya elección no diera origen a perturbaciones futuras.

Secundada por Raimundo Cabrera, esa opinión estuvo respaldada por los académicos presentes. Luego que Figueredo agradeciera las pruebas de distinción hacia su persona y prometiera prestar su concurso a la Academia, se procedió a elegir una nueva mesa interina, compuesta por Luis Montané, presidente; Juan Miguel Dihigo, secretario,  y Tomás Jústiz, bibliotecario. En la misma sesión Sanguily presentó una moción para que se gestionaran en la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes los fondos asignados en el presupuesto de la nación. Con estos, se procedería a la publicación del reglamento y designación de una ponencia para proponer el programa de los primeros trabajos a que debían dedicarse los académicos. Los mismos tendrían que ser de historia de Cuba y para ello propuso Sanguily que se conformaran dos secciones, una relativa a la historia colonial y otra de historia revolucionaria, lo que fue aprobado por unanimidad.

Raimundo Cabrera y Bosh

Raimundo Cabrera y Bosh

En la sesión siguiente, sin embargo, se reanudaron los conflictos a partir de la renuncia por parte de Varona, pretextando su dedicación a trabajos de diversa índole y por causa de la carta del Secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes, lo que le demostraba que la Academia carecía de la independencia que debía tener. Esta postura dio origen a un largo debate, donde se dejan entrever las diferencias doctrinales entre conservadores y liberales. El respaldo más categórico a Varona provino de García Enseñat, quien llegó inclusive a impugnar la existencia legal de la Academia, al haber sido constituida mediante un decreto presidencial y no por el legislativo. Pedía por tanto una determinación de las relaciones con la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes, pues se debían evitar censuras como las recibidas y conjurar así el peligro que representaba una política de dependencia del Centro Superior. Manifestó además su acuerdo en no solicitar fondos del Estado, o que éstos fueran de la menor cuantía posible, porque a su entender la Academia debía comenzar primero por trabajar y no por ser miembro del presupuesto de la nación.

Sanguily replicó no tener dudas respecto al carácter autónomo de la Academia, ni a la legalidad de su creación en la forma que había sido hecha. En cuanto a la injerencia del Secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes, consideró que había sido hecha por solicitud de los interesados para superar la difícil situación que se atravesaba. Concluyó pues que lo anterior nunca pudo significar injerencia gubernamental, pues la acción del gobierno se la explicaba en los cuerpos que hacían las leyes, pero nunca en los académicos o en las corporaciones que piensan.

Respecto a la legalidad de la Academia también expresó dudas Eusebio Hernández, quien plantea la conveniencia de solicitar a ambas cámaras del congreso una ley que legalizara su situación. Este debate alcanzó su momento más crítico cuando Lendián lamentó que pudiera conducir al entierro de la corporación, ya que a su juicio los criterios sustentados constituían la mejor invitación al sepelio. Como resultado, se acordó por unanimidad solicitar una ley que diera existencia nacional a la Academia y el envío de una comisión para pedir a Varona que retirase su renuncia.

Dos semanas después los comisionados informaron de la disposición de Varona para ofrecer su concurso en la forma posible, además de expresar sus criterios sobre lo que debía ser la marcha de aquella. En las sesiones siguientes se debatió sobre la organización de comisiones permanentes y por último, el 28 de febrero de 1913, fue electa una nueva Ejecutiva, con Lendián, como presidente; Coronado, como secretario y Rodríguez de Armas, como bibliotecario.
 
Pero en abril del mismo año se inicia otro conflicto por causa de un decreto presidencial (núm. 345) que confería al académico Alfredo Zayas, entonces vice presidente de la República, la misión de preparar y redactar una historia general y crítica de Cuba. Para esto se le concedían todo tipo de facilidades, incluyendo la asignación de un sueldo de 6 000 pesos anuales. Al conocer la noticia, los restantes académicos, reunidos en sesión extraordinaria, se opusieron unánimemente a ese decreto. El presidente argumentó que el Estado, después de haber creado con carácter de corporación oficial una Academia de la Historia, no podía confiar a un individuo la comisión oficial de escribir la historia patria e inclusive establecerle una oficina pública. En su criterio, el decreto ponía a la Academia en situación difícil y penosa, dejándola casi en ridículo.

