Respuesta a las sinrazones

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  1. Respuesta a las sinrazones
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Por si fuera poco, las consecuencias de la ocupación de la isla de Curazao por los holandeses en 1634, y Jamaica por los ingleses en 1655, ocasionaron serios trastornos comerciales y afectaron las posibilidades competitivas de la azúcar producida en La Habana desde 1603, ante la mayor eficiencia productiva de las nuevas colonias. Estos inconvenientes redujeron la expansión radial de La Habana realizada por intermedio de las estancias –la modalidad más dinámica de la tenencia de la tierra en Cuba- y la proliferación del cultivo de la caña a la zona de Jaimanitas al oeste, Calabazar al centro y Guanabacoa al este. Inconveniente que favoreció en oposición, la hegemonía del mundo rural representado por el hato y corral que, además de garantizar el consumo de carne a la ciudad -mediante el organizado sistema de la pesa que permitía al Cabildo regular el precio de la carne sin que rigiera la ley de la oferta y la demanda-, seguía aportando el principal artículo de exportación: los cueros (p. 20).

Los fundos ganaderos devinieron los portadores de la variable exportadora que mejor se adaptó a las nuevas condiciones impuestas por opciones comerciales relativamente reducidas. Y a partir de ellos sucede un importante proceso de organización de la Sociedad Criolla, sustentada, en parte, en la nueva mercedación (1628-1680) que implicó mediante 734 nuevas mercedes la delimitación de los fundos y su explotación sobre fundamentos económicos. Los beneficios que en este proceso obtuvieron los antiguos y nuevos representantes de las familias en el gobierno local abrieron nuevas perspectivas a la evolución del núcleo urbano, que participó también, con sus modalidades, en este proceso de organización de la sociedad criolla (p. 21).

Las dificultades comerciales que conllevó el espaciamiento y hasta interrupción del comercio a través del sistema de flotas, es un proceso reconocido por la bibliografía al uso, esa cuya carencia tanto exalta Amores Carradano. En el caso de México: cabe citar la obra del francés Francois Chevallier (“La formación de los latifundios en México”), quien alcanzó fundamentar que hacia 1630, como resultado de esas dificultades, se estableció la hacienda mexicana que, más volcada al autoabastecimiento, fue la que mejor se adaptó a las nuevas condiciones. Realidad, que coincide con la que yo expongo para La Habana a partir de 1628, y que favorece al hato y corral. Otro caso de esta bibliografía, es el de los norteamericanos John Tepaske y Herbert Klein, en “La Real Hacienda de Nueva España: La real caja de México”; quienes centran su interés, para el mismo período, en la evolución de las Cajas de México y demuestran que la supuesta crisis del primer ciclo de la minería mexicana, no fue tal. La plata mexicana se envió en mayores proporciones hacia el oriente -galeón de Manila-, así como propició una mayor expansión de un comercio intercolonial del que La Habana se benefició. Igualmente las afectaciones del comercio oficial lograron atenuarse con el comercio de contrabando que se realizaba a través de Curazao, Jamaica y otros territorios holandeses, ingleses y franceses. Esa fue la causa, por la que si bien la población no alcanzó los mismos ritmos del período anterior, tampoco dejó de aumentar. El valerse de este comportamiento para derivar que no hubo tal afectación, es un razonamiento poco serio. Por si fuera poco, tampoco se le quiere dar validez a la tendencia, detectada por mí, de que la variable de solares fue solamente en estos años cuando –por excepción- estuvo por debajo del de estancias y fundos ganaderos. El no arribo de los cerca de tres mil pasajeros durante la temporada de la flota, claro que afectó las solicitudes de solares, siempre relacionados con la construcción de casas, en las que coexistían una o dos piezas que sin comunicación interna con la residencia familiar, tenían salida al exterior, dada su función de morada temporal –mediante pago- para los transeúntes de la flota.

Amores Carradano - la supuesta  “contradicción” entre los intereses militares o defensivos y el desarrollo natural de la ciudad extramuros –que se sugiere en el título del trabajo como el enfoque principal del mismo– no deja de ser uno de esos mitos que la historiografía cubana reproduce una y otra vez sin aplicar un mínimo de crítica a lo que nos dice la documentación oficial (¿); otro caso de éstos sería ése de seguir considerando la pesa o rueda de abastos como un sistema que estaba supuestamente fuera de la oferta y la demanda.