Sanguily abundó sobre los puntos expuestos por Lendián y concluyó que el asunto era de vida o muerte para la Academia, pues el mismo gobierno que la creó no podía quitarle su principal encargo para encomendarlo a un individuo particular. Si el decreto subsistía, dijo Sanguily, la Academia debía desaparecer y si la Academia perduraba, el decreto debía ser anulado. De un modo más tajante, Pedro Mendoza Guerra expuso que la Academia vería siempre con simpatías que individuos particulares acometieran la empresa de escribir la historia de Cuba, pero que no se podía admitir que el Gobierno confiara de forma oficial ese cometido a un individuo. Sus palabras resumieron el sentir de la mayoría de los fundadores acerca del destino de la corporación: “oficialmente, la Academia es la historia de Cuba; particularmente, puede serlo cualquiera”.

Manuel Sanguily Garrite

Manuel Sanguily Garrite

El conflicto a raíz del Decreto 345 de 1913, culminó con la mediación de Sanguily ante el Presidente de la República y con la redacción de un nuevo decreto que atendía las sugerencias de la Academia. Según la nueva versión, se conferiría a Alfredo Zayas, en calidad de miembro de la AHC, junto a otros dos académicos, el encargo de examinar, copiar, clasificar y coleccionar cuantos datos y documentos se creyeran convenientes para preparar una historia general y crítica de Cuba. Esta comisión procedería bajo la presidencia e indicaciones de Zayas, que mantendría el sueldo de 6 000 pesos anuales, mientras que los dos académicos restantes recibirían 3 000 pesos cada uno.

Conforme a lo tratado en relación con la necesidad de legalizar la vida de la Academia, el 2 de julio de 1914 el Presidente de la República Mario García Menocal, sancionó la ley del Congreso que reconocía a la Academia de la Historia de Cuba y a la Academia Nacional de Artes y Letras carácter oficial y autónomo. De acuerdo al texto de la ley, ambas academias tendrían personalidad jurídica propia y plena capacidad civil para todos los efectos legales, así como vida autónoma, con arreglo a sus estatutos y reglamentos, con el deber de resolver las consultas hechas por el Gobierno. Para cumplir sus fines, recibirían una dotación anual de 8 000 pesos, más un crédito único de 2 500 pesos para instalación y adquisición de mobiliario. Se estableció además que gozarían de franquicia postal y de certificados y de franquicia aduanera para libros, folletos, impresos, manuscritos y objetos de arte con destino a las mismas y para su uso exclusivo.

La elevación del presupuesto anual y el crédito adicional para instalación, permitieron a la AHC fijar su local en la avenida de la República 202 y 204 altos, tras haber celebrando sus sesiones en lugares como el Ateneo de La Habana, el salón de recibo de la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes o el salón de actos de la Junta de Educación del Municipio de la Habana. Como se vio antes, en 1913 se cumplió el precepto reglamentario de crear comisiones permanentes, que debían redactar sus respectivos reglamentos internos y elegir un presidente y un secretario. Teniendo en cuenta el perfil profesional, se conformaron cuatro comisiones: ARQUEOLOGÍA, PUBLICACIONES, MANUSCRITOS E IMPRESOS. Otras comisiones especiales serían formadas para encargos específicos, compuestas del número de miembros designados en cada caso.

Las comisiones permanentes fueron poco eficaces y por tanto desaparecieron en los siguientes reglamentos. Al igual que en este caso, en cinco décadas de la AHC se efectuaron varias reformas que reflejan modificaciones en los procedimientos y rituales académicos a partir de la experiencia práctica. A la primera impresión del reglamento en 1913, se sumaron otras en 1925, 1935 y 1960, donde se incluyeron los cambios verificados en diferentes etapas. Uno de los más tempranos fue la eliminación del puesto de presidente ad honorem concedido en inicio al Secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes, a partir del segundo reglamento, confeccionado ya en momentos en que habían ingresado los primeros académicos de número por elección desde 1923.