Bueno, ahora las consideraciones de Juan Amores no solo se limitan a mí sino que se extiende sobre este particular al conjunto de la historiografía cubana. La referencia me parece poco exacta, en la medida que la consideración de los intereses militares, e incluso al carácter de La Habana como una ciudadela militar, la habían defendido fundamentalmente arquitectos, en los casos de Bens Arrate y Roberto Segre –citados por mí en este primer trabajo-. La referencia al “mito” que generaliza a la historiografía cubana, me enaltece pero extendido en general a nuestros historiadores resulta algo exagerado.

En mi caso, la referencia a la contraposición de intereses civiles y militares la relaciono, en lo fundamental, con la contradicción que supuso la ocupación de las 150 manzanas atenazadas por los muros de la muralla (Habana intramuros), y cómo las disposiciones estratégicas para salvaguardar la efectividad de su cortina de piedra y sus baluartes, perjudicaba la voluntad de construir casas sólidas a más de los 150 metros externos del entorno amurallado. Los vecinos que disponían de estancias en extramuros (hoy Centro Habana), anteriormente dedicadas a ejidos, vieron en estas regulaciones una limitación que les impedía valorizar sus tierras, en caso de que pudieran transformarlas en solares. La problemática, sin embargo, fue aún más compleja, en la medida que los habaneros ya estaban interesados en el XVIII en crear una imagen propia de la ciudad, para lo cual deseaban trasladar a extramuros los suburbios, ubicados en el barrio de Campeche, al sur del convento de San Francisco. Este traslado implicaba liberar la más alejada margen sur de la bahía, la que proyectaban convertir en un paseo -el de Paula-, en el que ubicarían su primer teatro, además de una ventajosa zona residencial. Ello implicaba trasladar a la zona de extramuros: el matadero, el corral del consejo, y las instalaciones del puerto que extendidos en Campeche, afeaban el entorno que se proponían privilegiar. El triunfo de los intereses civiles en esta puja de intereses, fue rastreado valiéndonos de los registros parroquiales de la iglesia de Guadalupe-La Salud, la única de inscripción de esa zona durante la mayor parte del XVIII. La permanencia y aún incremento en el número de sus registros de inscripciones en bautizos, defunciones y matrimonios así lo corroboró, pese a que en más de una ocasión las casas fueron demolidas, como ocurrió, muy justificadamente, en ocasión de la invasión de los ingleses a La Habana en 1762.

Asunto aparte amerita lo de la pesa de la ciudad, cuya regulación es el resultado de una de las características más reconocidas de la colonización española: su afán poblador. Situación que presentó ribetes dramáticos en Cuba y muy especialmente en La Habana, hacia 1540 cuando mermó notablemente la población aborigen, se agotaron los lavaderos de oro, emigraron una buena parte de los habitantes de origen europeo, y  la Nueva España y el Perú, una vez superado el cruento período de la conquista, estuvieron en condiciones de autoabastecerse de las producciones de subsistencia y equinos, ya reproducidos en su favorable entorno, y  que provenían en alguna cuantía de la mayor de las Antillas. Por si fuera poco, el peligro de su despoblación coincidía con la importancia que para la metrópoli había alcanzado el Virreinato de la Nueva España, para el cual la capital antillana representaba el garante de sus comunicaciones con el exterior. Es por ello, que después de 1530, ante el afán de la Corona en evitar las consecuencias despobladoras del referido estancamiento, se permitió que los cabildos entregaran la tierra y eligieran en cabildo abierto, los principios de año, a los alcaldes y regidores encargados de detentar el gobierno local. La esencia pobladora de esta medida, se manifiesta en el hecho de que todo el que se inscribiera en sus libros como vecino, tendría derecho a obtener un solar para erigir la casa de su morada, una estancia para el cultivo de productos para su manutención, y pudiera establecer en la zona rural más alejada, hatos y corrales para la cría de ganado mayor y menor, siempre que se entregara sin perjuicio de terceros. Dentro de las obligaciones que las referidas concesiones en fundos rurales establecían, estaba la del abasto de la pesa de la ciudad, lo que deberían hacer una vez al año y por un período regulado. Razón que justificó que fueran los funcionarios del cabildo quienes regularan la venta del precio de la carne sin que determinara las reglas del mercado. En un afán declarado de mantener lo más accesible posible el precio de los productos de primera necesidad, como elemento favorable para la permanencia de la población en su territorio.

Amores Carradano -Los dos trabajos que siguen a éste primero tratan de la formación de lo que denomina como una “aristocracia colonial”, es decir, las élites habaneras… Innecesario parece el recurso a la antigua jerga del materialismo dialéctico, como cuando habla de “la interrelación dialéctica existente entre la tierra, el Cabildo y la conformación de una aristocracia colonial”, donde no se entiende cómo “la tierra” puede ser sujeto de una relación “dialéctica”.… se echa en falta una definición o discusión previa de lo que entiende por aristocracia (p. 115). En “Élite, oligarquía o aristocracia en La Habana de los siglos XVI y XVII”–, el autor explica cómo esta primitiva oligarquía habanera de “los hateros” fue paulatinamente sustituida por otra de comerciantes y funcionarios de origen andaluz… relacionar la llegada de esos comerciantes y funcionarios con un propósito de la metrópoli por neutralizar el poder de la primitiva y díscola “aristocracia colonial”, como en efecto lo hace, nos parece un audaz ejercicio de imaginación.. (p. 116).

La falta de una visión de conjunto de la política colonial española así como de su dinámica entre  1492 y los siglos posteriores, es una de las carencias manifiestas en las sin razones expuestas por Amores Carradano, originada –en parte- por una visión bastante simplista de un proceso que bien amerita un análisis más abarcador. Simplificación presente, por demás, al no mencionar la tesis por mi expuesta de que la formación de esta aristocracia fue una de las causas que permitiría a La Habana propiciar a fines del siglo XVIII, a partir de sus propias riquezas acumuladas, un proceso hacia el predominio de una economía de plantación, sin que para ello influyera, de manera decisiva, -como si ocurrió en el resto del Caribe-, los particulares objetivo de la metrópoli o de los propietarios absentistas. El origen de esta original evolución esta unida –planteo yo-, en parte, al proceso de formación, en la isla, de una aristocracia colonial que remonta sus orígenes a 1540.

La documentación-argumentación que se explicita está dirigida no solo a definir a esta aristocracia, sino a caracterizarla, en lo que tuvo de original en relación con otras surgidas como consecuencia de otros procesos históricos, además de lo que influyó en el surgimiento de un espíritu localista que el historiador cubano Ramiro Guerra ha identificado como el origen de la formación, hacia mediados del XVI y el XVII, de la colectividad cubana. Sus primeros momentos se encuentran en las medidas tomadas por la Corona ante el peligro de su despoblamiento, cuando ocurre una exacerbación de los intereses pobladores de España en Cuba, expresada en su interés por preservar una nivelación social y un incremento de su población de origen europeo. Empeño manifiesto en las potestades y derechos concedidos a todo aquel que solicitase ser vecino de la villa. A contrapelo de estas disposiciones igualitarias, sus regulaciones se utilizaron por los escasos vecinos de La Habana, a principios de la segunda mitad del XVI, para promover un proceso de diferenciación social resultante del dominio que ejercían los hateros en el gobierno local y el auto repartimiento de la tierra disponible a su favor (pp.  130-131). He aquí porque planteamos la interrelación dialéctica –concepto que poco agradó al sentido “progresivo” de la historia que defiende Amores Carradano- en la misma medida: que los elegidos en cabildo abierto para el gobierno local –alcaldes y regidores-, eran los que concedían las mercedes en tierras y, a su vez, poseían la tierra porque participaban de este gobierno.