La cantidad de numerarios fue uno de los temas que motivó mayores controversias. El reglamento de 1924 rebajó el tope a 25 y en cambio eliminó el de 30 para los correspondientes. Sin embargo, en marzo de 1926 los nuevos académicos Lufríu y Santovenia propusieron reducir a 15 los académicos de número, bajo el criterio de que eran escasos los cultivadores de la historia de Cuba y que entre estos “no todos poseen las condiciones intelectuales, cívicas y morales para que su ingreso signifique utilidad y prestigio para la corporación”. Se trata sin dudas de una de las declaraciones más restrictivas, aunque los proponentes aceptaron la propuesta de Néstor Carbonell de que fueran 18 los numerarios. A esto se opuso Jústiz, que había aceptado la reducción a 20. Partía de la idea de que si en La Habana no existían 30 hombres que trabajaran en la historia de Cuba debía desaparecer la corporación, pero que por fortuna había “hasta exageración en el amor por el cultivo de la historia cubana”.

Santovenia expresó que la modificación propuesta se basaba en la experiencia de no haber visto reunidos a 15 académicos y Llaverías dijo que había firmado porque fueran 20, pues de lo contrario no lo habría hecho. Finalmente, se acordó fijar en 20 los académicos de número. Un nuevo proyecto de reforma del reglamento de 1934, a cargo de Santovenia, Llaverías y Lufríu, retomó la idea de que fueran 15, pero la enmienda de Néstor Carbonell de dejarlos en 20 resultó aceptada por estrecho margen. A diferencia de ambas posturas, Carlos M. Trelles estimó que los numerarios debían ser 50. Justamente el aumento de sillones a esa cantidad, fue la modificación más notable en el reglamento de 1960. No obstante, le precedieron otras reformas intermedias. La primera, cuando se redujeron a 15 los miembros de número en 1940; la segunda, cuando se restituyó la cantidad de 20 en 1943 y la tercera cuando se añadieron tres puestos de Académicos de honor en 1948.

En los primeros reglamentos fue requisito para ocupar los sillones de académicos de número el hecho de residir en La Habana, lo que se modifica en 1935 para incluir a los residentes en municipios limítrofes, junto a la condición de tener más de 30 años. En el caso de los correspondientes, a partir de 1924 la obligación de presentar discursos de ingreso quedó circunscrita a los nacionales, quienes tratarían un asunto inédito relativo a la historia de Cuba. Además de eliminarse el límite de 30 correspondientes, se les permitió a estos la asistencia a las sesiones con voz en cuestiones de índole histórica pero sin voto.

A partir del segundo reglamento se incluyó en la mesa directiva el cargo de  vicepresidente. Aunque de manera controlada, se tendió a facilitar la consulta de la biblioteca y archivo de la corporación. Se produjeron asimismo cambios en el ritual e indumentaria académica, por ejemplo lo establecido para el vestuario e insignias a portar en actos académicos u oficiales, al igual que en el tratamiento entre los numerarios y correspondientes.  En 1935 se debía decir “Honorable señor académico” u “Honorable colega”, lo que se sustituye en 1960 con “Señor académico” o “Distinguido colega. 

Lo anterior indica que a pesar del carácter elitista y los rígidos formalismos de la Academia, su funcionamiento no pudo sustraerse a los procesos sociales, culturales y profesionales a medida que avanza el siglo. Así se pudo ver en las precisiones incorporadas en el reglamento de 1935 a partir de la experiencia acumulada, en cuanto a objetivos de esclarecer y divulgar la historia de Cuba, estimular su estudio y fomentar el amor a su conservación, y contribuir a todo empeño beneficioso a la cultura histórica. Se incluyó lo referente a la emisión de informes a solicitud de los centros oficiales de la República, la respuesta a las consultas particulares, la intervención en asuntos de interés histórico, así como la celebración de actos conmemorativos en honor de grandes personalidades y acontecimientos, con preferencia los nacionales, y honrar la memoria de los historiadores de Cuba considerados clásicos, practicas ya habituales. 

La relación de funciones de la AHC da una idea de su abarcadora labor, no solo limitada a sus más de 330 publicaciones a lo largo de 52 años. En cualquier caso, para un acercamiento más profundo es necesario diferenciar los distintos periodos según las coyunturas favorables o adversas en las que se desenvolvió la vida académica, así como las limitaciones que mostró como marco institucional para canalizar el avance de la disciplina histórica y su profesionalización. Pero esto no significa que fuera un ente inamovible, como se aprecia en sus transformaciones internas, por mínimas que parezcan a la luz del presente, y en sus modos de inserción en el contexto intelectual y político de la época.