El proceso de encumbramiento alcanzado por los señores de hatos no se observó pasivamente por la Corona. Una vez desaparecido el peligro inminente de su despoblación, la monarquía propició la puesta en práctica de disposiciones centralizadoras, en el estilo de las practicadas por Felipe II en 1570 para España. La mano ejecutoria para el caso de la Isla, fue la del oidor de la Audiencia de Santo Domingo, Alonso de Cáceres, autor de unas ordenanzas municipales (1573) dirigida a adecuar al caso de la mayor de las Antillas, la política mediadora de la monarquía destinada a impedir el excesivo poder de uno de sus grupos o sectores sociales. Para alcanzarlo, Cáceres a la vez que los favoreció al validar las mercedes realizadas hasta ese momento a favor de los hateros -en condición de usufructo y no de dominio-, rescindió la potestad de que fueran los propios vecinos quienes en Cabildo abierto eligieran sus alcaldes y regidores. Además de atacar la exclusividad de la utilización de los fundos ganaderos, al permitirse que en sus términos pudiera disponerse por otros vecinos de tierras para vegas.

Las posibilidades instauradas por las Ordenanzas de Cáceres crearon las condiciones para que representantes de otros grupos sociales –en este caso funcionarios y comerciantes registrados en Sevilla- pudieran mediante la compra de los cargos públicos, hasta ese momento concedido por votación directa en cabildo de vecinos, neutralizar la influencia de los ganaderos  disputándole su dominio en la curia municipal. De lo que se desprende que esta aristocracia no se avino a los moldes de sus predecesoras europeas. En su acepción en el “viejo mundo”, la aristocracia se relacionó con el gobierno de una minoría que centra su poder en el dominio de la tierra, de la cual depende su preeminencia social. En La Habana de la segunda mitad del XVI y primera década del XVII, la formación de la aristocracia no se vinculó al pleno ejercicio del poder, sino al desempeño de algunas de las funciones de éste delegada en una institución, el cabildo capaz de ejercer justicia en primera instancia hasta el límite de una determinada suma de dinero; participar de las decisiones de gobierno, con la presencia del gobernador o Capitán General en las deliberaciones de su concejo, y con potestad para repartir la tierra en condición de usufructo a favor de un reducido número de beneficiarios (pp. 134-135).

De lo cual derivo un hecho bastante insólito, que dada la autonomía permitida por España a sus colonias –presente en la formación de esta aristocracia de atributos algo limitados- y la  singularidad de no haber promovido grupos absentistas, en La Habana surgió –pese a su condición de colonia- una aristocracia que no respondía, en sentido general, a los intereses de la metrópoli y constituyó una manifestación de un espíritu localista, propiciado primero por los propios españoles americanos que se arraigaron en esta parte del mundo, y fue desarrollado, con posterioridad, por sus hijos y descendientes (p. 135).

Esta reconstrucción que no satisfizo a Juan Amores la extendí por unos 150 años, lo que me permitió abordar el fenómeno en su movilidad interna, a partir de la reproducción del proceso de la apropiación de la tierra y la personalización de los que detentaron los cargos de alcaldes y regidores, según era posible constatar en las propias Actas. Cabe destacar, que en la recopilación y sistematización necesaria para la reproducción de la aristocracia se trabajó con el total de la muestra y no con una selección de ella, lo que permitió identificar a las 62 personas que detentaron los cargos públicos durante la segunda mitad del XVI y, aún, para años posteriores con la formación de una nueva generación de hateros, como resultado de un nuevo proceso de mercedación ocurrido entre 1628 y 1680. Para ello, no fue suficiente con reproducir cada una de las mercedes de tierras que en término de hatos, solares y estancias se realizaron anualmente, sino que fue necesario confrontarla con los Protocolos notariales, ya que si bien en las Actas estaban contenidas las mercedes, era en los Protocolos donde se registraban las compraventas, censos y gravámenes en general, que permitieron a algunos de los vecinos alcanzar la condición de hateros mediante esas vías, para obtener el dominio útil de la tierra. No obstante, Amores Carradano me ha acusado de faltar al ejercicio de la crítica, en unas fuentes cuya historicidad está más que demostrada, y que ha sido confrontada y además cotejadas para poder responder a la interrogante que el investigador se propuso dilucidar. En mi caso, la fuente no dominó al historiador, todo lo contrario el historiador, a partir de una problematización moderna, obligó a las fuentes a responder a lo que se pretendía. Algo sobre lo cual, que yo conozca, nuestro autor de las sin razones no ha sido capaz de hacer y mucho menos de entender al calificar de “audaz ejercicio de imaginación” los resultados de este proceso investigativo.

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